Ian Rankin - Nudos y cruces

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Dos inocentes niñas han sido secuestradas y asesinadas en Edimburgo para asombro de la opinión pública, que se ha visto conmocionada ante tal crimen.
El veterano inspector John Rebus, alcohólico y fumador empedernido, tomará parte en la investigación cuando una tercera menor desaparezca bajo las mismas circunstancias.
Con un turbulento pasado y un estilo de vida totalmente desestructurado, Rebus deberá dejar a parte sus problemas personales para centrarse en la resolución de un caso que podría convertirse en el más dramático suceso que pueda recordarse en toda Escocia. Pronto el asesino que todos buscan comenzará a enviar una serie de pistas que quizá solo Rebus podrá llegar a resolver.

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– ¿Estará terminando de cenar? -aventuró Morton-. John, el problema es que ese tipo podría ser un don nadie, en apariencia respetable, casado, con hijos, el ciudadano medio, un trabajador, pero con un loco en su interior; así de sencillo.

– Ese hombre no tiene nada de sencillo.

– Cierto.

– Pero quizá tengas razón. Te refieres a que se trataría de una especie de doctor Jekyll y mister Hyde, ¿no es eso?

– Exacto -contestó Morton dejando caer ceniza en la mesa, sucia ya de salsa y cerveza. Miraba el plato vacío como pensando adonde había ido a parar la comida-. Jekyll y Hyde. Tú lo has dicho. John, te juro que yo encerraría a esos malnacidos un millón de años, un millón de años aislados en una celda como una caja de zapatos. Eso es lo que haría.

Rebus miró el papel aterciopelado de la pared. Pensaba en sus días de aislamiento, cuando los SAS trataban de hacer que se desmoronara, en aquellos últimos días de la prueba, de gemidos y silencio, inanición y suciedad. No, no volvería a pasar por aquello. Pero no habían podido quebrar su voluntad. No lo habían conseguido. Otros no tuvieron esa suerte.

«Encerrado en la celda, el rostro que grita:

»¡Dejadme salir! ¡Dejadme salir!

»¡Dejadme salir!»

– ¿John? ¿Te encuentras bien? Si vas a vomitar, el váter está detrás de la cocina. Escucha, hazme un favor. Cuando pases por delante de la cocina, mira a ver si puedes saber qué es lo que cortan y echan a la cazuela…

Rebus se dirigió con elegancia hacia el servicio con el paso cauteloso de quien está borracho perdido, sin sentirse bebido; no muy bebido. Era intenso el olor a curry, a desinfectante, a mierda. Se lavó la cara. No, no iba a vomitar. No era por haber bebido, era lo mismo que había sentido en casa de Michael, el mismo instante de horror. ¿Qué le ocurría? Era como si su interior se solidificara, lo retuviera y dejara que el pasado le diera alcance. Se sentía en cierto modo como si entrara en una depresión nerviosa que le estuviera aguardando, pero no era una depresión nerviosa. No era nada. Ya había pasado.

– ¿Te llevo a casa, John?

– No gracias. Iré a pie para despejarme.

Se separaron a la salida del restaurante. Un grupo de oficinistas de juerga, las corbatas sueltas ellos y perfume empalagoso ellas, se dirigía a Haymarket Station. Haymarket era la antigua estación de Edimburgo antes de que construyeran la enorme estación de Waverley. Rebus recordaba que la marcha atrás durante el coito para evitar el embarazo solía llamarse «bajarse en Haymarket». ¿Quién decía que los de Edimburgo eran sosos? Una sonrisa, una canción, un estrangulamiento. Se secó el sudor de la frente. Aún sentía la flojera y se apoyó en una farola. Sabía vagamente lo que era. La repulsa de todo su ser hacia el pasado, como si sus órganos vitales rechazaran un trasplante de corazón. Había enterrado el horror del entrenamiento tan profundamente en su cerebro que cualquier eco del mismo le provocaba un violento rechazo. Sin embargo, precisamente en aquel confinamiento había encontrado amistad, fraternidad o camaradería, llámese como se quiera. Y había aprendido sobre sí mismo más de lo que habría sido capaz cualquier otro ser humano. Había aprendido mucho.

No habían quebrado su espíritu. Había triunfado plenamente en el entrenamiento. Pero después tuvo aquella depresión nerviosa.

Basta. Echó a andar. Trató de equilibrar su mente haciendo planes para el día siguiente, su día libre. Lo pasaría leyendo, durmiendo y preparándose para la fiesta; la fiesta de Cathy Jackson.

Y el día siguiente, domingo, excepcionalmente, lo pasaría con su hija. Tal vez más tarde conseguiría discernir qué significado tenían las cartas de aquel chiflado.

Capítulo 8

La niña se despertó con un sabor seco y salado en la boca. Se sentía adormilada, entumecida, y no sabía dónde estaba. Se había quedado dormida en el coche de él. O sea que no había sido antes, antes de que él le diera aquel trozo de chocolate. Ahora estaba despierta, pero no en la cama de su casa. En las paredes de la habitación había fotos en color recortadas de revistas. Algunas eran fotos de soldados de expresión feroz; otras, de chicas y de mujeres. Miró atentamente unas fotos hechas con una Polaroid y agrupadas en una pared. Allí había una foto de ella, dormida en la cama con los brazos abiertos. Abrió la boca y ahogó un grito.

Desde el cuarto de estar, él la oyó moverse y preparó el cordel.

* * *

Aquella noche Rebus tuvo otra vez la misma pesadilla. Un beso prolongado seguido de una eyaculación, tanto en el sueño como en la realidad. Se despertó de inmediato y se limpió. Notaba aún la calidez del beso, untuosa, pegada a él como un halo, y sacudió la cabeza para ahuyentarlo. Necesitaba estar con una mujer. Recordó la fiesta que le aguardaba y se relajó un poco. Tenía los labios resecos. Fue a la cocina y encontró una botella de gaseosa; estaba desbravada pero no le importó. Recordó que seguía estando borracho. Si se descuidaba tendría resaca, así que se bebió tres vasos de agua, uno detrás de otro.

Le alegró ver que la luz del piloto seguía encendida. Era un buen presagio. Cuando volvió al dormitorio se acordó incluso de rezar sus oraciones. El de Allá Arriba se sorprendería y lo anotaría en su libro del haber: «Rebus se ha acordado de mí esta noche». A ver si mañana le concedía un buen día.

Amén.

Capítulo 9

Michael Rebus apreciaba su BMW tanto como amaba la vida, tal vez más. Mientras conducía a toda velocidad por la autopista, dejando atrás el tráfico a su izquierda, como si estuviera congelado, sentía que su coche era la vida en cierto sentido extraño y satisfactorio. Apuntaba el morro del vehículo hacia un punto luminoso en el horizonte y avanzaba hacia el futuro, acelerando sin concesiones a nadie ni a nada.

Eso era lo que le gustaba; lujo sólido y veloz, teclas pulsátiles al alcance de su mano. Tamborileó con los dedos sobre el cuero del volante, toqueteó el radiocasete y reclinó la nuca en el mullido reposacabezas. Soñaba muchas veces con largarse, dejar a la mujer, los hijos y la casa; él solo con su coche. Largarse hacia aquel punto sin detenerse nunca, salvo para comer y repostar, conduciendo hasta morir. Era como una imagen del paraíso, y se sentía muy a gusto fantaseando sobre ella, consciente de que jamás se atrevería a llevarla a la práctica.

La primera vez que tuvo coche se despertaba en plena noche y descorría las cortinas para ver si seguía allí fuera. A veces se levantaba a las cuatro o las cinco de la madrugada y conducía durante varias horas, asombrado de la distancia que podía cubrir en ese tiempo, contento de encontrar las carreteras desiertas, cruzadas sólo por conejos y cuervos, y asustando a claxonazos a las bandadas de pájaros. Aquel primer amor por los coches, aquella libertad de soñar, no habían disminuido.

Ahora la gente miraba su coche. Lo dejaba aparcado en las calles de Kirkcaldy, se apartaba discretamente y veía cómo lo observaban todos. Los jóvenes, presuntuosos y pletóricos, echaban un vistazo al interior y miraban el cuero y el tablero de mandos como si contemplaran los animales de un zoo; los viejos, algunos de ellos acompañados por sus esposas, echaban una ojeada y a veces escupían, dolidos porque el automóvil representaba lo que ellos querían y no podían tener. Michael Rebus había logrado su sueño, un sueño que podía contemplar cuando le apeteciera.

Pero en Edimburgo despertar tanta admiración dependía de dónde aparcaras. Un día, cuando acababa de aparcar en George Street, se encontró con un Rolls-Royce detrás instándole a dejar libre aquel sitio, y tuvo que volver a encender el motor, furioso y despechado. Finalmente estacionó delante de una discoteca. Sabía que cuando dejas un coche caro ante un restaurante o una discoteca hay gente que te toma por el dueño del local en cuestión; esa idea le complacía enormemente, borró el recuerdo del Rolls-Royce y le procuró nuevas perspectivas a su sueño.

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