Ian Rankin - En La Oscuridad

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Edimburgo está a punto de convertirse, al cabo de casi tres siglos, en anfitriona del primer Parlamento escocés, un hito histórico y político que enciende pasiones. El inspector Rebus ha sido destinado al comité de enlace de seguridad del Parlamento, en Queensberry House, centro mismo del distrito de la comisaría de St. Leonard. De Queensberry House, futura sede del gobierno de la nueva Escocia, perdura la maldición de una leyenda, una maldición que según algunos recaerá sobre los nuevos inquilinos.Los problemas empiezan cuando, en la antigua chimenea donde de acuerdo con la leyenda murió asado un joven, aparece el cadáver de Roddy Grieve,candidato a un escaño en el nuevo Parlamento.

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– ¿Eres la encargada de los condones o qué?

Oyó risas en la cola, vio que estaba junto a la máquina de preservativos y se apartó para que la mujer echara las monedas; al hacerlo vio que en la mano derecha tenía manchas de vejez y la piel arrugada, y cuando tendió la izquierda hacia la bandeja, advirtió que también se apreciaba en su dedo la marca de la alianza ausente. Seguramente la llevaría en el bolso. El color de su cara era de bronceado artificial, la expresión ilusionada aunque curtida por la experiencia. La mujer le hizo un guiño.

– Por si acaso.

Clarke forzó una sonrisa. En la comisaría había oído que la noche de solteros del Marina recibía toda suerte de apelativos, como Parque Jurásico y liga-abuelas. Las típicas gracias machistas. Ella lo encontraba deprimente sin saber a qué atribuirlo; no solía ir a clubes nocturnos, los evitaba ya desde muy joven, cuando iba al colegio y a la universidad. No aguantaba aquel ruido, tanto humo, tanto alcohol y tanta tontería. Pero debía de haber otro motivo, porque ahora era hincha del club de fútbol Hibernian y en las gradas también había humo de tabaco y testosterona. Claro que existía una diferencia entre la multitud del estadio y la aglomeración de un local como el Marina, pues, desde luego, ningún depredador sexual elige para sus cacerías entre el público de un partido de fútbol. En el estadio de Easter Road se sentía segura y a veces, si podía, asistía a partidos fuera de Edimburgo. En los partidos del equipo casero tenía siempre el mismo asiento y conocía las caras de su alrededor. Y después del partido… Después se mezclaba con la masa anónima de la calle. Nadie había intentado nunca ligar con ella; porque no se iba al fútbol a eso, y ese convencimiento la reconfortaba en las frías tardes de invierno, cuando se encendían los focos del campo al iniciarse el partido.

Oyó descorrerse el pestillo de la cabina y reapareció Sandra.

– Ya era hora -comentó una de la cola-. Pensaba que estabas con un tío.

– Los tíos sólo los tengo para que me limpien el culo -replicó Sandra como quien no le da importancia, pero con la voz forzada; se acercó al espejo a retocarse el maquillaje. Había llorado y tenía los ojos enrojecidos.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó Clarke.

– Peor podría haber sido si me hubiera dejado preñada, claro -replicó mirándose en el espejo.

El violador utilizó condón y no había quedado semen para analizar. Hicieron ruedas de identificación con delincuentes sexuales y Sandra repasó los libros de fotos de la policía, toda una galería de misoginia. Algunas mujeres con sólo ver aquellas caras tendrían pesadillas. Desaliñados, y de facciones vacuas, ojos mortecinos y mandíbulas flojas. Algunas víctimas, al repasar la colección, hacían el curioso comentario que Clarke resumía aproximadamente en la frase de «míralos, ¿cómo nos habremos dejado hacer eso si los débiles parecen ellos?».

Sí, débiles cuando les fotografiaban, débiles por vergüenza o cansancio, o por fingida sumisión, pero fuertes en el momento decisivo de la agresión. Pero lo cierto era que la mayoría actuaba en solitario, por lo que aquel segundo hombre, el cómplice… Siobhan estaba intrigada. ¿Qué sacaba él?

– ¿Has visto alguno que te guste? -preguntó Sandra con labios temblorosos mientras se ponía carmín.

– No.

– ¿Te espera alguien en casa?

– Sabes que no.

– Yo sólo sé lo que tú me has dicho -replicó Sandra sin dejar de mirarse en el espejo.

– Te he dicho la verdad.

Fue durante una larga conversación en la que Clarke, apartándose del protocolo, se confió a Sandra, contestando a sus preguntas prescindiendo de su espíritu profesional para sincerarse. Había comenzado siendo un recurso, una treta para conseguir la colaboración de Sandra en el caso, pero derivó en algo más, algo real. Clarke se había explayado mucho más de lo debido. Y ahora parecía que a Sandra no le convencía. ¿Desconfiaba de ella porque era policía o es que Clarke se había convertido en parte del problema, era sólo alguien más en quien Sandra no podía confiar plenamente? Al fin y al cabo, antes de la violación eran dos desconocidas y nunca habrían intimado de no ser por esa circunstancia. Clarke había acudido al Marina fingiéndose amiga de Sandra; otra falsedad. No eran amigas y probablemente no lo serían nunca. Su único vínculo era una agresión despiadada, y a los ojos de Sandra ella siempre le traería al recuerdo aquella noche, una noche que ella quería olvidar.

– ¿Cuánto vamos a quedarnos? -preguntó Sandra.

– Lo que tú quieras. Nos vamos cuando digas.

– Pero si nos marchamos pronto a lo mejor no lo vemos.

– No es culpa tuya, Sandra. A saber dónde estará. Yo pensé que valía la pena probar.

– Esperemos media hora más -dijo Sandra dando la espalda al espejo y consultando el reloj-. Le prometí a mi madre volver a casa a las doce.

Clarke asintió con la cabeza y siguió a Sandra a aquella oscuridad surcada por los fogonazos de los proyectores como si en sus descargas concentraran toda la energía del local.

Al volver a su mesa vieron que el asiento de Clarke estaba ocupado por un joven que pasaba los dedos por el vaho de condensación de un vaso largo que parecía contener simple zumo de naranja. Era evidente que los del grupo le conocían.

– Perdona -dijo levantándose al ver llegar a Clarke y Sandra-, te he quitado el sitio -añadió mirando a Clarke y tendiéndole la mano.

Ella se la dio y notó que se la estrechaba sin soltársela.

– Vamos a bailar -dijo llevándola hacia la pista.

Ella no pudo resistirse y se vio de improviso en aquella vorágine en medio de brazos locos que la rozaban y gritos de otras parejas. Él volvió la cabeza para comprobar que no los veían desde la mesa y siguió tirando de ella. Cruzaron la pista, pasaron una de las barras y llegaron a la entrada.

– ¿Adónde vamos? -preguntó Clarke.

Él miró a su alrededor y, más tranquilo, se inclinó a decirle:

– Yo te conozco.

Clarke se dio cuenta de pronto de que su rostro le resultaba conocido. «¿Tal vez un delincuente, alguien a quien ayudé a encerrar?», pensó. Miró a su alrededor.

– Tú estás en Saint Leonard -prosiguió él, y ella dirigió la vista a aquella mano que seguía sujetándole la muñeca. Él se percató de ello y la soltó-. Perdona, es que…

– ¿Quién eres tú?

– Derek Linford -pareció ofenderle que ella no lo conociese.

– ¿De Fettes? -inquirió ella entornando los ojos. Él asintió con la cabeza. Claro, aquella cara la conocía del boletín, y quizá le había visto en la cantina de jefatura-. ¿Qué haces tú aquí?

– Yo podría preguntarte lo mismo.

– Estoy con Sandra Carnegie -replicó Siobhan al tiempo que pensaba: «Mentira, porque la he dejado… Estoy aquí contigo, cuando le había prometido…».

– Ya, pero no entiendo… -dijo frunciendo el entrecejo hasta que su rostro se arrugó-. Ah sí, la violaron, ¿no es cierto? -y se pasó el pulgar y el índice por la nariz-. ¿Has venido para intentar identificar a algún sospechoso?

– Exacto -respondió Clarke sonriendo-. ¿Tú eres miembro del club?

– ¿Qué pasa? -replicó él como si esperase algún comentario, pero ella se limitó a encoger los hombros-. No es un detalle que me apetezca divulgar, agente Clarke -añadió tratando de hacer valer la jerarquía.

– Tu secreto está a salvo conmigo, inspector Linford.

– Hablando de secretos… -añadió él mirándola y ladeando ligeramente la cabeza.

– ¿No saben que eres policía? -ahora fue Linford quien se encogió de hombros-. Dios, ¿qué les has dicho?

– ¿Qué más da?

Clarke reflexionó.

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