Joseph Gelinek - La décima sinfonía

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El mundo de la música clásica se revoluciona cuando el prestigioso director de orquesta Roland Thomas interpreta, en un concierto privado, la supuesta reconstrucción del primer movimiento
de la mítica Décima Sinfonía de Beethoven. Uno de los invitados al acontecimiento, el joven musicólogo Daniel Paniagua, sospecha al escuchar una música tan sublime y le asaltan las dudas: ¿Y si la partitura original de la Décima existiera y hubiera llegado a manos de Thomas? ¿Y si el genio de Bonn hubiera vencido la supuesta «maldición de la décima», que se dice acababa con la vida de los compositores que intentaron finalizarla?
Tras un cruento asesinato, comienza una peligrosa carrera contrarreloj en la que Daniel, ayudado por una intrépida juez y un perspicaz inspector de homicidios, tiene que enfrentarse a influyentes grupos de poder, desde oscuros hombres de negocios a descendientes de Napoleón, que pelean por hacerse con el llamado «Santo Grial» de la música clásica. Ninguno de ellos sabe que la respuesta a todas sus preguntas está en el convulso pasado de Beethoven y en un amor prohibido que ha permanecido oculto hasta ahora…

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– Si se confirma tu teoría acerca de Beatriz de Casas, te va a venir que ni pintada para el ensayo que estás escribiendo sobre Beethoven. Pero dime: el compositor sostiene en la mano una partitura con el nombre de su amada ¿con qué objeto?

– Tal vez pensaba regalarle el cuadro. Hay hombres que se tatúan el nombre de la mujer a la que aman en el cuerpo. Beethoven no llegó a tanto, pero al transformar su nombre en notas en su propio retrato le estaba diciendo: tu nombre es música para mí.

– ¿Y dónde y cómo pudo conocer Beethoven a una española en Viena?

– Ya te he hablado del colegio de Del Río, pero hay más: ¿has oído hablar de la Escuela Española de Equitación?

49

Viena, marzo de 1826

Ludwig van Beethoven había salido de su apartamento, en el número 15 de la Schwarzspanierstrasse, dispuesto a buscar cuidados y alojamiento al caballo que le acababa de regalar uno de sus mejores amigos, Stephan von Breuning, a quien el compositor había dedicado unos años atrás el magnífico Concierto para violín en re mayor. Sabedor de lo amante de la naturaleza que era Beethoven, Von Breuning, que vivía a apenas una calle de distancia, había querido obsequiar al músico con un caballo de paseo para que retomara la vieja costumbre de perderse entre los bosques adyacentes a Viena en busca de inspiración musical. Breuning estaba al corriente de que, años atrás, a Beethoven ya le habían regalado otro caballo en el que probablemente no llegó a montar ni un solo día y del que acabó apropiándose uno de sus criados. Pero ahora, pensaba el aristócrata, las circunstancias eran muy diferentes: antes de estar tan achacoso, Beethoven solía emprender a diario largas y creativas caminatas, de las que regresaba eufórico tras haber dado forma definitiva al tema de una sinfonía o haber pergeñado la cadencia de un concierto para piano. Pero como sus cada vez más acuciantes problemas de salud habían ido en aumento, ya no se sentía con fuerzas para emprender a pie estos largos paseos y su creatividad se había resentido, dado que sus mejores ideas siempre le habían surgido en contacto con la naturaleza. Beethoven le había agradecido enormemente a Breuning el obsequio, a pesar de que los cuadrúpedos le inspiraban ahora más respeto que nunca, por haber acabado uno de ellos con la vida de uno de sus tres grandes protectores en la ciudad, el príncipe Kinsky. Aunque aún no sabía si llegaría a hacer un uso regular del caballo, al que había ya bautizado, como el héroe de su única ópera, Fidelio, Beethoven tenía claro que esta vez no iba a dejar que un criado sin escrúpulos sacara partido de la situación y se propuso encontrar personalmente un lugar de confianza para estabularlo. ¿Y qué mejor lugar para buscar asesoría sobre el tema que la Escuela Española de Equitación, ubicada en una de las alas del palacio Hofburg, en la Michaelerplatz? Era más que evidente que Beethoven jamás podría estabular su caballo allí: en la famosa Escuela, que llevaba funcionando en Viena desde 1572 solo había sitio para los caballos lipizanos, así llamados por el hecho de que las yeguas y los sementales que servían para traerlos al mundo tenían su base de operaciones en la antigua ciudad italiana de Lipizza. [1]Pero Beethoven conocía al veterinario que se encargaba de mantener a aquellos fabulosos caballos de exhibición en plena forma, porque era un redomado melómano y en más de una ocasión había acudido a sus conciertos; no le cabía duda de que sabría indicarle la persona o establecimiento más indicado para proporcionar a Fidelio los cuidados que este necesitaba.

Nada más salir a la calle, el músico fue abordado por el pequeño Gehrard van Breuning, el hijo de doce años de su amigo Stephan, que se había convertido, desde que Beethoven se mudara a su actual domicilio, en uno de sus más fervientes admiradores.

– Hola, Ludwig, ¿vas a ver a Fidelio? -le preguntó el chaval, que estaba orgullosísimo de que Beethoven le hubiera permitido apearle el tratamiento desde el Sie, que viene a ser el usted en castellano, al más familiar Du.

Aunque Beethoven estaba ya sordo como una tapia y no llegó a escuchar lo que le dijo el niño, supo, por la luminosa expresión de su rostro, que le estaba preguntando por el caballo.

– ¿Qué haces jugando en la calle? ¿Cómo no estás en el colegio? -le regañó Beethoven.

Gehrard se sonrió por el tono exageradamente alto en el que hablaba su idolatrado músico y luego le pidió por gestos que sacara su cuaderno de conversación.

Los cuadernos de conversación no eran otra cosa que las libretas que solía llevar consigo Beethoven cuando salía de casa para poder comunicarse con sus semejantes. Como el progreso de la sordera había sido lento y gradual, unos años atrás podría habérselas arreglado con una de las trompetillas para el oído que había fabricado para él su amigo Meltzer. Pero en marzo de 1826, ya hacía dos lustros que Beethoven se había visto obligado a dejar de tocar el piano en público y su sordera era prácticamente total, así que nunca salía de casa sin estos preciados blocs.

Gehrard escribió en una página en blanco:

– Me han castigado dos días sin ir al colegio.

Beethoven rió con fuerza ante la idea de que para un niño de doce años, dos días sin colegio pudieran resultar un castigo. A Gehrard siempre le daba la impresión, cuando el músico prorrumpía en una de sus formidables risotadas, que sus pequeños ojos marrones iban a desaparecer literalmente de su cara, como empujados hacia dentro por la compresión del resto de las facciones. La mayoría de los vieneses no hubiera sabido decir cuándo Beethoven les infundía un mayor temor: si cuando este fruncía el ceño, en una expresión en la que se mezclaban a partes iguales la ferocidad y el sufrimiento, o cuando se abandonaba a estas estruendosas carcajadas, que le deformaban el rostro y lo convertían en una máscara grotesca, de la que había desaparecido súbitamente cualquier expresión de inteligencia.

– ¿Por qué te han castigado? ¿Has vuelto a cantar en clase?

El niño asintió con la cabeza y Beethoven le acarició el pelo en un gesto de complicidad. Era él quien se estaba encargando de completar la deficiente educación musical que recibía en el colegio.

– Voy a ir caminando hasta la Escuela de Equitación, a ver si le encontramos un buen establo a Fidelio. Si quieres, puedes acompañarme.

El muchacho se mostró muy contento y ambos se pusieron en marcha hacia el Hofburg, sede de la venerable institución.

No era fácil caminar por la calle al lado de Beethoven. De hecho, su sobrino Karl había renunciado hacía mucho a acompañar a su excéntrico tío a cualquier parte, por la vergüenza ajena que le producían sus continuos aspavientos y canturreos en plena vía pública, que le convertían, en el mejor de los casos, en foco de miradas y comentarios por parte de los transeúntes, cuando no en objeto de burlas y chascarrillos de los gamberros y arrapiezos que se iban cruzando en su camino. Si se unía a su estrafalario comportamiento en la vía pública el hecho de que el compositor desatendía algunos días su higiene personal y el cuidado de su indumentaria hasta llegar a tener el aspecto de un mendigo, es fácil comprender por qué no le era fácil a Beethoven encontrar voluntarios que quisieran acompañarle en sus paseos. Aquella mañana, como si hubiera presentido que la cita a la que acudía iba a cambiar el curso de su vida, había decidido afeitarse, peinar su imponente melena y ponerse un traje elegante, limpio y bien planchado. Pero aunque no hubiera sido así, Gehrard van Breuning sentía verdadera adoración por Beethoven y le divertía enormemente la impunidad con que el músico ignoraba las convenciones sociales y había convertido las calles de Viena en una prolongación de su domicilio.

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