– Si ese asesino comete la locura de adentrarse en el descampado -afirmó el subinspector-, es nuestro seguro. ¿Por dónde va a escapar? Tenemos el terreno totalmente cercado.
– Olvidas que puede coger a la viuda de Winston de rehén -dijo Perdomo-. O liquidarla allí abajo, en el descampado. Es posible que la obligue a acompañarla hasta su coche y que no la suelte hasta que no se sienta a salvo. Pero nosotros le seguiremos a distancia, en vehículos camuflados.
– ¿Sabe realmente Anita lo que puede llegar a ocurrirle? ¿Conoce la verdadera dimensión del peligro al que se está exponiendo?
Perdomo miró a su subordinado y luego le confesó su convicción más íntima.
– No sólo lo sabe, sino que creo que una parte de ella lo desea, se lo noté en la voz. Una parte de esa mujer desea encontrar la muerte esta noche, para poder reunirse para siempre con su marido, donde quiera que esté. Hay que estar preparados, porque dentro de pocas horas puede suceder cualquier cosa.
Perdomo esperó hasta las cuatro y diez para dar a Anita la orden de adentrarse en el descampado. Su objetivo era poner nervioso al búlgaro, haciéndole creer que nadie acudiría a entregar el rescate. Ivo no había especificado un punto concreto de aquel páramo para realizar el intercambio, por lo que el inspector dio instrucciones a la viuda para que se adentrase hasta el centro geométrico del mismo -la intersección de las dos diagonales del rombo- y aguardase allí, pacientemente. Anita -llevaba el millón de euros del rescate en una mochila de color blanco reflectante, fácilmente visible desde muchos metros de distancia- realizó a la perfección la primera parte de su cometido y se detuvo en el punto que Perdomo le había señalado. La agente femenina que le había ayudado a colocarle el chaleco antibalas que llevaba bajo la blusa lo había apretado tanto que le costaba trabajo respirar. A las cuatro y veinte, la viuda de Winston seguía inmóvil y a la espera, pues el búlgaro no había dado aún señales de vida. ¿Se habría olido la encerrona y optado por un cambio de estrategia? Un minuto más tarde, se oyó un ruido sordo de motor, que parecía provenir de todas partes y de ninguna, y el búlgaro emergió súbitamente de las profundidades de la tierra, a lomos de una Suzuky RMX de gran cilindrada, con la que se dirigió a uña de caballo hacia la zona en que aguardaba, dinero en mano, la viuda.
– ¡Qué cabrón! -se lamentó Perdomo-. ¡Se había camuflado en una hondonada del terreno! ¡Si consigue arrancarle a Anita la bolsa del dinero lo tendremos muy crudo para seguirle!
Por la velocidad a la que había lanzado la moto contra la mujer, era evidente que Ivo no tenía pensado llevar a cabo intercambio alguno. Al llegar a la altura de la viuda, el búlgaro frenó con un espectacular derrape y tras sacar un revólver de su cazadora, ordenó a la mujer que le entregara la bolsa.
– ¡Que nadie se mueva! -ordenó Perdomo a sus agentes, a través del walkie-talkie-. ¡Esperad hasta que se haya alejado de la mujer! ¡Lo más importante es que Anita no salga herida!
La argentina obedeció las instrucciones de Ivo, que colocó la bolsa del dinero entre el asiento de la moto y el depósito de gasolina. Justo en el instante en que comenzaba a huir con el botín, Anita, ciega de rabia por no haber recuperado las cenizas de su marido, dio un salto felino, se colocó de paquete en la parte trasera de la Suzuki y se agarró con todas sus fuerzas al cuerpo del búlgaro. En vez de intentar zafarse de su acompañante, Ivo lanzó la motocicleta a todo gas en dirección a una de las salidas del descampado y se despreocupó de la mujer, intuyendo, como así fue, que mientras llevara a la espalda aquella mochila humana, ningún agente se atrevería a dispararle.
– ¡Seguidle en cuanto llegue a la calle! -indicó Perdomo por radio, aunque en el fondo sabía que si el búlgaro conseguía pisar el asfalto, ya no habría forma de atraparle: ningún coche patrulla sería capaz de competir en agilidad con aquella motocicleta de gran cilindrada. Por fortuna, Ivo no llegó a salir del descampado, ya que Anita comenzó a hacer oscilar su cuerpo con violencia, a un lado y a otro, para desestabilizar la Suzuki, hasta que logró que ésta cayera al suelo con gran estrépito. El mando del gas se bloqueó a máxima potencia y la moto quedó clavada sobre el terreno, dando vueltas enloquecidas alrededor de sí misma. Sus ocupantes habían rodado previamente por el suelo a lo largo de varios metros, pero la argentina, como una feroz rottweiler, no había soltado su presa ni por un instante. Ivo intentó emplearse a fondo con brazos y piernas, para librarse de aquella pesadilla, pero no lo logró ni siquiera cuando mordió en la cara a la mujer, a la que consiguió desgarrar parte de la mejilla. Un disparo al aire de uno de los agentes, que Perdomo había situado en el perímetro del terreno, puso fin a aquel despiadado cuerpo a cuerpo. Ivo se dio cuenta de que estaba vencido y tras verse libre, al fin, de la presa de la argentina, la apartó de un formidable manotazo y se levantó jadeando del suelo con las manos en alto.
El ojo izquierdo le sangraba profusamente, ya que Anita, al sentir los dientes del búlgaro en su cara, se había defendido hundiéndole la uña de su dedo pulgar hasta el fondo.
Tras cuarenta y ocho horas de calabozo, y después de que Perdomo le informara de que su ADN había sido hallado en la puerta de la suite de John Winston, Rafi Stefan, alias Ivo, se confesó autor de todos los delitos que se le imputaban, tal vez esperando que su gesto fuera tenido en cuenta por el tribunal que habría de juzgarle. En su peculiar castellano, el búlgaro contó a la policía cómo el músico asesinado había entrado en contacto con su organización a través de un anuncio que la mafia búlgara de Nueva York había colgado hacía varios meses en internet. El texto, escrito originalmente en inglés, era de una sencillez que helaba la sangre:
No se ensucie las manos, nosotros lo hacemos por usted.
Desaparición o eliminación. Trabajos garantizados.
Su cuñado Branimir Djerassi, encerrado en la prisión de Attica desde el 2001 por múltiples delitos (el hombre al que Chapman había escuchado hablar de su revólver hacía pocas semanas), era quien controlaba desde su celda el cada vez más próspero negocio de los sicarios a sueldo. Él decidía qué trabajos se aceptaban, cuánto se facturaba por ellos y quién era el encargado de llevarlos a cabo. La tarea de eliminar a John Winston fue confiada inicialmente al hombre de confianza de Djerassi en Nueva York, Nikolai Kokinov, pero éste declinó el trabajo porque su hija mayor era, al parecer, fan acérrima de The Walrus. Hasta los criminales más despiadados se muestran considerados cuando se trata de su propia familia. Una vez consultados los países incluidos en la inminente gira del grupo, Djerassi decidió ponerse en contacto con su cuñado Ivo, que llevaba tiempo oculto en la Costa del Sol española, a la espera de que se enfriase la presión policial sobre la mafia búlgara. España era un lugar tan bueno como cualquier otro para acabar con la vida del músico.
– No entiendo nada -dijo Perdomo-. ¿Quién os encargó la muerte de John Winston?
– Fue el propio John Winston -declaró Ivo.
Perdomo y Villanueva se miraron estupefactos.
– ¿John Winston ordenó su propia muerte? ¿Por qué razón? -inquirió el policía.
– No tenía cojones para suicidarse -respondió el búlgaro-. Pero en cambio le sobraba el dinero, así que nos lo encargó a nosotros.
– No me lo creo -dijo Perdomo-. ¿Por qué querría suicidarse? En la autopsia se vio que no padecía enfermedad de ningún tipo. Tampoco podía ser por problemas económicos, porque todos sabemos que era millonario. Las relaciones con su mujer eran excelentes, también queda excluida una crisis emocional. Así que dime, ¿cómo quieres que me trague que os contrató para matarle?
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