Joseph Gelinek - La décima sinfonía

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El mundo de la música clásica se revoluciona cuando el prestigioso director de orquesta Roland Thomas interpreta, en un concierto privado, la supuesta reconstrucción del primer movimiento
de la mítica Décima Sinfonía de Beethoven. Uno de los invitados al acontecimiento, el joven musicólogo Daniel Paniagua, sospecha al escuchar una música tan sublime y le asaltan las dudas: ¿Y si la partitura original de la Décima existiera y hubiera llegado a manos de Thomas? ¿Y si el genio de Bonn hubiera vencido la supuesta «maldición de la décima», que se dice acababa con la vida de los compositores que intentaron finalizarla?
Tras un cruento asesinato, comienza una peligrosa carrera contrarreloj en la que Daniel, ayudado por una intrépida juez y un perspicaz inspector de homicidios, tiene que enfrentarse a influyentes grupos de poder, desde oscuros hombres de negocios a descendientes de Napoleón, que pelean por hacerse con el llamado «Santo Grial» de la música clásica. Ninguno de ellos sabe que la respuesta a todas sus preguntas está en el convulso pasado de Beethoven y en un amor prohibido que ha permanecido oculto hasta ahora…

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57331113

»y los ocho números de las notas también forman otro bloque

47201320

»La única duda es que después de at 44 vayan antes los números expresados en Morse y no los que corresponden al concierto. Pero eso limita las posibilidades a dos, y no me preocupa en absoluto: si no es una combinación, solo puede ser la otra. Si la primera resulta errónea, diremos en el banco que se trata de un error. Hasta en los cajeros automáticos te puedes equivocar tres veces con la clave y no pasa absolutamente nada. Como tenemos la llave de la caja, nadie nos va a poner ningún problema, te lo aseguro.

– ¿Qué pensáis hacer conmigo? -preguntó Daniel, aterrorizado por el hecho de que ya había dejado de ser útil para la pareja.

El forense se acercó a la guillotina y acarició otra vez con la mano el mecanismo que accionaba la cuchilla.

– Estoy en un aprieto, Daniel, porque soy un hombre de palabra. Por un lado te he prometido que si colaborabas con nosotros salvarías el gaznate. Pero no había caído en que también le había prometido a Susana que si seguíamos mi plan al pie de la letra no habría nada que temer, porque jamás seríamos descubiertos. Como ese compromiso es anterior al que tengo contigo y sé positivamente que si te dejo con vida no voy a poder cumplirlo, porque se lo vas a contar todo a la policía, considero que nuestro contrato es nulo, pues me impide cumplir el pacto previo que tengo con Susana. ¿Lo entiendes, verdad?

Al ver que su fin era inminente, Daniel optó por llevar a cabo lo único que podía hacer en ese momento, que era gritar y pedir socorro. Solo pudo hacerlo una vez, porque el forense sacó al instante un revólver de la sobaquera que llevaba bajo la americana y con la culata le propinó un golpe formidable en la cara que le partió el tabique nasal y lo dejó atontado.

Daniel empezó a sangrar profusamente.

Pontones sacó entonces del bolsillo un pañuelo y un rollo de cinta aislante y empezó a amordazarle. Una vez que hubo terminado le dijo a la juez:

– Ve sacando el coche del garaje. No quiero obligarte a pasar por esto una segunda vez. Como este está grogui no voy a tener ningún problema para hacerlo yo solo.

La juez, a la que la decapitación de Thomas le había parecido la experiencia más truculenta y macabra que podía afrontar un ser humano, no se lo hizo repetir dos veces y en menos de un minuto estaba subida a su BMW serie 3, accionando la puerta automática del garaje.

El forense quitó un pasador metálico atado a una pequeña cadena que actuaba a modo de seguro y luego colocó la mano en la palanca del d é clic.

Tras comprobar que la cabeza de Daniel estaba perfectamente situada, Pontones accionó sin pestañear el mecanismo que liberaba la pesada hoja de la guillotina.

61

Mientras tanto, desde la ventana camuflada en la furgoneta de escucha del Grupo de Homicidios, Mateos y Aguilar observaban cómo se abría la puerta del garaje del chalet de la magistrada y cómo emergía sigilosamente de él un BMW de color azul con una sola persona a bordo.

– ¿Qué hacemos ahora, jefe? Se están dando a la fuga.

– ¿Ha llegado la orden de entrada y registro?

– Todavía no.

– Que le den morcilla a Sus Señorías y a toda la Ley de Enjuiciamiento Criminal. Saca la pipa, Aguilar, que vamos para adentro.

La juez, que había aparcado el coche junto a la puerta del chalet y esperaba con el motor al ralentí a que el forense terminara su siniestro trabajo, vio venir corriendo hacia la casa, pistola en mano, a los dos policías, y comprendiendo que estaba todo perdido, arrancó a toda velocidad calle abajo, produciendo un chirrido de neumáticos que pudo escucharse a varias manzanas de distancia.

En el interior de la casa, el forense, que había oído el estridente ruido de las ruedas del BMW al patinar sobre el asfalto, comprendió que algo iba mal, pero no se preocupó de averiguarlo, porque tenía algo aún más importante de lo que ocuparse. La tormenta del día anterior había provocado tal humedad en aquel desván mal aislado que la madera de aquella guillotina casera se había hinchado y abombado y no estaba permitiendo que la hoja se deslizara por las guías hasta su objetivo final. Pontones, visiblemente nervioso porque Daniel comenzaba a recuperar el conocimiento, volvió a colocar el d é clic en la posición de partida y lo accionó de nuevo hasta el fondo, esta vez con una fuerza inusitada, que hizo vibrar toda la estructura de la máquina.

El mouton bajó esta vez unos diez centímetros y luego se detuvo en seco, como un asno terco que se negase a obedecer a su amo.

El forense no tuvo tiempo para nada más, porque en el piso de abajo, Aguilar disparó dos veces contra la cerradura de la puerta de entrada y los dos agentes irrumpieron en la casa al grito de:

– ¡Todo el mundo quieto! ¡Policía!

Aunque Pontones estaba armado y tal vez hubiera podido hacer frente a los inspectores, optó por la huida, que se le presentaba relativamente fácil, al encontrarse en el desván. Una de las dos ventanas Velux que iluminaban la buhardilla ya estaba entreabierta -razón por la que había tanta humedad en el ambiente- y el forense no tuvo más que situar un par de pesadas cajas, de las muchas que había en la habitación, justo debajo de la ventana, subirse a su improvisada escalera y trepar hasta el tejado.

Daniel, que ya estaba volviendo en sí, oyó pasos nerviosos en el piso de abajo y la voz de Mateos gritando su nombre. Pero no podía responder, porque seguía amordazado, y tampoco se atrevía a reclamar la atención de los policías pateando contra el suelo, por temor a que cualquier pequeño movimiento provocara la caída fatídica de la cuchilla. Durante algunos segundos, cesaron las voces y el ir y venir por las habitaciones del chalet de los dos agentes, porque estos acababan de advertir la existencia del desván y estaban planeando la mejor manera de subir hasta allí sin ser sorprendidos en una emboscada.

En el silencio que siguió, Daniel solo pudo escuchar el chasquido aislado de las tejas a medida que Pontones iba avanzando por la cubierta del chalet, seguramente para saltar al patio de la casa vecina.

Mateos ordenó a su ayudante que buscara un espejo en el cuarto de baño y con ayuda de este, los policías pudieron cerciorarse de que en lo alto del desván no iban a toparse con ninguna desagradable sorpresa.

Accedieron por fin a la buhardilla y en cuestión de segundos retiraron la lunette que aprisionaba el cuello de Daniel y le liberaron de la mordaza.

– Ha huido por el tejado -fue lo primero que dijo este en cuanto le sacaron el pañuelo de la boca-. Y tiene una pistola.

La cara de Paniagua, totalmente ensangrentada y con la nariz destrozada por el golpe brutal que le había asestado Pontones alarmó a Mateos, que ordenó a su ayudante que avisara inmediatamente a una ambulancia y solicitara refuerzos.

– Trata de contenerle la hemorragia -fue lo último que dijo antes de desaparecer por la ventana de la buhardilla, en persecución del forense.

Aguilar, mientras tanto, con ayuda del mismo pañuelo que había servido para acallar sus gritos, trató de comprimir la nariz de Paniagua para evitar que siguiera sangrando. Pero su reacción de dolor fue tan explícita que el subinspector comprendió que no podía hacer nada.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó el policía- . Estás perdiendo mucha sangre.

– Creo que puedo aguantar -respondió Daniel, quien tras pronunciar esas palabras cayó redondo e inconsciente al suelo. El impacto del cuerpo de Daniel contra la tarima fue de tal envergadura que la hoja de la guillotina, que solo había conseguido descender hasta el momento unos centímetros, se tambaleó pesadamente entre las guías y luego, con un ¡swooosh! que estremeció a Aguilar, se deslizó a plomo hasta el final de su recorrido.

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