– Bueno, ¿qué te gustaría hacer?
Su hija se encogió de hombros.
– No lo sé. ¿Pasear? ¿Comer una pizza? ¿Ir al cine?
Pasearon.
* * *
John Rebus conoció a Rhona Phillips cuando acababa de entrar en la policía. Antes de ingresar en el cuerpo había sufrido una depresión nerviosa («¿Por qué dejaste el ejército, John?») de la que se recuperó en un pueblo pesquero de la costa de Fife, aunque a Michael no le dijo nada de aquella cura de reposo.
En sus primeras vacaciones desde que ingresó en el cuerpo -sus primeras auténticas vacaciones en años, pues las anteriores las había dedicado a preparar los exámenes-, Rebus volvió a aquel pequeño pueblo, y allí conoció a Rhona. Era maestra, había pasado por un lamentable y breve matrimonio, y vio en John Rebus un marido firme y responsable, una persona batalladora, pero también alguien a quien ofrecer cariño, ya que su fortaleza no acababa de ocultar alguna flaqueza interior. Pronto pudo comprobar que le atormentaban sus años en el ejército y, sobre todo, su paso por los «servicios especiales»; había noches en que se despertaba llorando, y a veces rompía en llanto en silencio cuando hacían el amor, y sus gruesas lágrimas humedecían sus pechos. No hablaba mucho de aquello y ella no insistía; sabía que él había perdido un amigo durante el curso de entrenamiento. Era todo cuanto sabía, y él se acogía a la faceta infantil y maternal de ella. A Rhona le parecía ideal. Demasiado ideal.
No era el hombre ideal. Él no habría debido casarse. Vivieron bastante felices; Rhona enseñaba literatura inglesa en Edimburgo hasta que nació Samantha; a partir de entonces, las persistentes discusiones y pugnas de poder, por resentimiento y celos fueron haciéndose cada vez más agrias. ¿Se entendía ella con otro profesor de su colegio? ¿Estaba él con otra cuando decía que se quedaba haciendo turnos dobles? ¿Tomaba ella drogas a espaldas de él? ¿Aceptaba él sobornos sin que ella lo supiera? En realidad, no sucedía nada de eso, pero, en cualquier caso, no parecía que eso fuera lo importante. No, lo que se cernía sobre ellos era algo peor, pero ninguno de los dos percibió lo inevitable hasta que fue demasiado tarde, y siguieron consolándose cariñosamente y reconciliándose, como en las telenovelas moralistas. Tenían que pensar en la niña, se decían.
La niña, Samantha, era ya una jovencita, y Rebus se dio cuenta de que estaba contemplándola con admiración y mala conciencia (otra vez) mientras paseaban por el parque, por las cercanías del Castillo y camino del cine ABC, en Lothian Road. No es que fuera una belleza, pues ésta era una cualidad exclusiva de las mujeres adultas, pero iba camino de serlo con una inefable e impresionante confianza que, al mismo tiempo, le daba miedo. Al fin y al cabo, era su padre. Era lógico que sintiera cierta preocupación.
– ¿Quieres que te cuente una cosa del nuevo novio de mamá?
– Sabes muy bien que sí.
Ella lanzó una risita; conservaba rasgos de niña pequeña, pero incluso la risa resultaba ahora distinta, parecía más controlada, más de mujer.
– Por lo visto es poeta, pero aún no le han publicado nada. Sus poemas son una porquería, pero mamá se lo calla. Piensa que su… ya sabes, es una maravilla.
¿Aquella manera de hablar como una persona adulta era para impresionarle? Eso debía de ser.
– ¿Qué edad tiene? -preguntó Rebus, estremeciéndose por aquella inopinada vanidad.
– No lo sé. Veinte años tal vez.
Dejó de estremecerse y casi se tambaleó. Veinte años. Rhona se había vuelto una infanticida, Dios mío. ¿Qué efecto causaría todo ello en Sammy? ¿En Samantha, la fingida adulta? No quería ni pensarlo; pero él no era psicoanalista. Ésa era la especialidad de Rhona, o lo había sido.
– De verdad, papá, es un poeta horroroso. Yo escribo mejores poemas en mis ejercicios del colegio. Después del verano ingresaré en el instituto. Tiene gracia, ir a la escuela donde da clases mamá.
– ¿De verdad? -Rebus se había dado cuenta de que había algo que le molestaba: un poeta de veinte años-. ¿Cómo se llama ese chico? -inquirió.
– Andrew. Andrew Anderson -contestó ella-. ¿No suena gracioso? Bueno, la verdad es que es majo, pero un poco raro.
Rebus lanzó una maldición para sus adentros: el hijo de Anderson, el hijo aprendiz de poeta del temido Anderson se acostaba con la ex mujer de Rebus. ¡Qué ironía! No sabía si echarse a reír o llorar. Reírse parecía lo más adecuado, aunque no mucho.
– ¿De qué te ríes, papá?
– De nada, Samantha. Es que estoy contento. ¿Qué decías?
– Que mamá le conoció en la biblioteca. Vamos mucho a la biblioteca, porque a mamá le gusta la literatura; yo prefiero novelas de amor y de aventuras. Los libros que mamá lee yo no los entiendo. ¿Tú leías los mismos libros que ella… antes de…?
– Sí, leíamos los mismos libros, pero yo tampoco los entendía, así que no te preocupes. Me alegra que leas mucho. ¿Cómo es la biblioteca?
– Muy grande, pero van muchos vagabundos a dormir y a pasar el tiempo. Piden un libro, se sientan y se duermen. ¡Y qué mal huelen!
– Pues no te acerques a ellos, ¿sabes? Mejor dejarles que se junten entre ellos.
– Sí, papá.
Asentía a sus palabras con cierta reticencia, como dándole a entender que sus consejos paternales eran innecesarios.
– ¿Te apetece ir al cine?
Pero el cine estaba cerrado, así que fueron a una heladería en Tollcross. Rebus contempló cómo Samantha elegía seis gustos distintos para un superhelado. Estaba todavía en la edad en que se come sin engordar. Rebus sintió complejo por su panza culpable, por no negarle nada a su estómago. Pidió un capuchino sin azúcar y miró por el rabillo del ojo a un grupo de chavales que había en otra mesa y que miraban hacia ellos entre cuchicheos y risitas, atusándose el pelo y fumando como si el tabaco fuese fuente de vida. De no haber estado con Sammy, los habría detenido por atentar contra su propio crecimiento.
Además, le daba envidia verles fumar. Cuando iba con su hija no fumaba porque a ella no le gustaba que lo hiciera. La madre de Sammy también le decía a gritos que dejase de fumar, y le escondía el tabaco y el mechero, pero él tenía escondrijos con cigarrillos y cerillas por toda la casa. Había continuado fumando sin hacerle caso, y a veces irrumpía en el cuarto con un pitillo en los labios y una sonrisa victoriosa, y Rhona le gritaba que lo apagase y le perseguía por la habitación, entre los muebles, braceando inútilmente para quitárselo de la boca.
Eran tiempos felices, tiempos de rencillas amorosas.
– ¿Qué tal el colegio?
– Bien. ¿Tú trabajas en ese caso de asesinatos?
– Sí.
Dios, sería capaz de matar por un cigarrillo, de arrancarle la cabeza a uno de aquellos jovenzuelos.
– ¿Atraparéis al asesino?
– Sí.
– Papá, ¿qué les hace a las niñas? -preguntó mirando fijamente, como quien no quiere la cosa, la copa de helado casi vacía.
– No les hace nada.
– ¿Sólo las mata?
Sus labios estaban desvaídos. Sí, volvía a ser su niña, su hijita indefensa, y le dieron ganas de abrazarla y reconfortarla, y de decirle que el mundo perverso estaba lejos de allí, que con él estaba segura.
– Eso es -contestó.
– Menos mal que sólo hace eso.
Los chicos lanzaban silbidos para atraer la atención de Sammy. Rebus sintió que enrojecía. En cualquier otra ocasión se habría abalanzado sobre ellos para imponer la fuerza de la ley ante sus caritas perplejas. Pero no estaba de servicio; estaba pasando la tarde con su hija, caprichoso resultado de un orgasmo entre gruñidos, un orgasmo en el que un afortunado espermatozoide había alcanzado la meta, cuando, seguramente, Rhona estiraba ya el brazo para coger el libro que estaba leyendo, quitándose de encima, sin musitar palabra, el cuerpo extenuado del amante. ¿Habría estado pensando en el libro todo el rato? Tal vez. Y él, el amante, se sentía desinflado y vacío, un espacio huero, como si aquello no hubiera sido un intercambio. Ése era el triunfo de Rhona.
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