Joseph Gelinek - La décima sinfonía

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El mundo de la música clásica se revoluciona cuando el prestigioso director de orquesta Roland Thomas interpreta, en un concierto privado, la supuesta reconstrucción del primer movimiento
de la mítica Décima Sinfonía de Beethoven. Uno de los invitados al acontecimiento, el joven musicólogo Daniel Paniagua, sospecha al escuchar una música tan sublime y le asaltan las dudas: ¿Y si la partitura original de la Décima existiera y hubiera llegado a manos de Thomas? ¿Y si el genio de Bonn hubiera vencido la supuesta «maldición de la décima», que se dice acababa con la vida de los compositores que intentaron finalizarla?
Tras un cruento asesinato, comienza una peligrosa carrera contrarreloj en la que Daniel, ayudado por una intrépida juez y un perspicaz inspector de homicidios, tiene que enfrentarse a influyentes grupos de poder, desde oscuros hombres de negocios a descendientes de Napoleón, que pelean por hacerse con el llamado «Santo Grial» de la música clásica. Ninguno de ellos sabe que la respuesta a todas sus preguntas está en el convulso pasado de Beethoven y en un amor prohibido que ha permanecido oculto hasta ahora…

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Actos Accesorios o conexos a otros mercantiles

La teoría de lo accesorio no comprende únicamente los actos de que acabamos de hablar, los cuales suponen, según hemos visto, la existencia de un comerciante, el ejercicio profesional de la industria mercantil, de la que aquellos dependen siquiera presuntivamente…

No es que Mateos no comprendiera intelectualmente el texto que tenía delante, sino que por falta de concentración, probablemente debida a un déficit de sueño, solo conseguía identificar la apariencia exterior de las palabras, sin llegar a conectarlas con su significado.

Se había matriculado en la UNED para tratar de acabar una carrera que había abandonado en tercero, cuando, para hacer frente a los gastos de manutención de un niño no deseado, se vio forzado a hacer oposiciones al Cuerpo Nacional de Policía. El Mercantil, que era una asignatura troncal de cuarto, le iba a reportar diez créditos en la Universidad a Distancia, pero Mateos calculaba que, a semejante paso, no iba a poder presentarse a los exámenes. Lo peor de todo es que sus momentos de estudio en el despacho tenían que ser a puerta cerrada y con las persianas bajadas, pues, desde que llegó al Grupo, había dado a entender a todos sus colegas, por vanidad profesional, que tenía la carrera de derecho terminada. Y la circunstancia de que, cuando andaban más flojos de trabajo, se encerrara con llave en su «pecera» durante horas, había llevado a algunos malpensados a creer que Mateos era un gran aficionado a los chats eróticos en internet.

Nada más lejos de la verdad.

No es que el inspector no fuera mujeriego, sino que siempre había preferido llevar a cabo sus conquistas in situ, pues conocía varios locales de copas en la ciudad, que se llenaban de mujeres divorciadas a partir de las dos de la mañana, en los que, gracias a su aspecto de galán antiguo de Hollywood -bigote a lo Errol Flynn incluido- y sobre todo, a una voz grave, rica en armónicos, que le habría permitido ganarse la vida como doblador, le era fácil ligar con la más guapa después de un solo gin tonic.

Tras el décimo intento, el inspector cerró el Manual y lo dejó por imposible.

Llevaba varias semanas preguntándose a sí mismo por qué se había empeñado en terminar la carrera de derecho si ya tenía la de sociología. «¿Por qué te estás haciendo esto a ti mismo, Carlos?» Siempre llegaba a la conclusión de que había sido víctima de su propio farol. Como había hecho creer a todo el mundo que tenía la licenciatura, ahora debía conseguirla a toda costa, pues estaba convencido de que tarde o temprano -las mentiras suelen tener las patas cortas- iba a ser descubierto por alguno de sus rivales en el Grupo.

Y además, por supuesto, estaba el asunto de sus continuos roces con los jueces en materia de garantías, que le habían llevado a ganarse el calificativo de «Charlie el Sucio». Mateos estaba convencido de que un mayor conocimiento del derecho le iba a poder allanar sus ásperas relaciones con la judicatura, a pesar de que, a diferencia del famoso policía interpretado por Clint Eastwood, Mateos no era un tipo violento, ni partidario de la ley del talión. Sin embargo, tenía sus propios criterios acerca de cómo había que interpretar las reglas de juego durante una investigación criminal y a veces llegaba a sacar de quicio a sus señorías con sus peregrinas peticiones y sus extemporáneas réplicas.

Terminada, pues, su sesión de estudio, Mateos se levantó a descorrer las cortinas y a quitarle el pestillo a la puerta, momento en el que penetró en el despacho un subinspector joven y larguirucho que estaba ayudando a su jefe a practicar todas las diligencias necesarias para esclarecer el caso.

– ¿Qué me traes, Aguilar? -dijo el inspector.

El subinspector le facilitó varios folios grapados que contenían una lista de nombres.

– Éstos son los invitados que estaban anoche en el concierto en casa de Marañón -respondió su ayudante-. Ya me dirás si quieres que los interroguemos a todos.

– Lo más importante es hablar con la hija cuanto antes.

– La he citado para hoy mismo a las cinco.

– ¿Aquí, en Jefatura?

– Me parecía demasiado agresivo; no está imputada… todavía.

– ¿Has pedido las cintas de las cámaras de seguridad externas, a ver si averiguamos con quién se fue Thomas de la fiesta?

– Sí. Esta tarde me las traen.

– Menos mal que están colaborando, porque como hubiera que pedir orden de entrada y registro en casa de Marañón, lo llevamos claro.

– ¿Por qué, jefe?

– Es un individuo muy poderoso, con muchas agarraderas en las altas instancias.

– Es amigo del ministro, ¿no?

– Ojalá fuera solo eso. Echa un vistazo a lo que he conseguido hasta la fecha.

El subinspector Aguilar examinó un dossier extraoficial sobre Jesús Marañón que le alcanzó Mateos.

– ¿Todo esto es cierto? Quiero decir, está metido en…

– Mis informadores no suelen defraudarme -interrumpió el inspector, irritado por la incredulidad de su ayudante.

– Supongamos, tan solo como hipótesis de trabajo, que Marañón mató a Thomas. ¿Cuál sería el móvil?

En un típico razonamiento mateosiano, que dejó perplejo al subinspector, Mateos dijo:

– El móvil está claro: lo que el asesino buscaba de la víctima era robarle su cabeza.

12

Cuando Paniagua llegó a clase, después de su truculenta charla con Durán, comprobó que Villafañe había empezado a torturar a sus alumnos con una disertación acerca de «Los idiófonos no percutidos en las culturas precolombinas del sur del Amazonas». Incluso a él mismo, que era musicólogo, le costó recordar lo que son los idiófonos, instrumentos que no necesitan cuerdas ni membranas para emitir sonido, como la campana. Todos sus alumnos, a excepción de uno, llamado Sotelo, que era el pedante de la clase, a quien cuanto más abstrusa era una lección más entusiasmo le despertaba, estaban dormidos o en estado semicomatoso.

Paniagua se alegró de que al menos Villafañe les hubiera hablado a sus alumnos de un tema que, por más tedioso que fuera, era de su competencia. La última vez que le había sustituido, había abordado una cuestión de musicología y a él le costó un mes entero que sus alumnos desaprendieran los disparates que les había inculcado en tan solo cincuenta minutos.

Dio las gracias a su colega y luego decidió aprovechar la media hora que quedaba todavía de clase para aclarar algunos conceptos que había comenzado a exponer en la lección anterior.

Daniel hizo un esfuerzo sobrehumano por concentrarse en su explicación, porque lo cierto es que tenía la cabeza ocupada por otras cuestiones: por un lado, Thomas y su espeluznante final; por el otro, el inesperado embarazo de Alicia. Como estaba de muy pocas semanas, ambos se habían dado unos días para decidir lo mejor, aunque de los dos, Daniel era el más proclive a tener el bebé.

Pero si las dudas y vacilaciones sobre su propia paternidad consumían parte de sus energías, el asesinato de Thomas y su extraño comportamiento en las horas anteriores a su muerte reclamaban también su completa atención. A modo de rápidos flashbacks, le venían a la mente, una y otra vez, detalles aislados de la conversación que había mantenido con la víctima, en las horas anteriores a su trágico final: Thomas rodeándose el cuello con la mano, en una tétrica e inconsciente anticipación de que se lo iban a rebanar muy poco tiempo después; su resistencia a dejarle pasar a un camerino en el que no había ni un alma; la extraña llamada telefónica que había impedido -ya para siempre- que pudiera formularle algunas preguntas clave sobre la Décima Sinfonía. Y por encima de todo, la desasosegante fotografía del cuerpo decapitado del músico, que parecía contorsionarse en un lacerante calvario de dolor post mórtem.

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