– ¿Qué?
– Que se te rompa el corazón -replicó él.
* * *
Ellen Wylie compartía vivienda con su hermana divorciada.
Era un adosado en Cramond con jardín trasero que daba a una pendiente abrupta sobre el río Almond. Hacía una noche agradable y, como Rebus quería fumar, se sentaron a una mesa fuera. Wylie hablaba en voz baja para evitar quejas de los vecinos, aparte de que la ventana del dormitorio de su hermana estaba abierta. Trajo unas tazas de té con leche.
– Es un bonito lugar -comentó Rebus-. Me gusta oír el rumor del agua.
– Y ahí hay un cañizal que amortigua el ruido de los aviones -dijo ella señalando hacia la oscuridad.
Rebus asintió con la cabeza comprendiendo lo que decía: se encontraban exactamente bajo el pasillo de aterrizaje del aeropuerto de Turnhouse. A aquella hora de la noche habían tardado sólo un cuarto de hora desde Torphichen Place, y ella le había contado la historia durante el trayecto.
– Así que escribí una carta a la página; no es nada ilegal, ¿verdad? Estaba tan harta del sistema… Hacemos cuanto podemos para llevar a esas bestias ante los tribunales y luego los abogados consiguen reducir la pena al mínimo con sus triquiñuelas.
– ¿Y sólo eso?
– ¿Qué, si no? -replicó ella rebulléndose en el asiento del pasajero.
– «Corazón Roto» sonaba a algo más personal.
Ella miró por el parabrisas.
– No, John, era sólo indignación. Con tantas horas como he dedicado a casos de violaciones, agresión sexual, malos tratos en el hogar… Pero tal vez haya que ser mujer para entenderlo.
– ¿Por eso llamaste a Siobhan? Reconocí inmediatamente tu voz.
– Sí, eres muy taimado.
– Es mi apodo…
Ahora, sentados en el jardín al frescor de la noche, Rebus se abrochó la chaqueta y le preguntó sobre aquel sitio de Internet. ¿Cómo lo había encontrado? ¿Conocía a los Jensen? ¿Había hablado personalmente con ellos?
– Recordaba el caso -respondió ella.
– ¿El de Vicky Jensen?
Ella asintió despacio con la cabeza.
– ¿Trabajaste en él?
– No -respondió acompañándolo de un leve movimiento de cabeza-, pero me alegro de que él haya muerto. Si me dicen dónde está enterrado bailaré sobre su tumba.
– Edward Isley y Trevor Guest también han muerto.
– Escuche, John, yo lo único que hice fue escribir a un portal para desahogarme.
– Y ahora tres de los que figuraban en la lista de ese sitio han muerto de un golpe en la cabeza y sobredosis de heroína. Tú has trabajado en homicidios, Ellen… ¿Qué te dice ese modus operandi?
– Alguien con acceso a drogas.
– ¿Y algo más?
Ella reflexionó un instante.
– No lo sé -dijo.
– Que el asesino no quería enfrentarse a las víctimas, tal vez porque fueran de mayor talla y más fuertes, pero tampoco quería que sufrieran: las dejó sin conocimiento y a continuación les puso una inyección. ¿No te parece una actuación de mujer?
– ¿Qué tal está el té, John?
– Ellen…
Ella dio una palmada en la mesa.
– Si estaban en la lista de Vigilancia de la Bestia es porque eran unos hijos de puta de campeonato… No espere que les tenga compasión.
– ¿Y no hay que capturar al asesino?
– ¿Qué quiere que le diga?
– ¿Quieres que quede sin castigo?
Ellen miró de nuevo hacia la oscuridad. El viento agitaba los árboles cercanos.
– ¿Sabe lo que ha habido hoy, John? Una guerra bien definida: los buenos y los malos…
Él pensó: «Cuéntaselo a Siobhan».
– Pero no siempre es así, ¿no es cierto? -prosiguió ella-. A veces la divisoria es ambigua -añadió volviéndose hacia él-. Usted debe saberlo mejor que muchos, porque le he visto meterse en terreno resbaladizo.
– Yo soy un mal ejemplo a seguir, Ellen.
– Tal vez, pero trata de capturarle, ¿no?
– A él o a ella. Por eso necesito que declares.
Ella abrió la boca para protestar, pero Rebus levantó la mano.
– Tú eres la única persona que conozco que entró en esa página. Los Jensen la han cerrado y no puedo saber lo que había.
– ¿Y quiere que le ayude?
– Contestando a unas preguntas.
Ella lanzó una risita sorda.
– ¿No sabe que dentro de nada tengo que ir a los juzgados?
Rebus encendió otro cigarrillo.
– ¿Por qué viniste a vivir a Cramond? -preguntó, sorprendiéndola con el cambio de tema.
– Porque es un pueblo -dijo Ellen-, pero un pueblo dentro de la ciudad, y tiene lo mejor de ambos. -Hizo una pausa-. ¿Esto forma ya parte del interrogatorio? ¿O es su modo de hacerme bajar la guardia?
Rebus negó con la cabeza.
– Sólo tenía curiosidad por saber de quién fue la idea.
– La casa es mía, John. Denise vino a vivir conmigo después de… -Profirió un carraspeo-. Perdón, debo de haberme tragado un bicho… Iba a decir que vino después de divorciarse.
Rebus asintió con la cabeza.
– Sí, desde luego, es un lugar tranquilo -dijo-. Aquí se olvida uno fácilmente del trabajo.
La luz de la cocina incidió sobre la sonrisa de Ellen.
– Me da la impresión de que en su caso no funcionaría. Con usted sólo funcionaría algo así como un mazazo.
– O unas cuantas de ésas -replicó Rebus señalando con la barbilla una fila de botellas de vino vacías bajo la ventana de la cocina.
* * *
Hizo despacio el camino de regreso a Edimburgo. Le gustaba la ciudad de noche, con los taxis y los peatones cansinos, el cálido fulgor de las lámparas de sodio de las farolas, las tiendas apagadas y las casas con las cortinas corridas, ciertos sitios adonde podía ir -una pastelería, un mostrador de recepción, un casino-, lugares donde le conocían y servían té, le daban conversación. Años atrás habría podido hacer una alto para charlar con las prostitutas de Coburg Street, pero ahora casi todas se habían desplazado a otras zonas o habían muerto. También después de que él desapareciera, Edimburgo continuaría y se repetirían las mismas escenas en interminable representación. Capturarían a asesinos y los condenarían, y otros seguirían en libertad: el mundo y el submundo coexistente a lo largo de generaciones. A final de semana, el circo del G-8 iría camino de otro lugar. Geldof y Bono encontrarían nuevas causas, Richard Pennen estaría en su sala del consejo y David Steelforth de vuelta en Scotland Yard. A veces le parecía estar a punto de descubrir el mecanismo que coordinaba todo.
A punto. Pero no lo conseguía.
Al girar en Marchmont Road vio que los Meadows estaban desiertos. Aparcó en lo alto de Arden Street y bajó la cuesta hasta su casa. Dos o tres veces por semana le echaban en el buzón octavillas de agencias ofreciéndose a vender el piso. El de encima se había vendido por doscientas mil libras. Una suma así, añadida a su paga de jubilación del DIC, le «resolvería la vida», como decía Siobhan. El problema era que eso a él no le atraía. Se detuvo a recoger el correo. Había un anuncio con el menú de un nuevo establecimiento hindú de platos para llevar, que pinchó en la cocina junto a los otros. Se hizo un bocadillo de jamón y se lo comió de pie allí mismo, mirando la acumulación de latas de cerveza vacías de la encimera. ¿Cuántas botellas tenía Ellen Wylie en el jardín? Quince o veinte; era una buena cantidad de vino, y había visto también un carrito de supermercado vacío en la cocina; seguramente las tiraría de vez en cuando al ir a comprar, cada quince días, por ejemplo. Veinte botellas en dos semanas; diez a la semana. «Denise se vino a vivir conmigo después de… divorciarse.» No había visto insectos nocturnos en la ventana de la cocina. Ellen estaba rendida y cabía atribuirlo a los acontecimientos del día, pero él sabía que era algo más profundo. Aquellas arrugas bajo sus ojos irritados eran un proceso de varias semanas; y no había dejado de engordar durante cierto tiempo. Siobhan había considerado a Ellen, con la misma graduación de sargento, una posible rival, competencia por el ascenso. Pero últimamente no hablaba del tema. Tal vez Ellen no le pareciera ya un peligro.
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