Ian Rankin - Nombrar a los muertos

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Julio de 2005: todo el mundo tiene los ojos puestos en Escocia. Los selectos dirigentes de los países del G8 se reúnen en la capital y las marchas de protesta, manifestaciones callejeras y refriegas diarias tienen desbordada a la policía. Pero un agente continúa en excedente al margen de todo. Al inspector Rebus le dejan marginado por temor a que cree problemas a la superioridad en estas cruciales circunstancias. Pero todo cambia a raíz de la caída nocturna de un joven político desde las murallas del Castillo de Edimburgo, hecho que sitúa a Rebus en primer plano. Hay que demostrar el suicidio, y rápido, para que no robe páginas al acontecimiento principal. Pero el caso queda rápidamente ensombrecido por otro peligro más mortífero. Una serie de misteriosas claves dejadas en un bosque cercano en las afueras de Edimburgo comienzan a apuntar a un asesino en serie, un criminal dedicado a matar a violadores recién puestos en libertad.
Las autoridades se apresuran a que no trascienda ninguno de los dos casos por temor a que desplacen el interés informativo de una reunión de tan global importancia. Pero Rebus no es de los que se atengan al reglamento y cuando su colega, la agente Siobhan Clarke, se encuentra envuelta en desentrañar la identidad del antidisturbios que agredió a su madre, todo parece indicar que Rebus y Clarke van a verse enfrentados en un conflicto y, en consecuencia, antes de que concluya la agitada semana, tendrán que adoptar decisiones que les pueden afectar para siempre.

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– Pues probablemente haremos eso -dijo.

* * *

Los Jensen vivían en una casa de cuatro pisos con vistas al campo de golf de Leith. La planta baja era la vivienda de Vicky, con entrada propia a la que se accedía por una breve escalinata de piedra; la puerta tenía candado, unas rejas protegían las dos ventanas que la flanqueaban y había una pegatina advirtiendo a los intrusos de la existencia de un sistema de alarma. Medidas todas innecesarias antes de la agresión de Cyril Colliar, cuando Vicky era una buena alumna de dieciocho años de la Universidad de Napier. Al cabo de diez años seguía viviendo con sus padres.

Rebus permaneció parado frente a la puerta, indeciso.

– La diplomacia nunca ha sido mi fuerte -comentó a Siobhan.

– Pues hablaré yo -comentó ella estirando el brazo y tocando el timbre.

Thomas Jensen abrió quitándose las gafas de leer y al reconocer a Rebus se quedó atónito.

– ¿Qué ha ocurrido?

– Nada que pueda preocuparle, señor Jensen -dijo Siobhan, enseñando el carné de policía-. Sólo queremos hacerle unas preguntas.

– ¿Aún buscan al asesino? -aventuró Jensen. Era un hombre de estatura media de más de cincuenta años con las sienes plateadas. Vestía un jersey de cuello en pico nuevo y caro. Tal vez de cachemir-. ¿Por qué demonios piensan que iba yo a ayudarles?

– Nos interesa su página de Internet.

Jensen frunció el ceño.

– Es algo muy corriente en la actualidad, si uno es veteri…

– No la suya, señor -dijo Rebus.

– La de Vigilancia de la Bestia -añadió Siobhan.

– Ah, ésa -dijo Jensen, con un suspiro, bajando la vista-. Es un capricho de Dolly.

– ¿Es su esposa?

– Sí, Dorothy.

– ¿Está ella en casa, señor Jensen?

El hombre negó con la cabeza y miró más allá de ellos dos como observando la calle a ver si llegaba.

– Ha ido al Usher Hall.

Rebus asintió con la cabeza como si aquello lo aclarase todo.

– El caso es que tenemos un problema, señor.

– Dígame.

– En relación con esa página. Si lo permite -añadió Rebus señalando hacia el vestíbulo- lo podríamos hablar.

Jensen no parecía muy dispuesto a dejarles entrar, pero prevaleció la cortesía. Les hizo pasar a la sala de estar, anexa a un comedor con la mesa llena de periódicos.

– Me paso el día leyéndolos -dijo Jensen guardándose las gafas en el bolsillo.

Les invitó a sentarse y Siobhan se acomodó en el sofá mientras él ocupaba un sillón. Rebus permaneció de pie junto a las puertas cristaleras del comedor, observando a través de ellas los periódicos, pero no veía nada relevante: ni artículos ni párrafos marcados.

– El problema, señor Jensen, es el siguiente -dijo Siobhan con voz medida-: Cyril Colliar ha muerto, y ha sucedido lo mismo a otros dos hombres.

– No comprendo.

– Y creemos que se trata de un único culpable.

– Pero…

– Un culpable que puede haber seleccionado los nombres de las tres víctimas en su página de Internet.

– ¿Qué tres?

– Edward Isley y Trevor Guest -recitó Rebus-. Y hay muchos más nombres en su galería de la infamia. No sé quién será el próximo.

– Debe tratarse de un error -dijo Jensen pálido.

– ¿Conoce Auchterarder, señor? -inquirió Rebus.

– Pues… no, no.

– ¿Y Gleneagles?

– Estuvimos una vez allí… en un congreso de veterinaria.

– ¿No fueron tal vez en autobús a la Fuente Clootie?

Jensen negó con la cabeza.

– No hubo más que seminarios y una cena con baile -replicó aturdido-. Miren, creo que yo no puedo ayudarles.

– ¿Lo de la página de Internet fue idea de su esposa? -preguntó Siobhan pausadamente.

– Fue un modo de tratar de… Entró en la red para buscar ayuda.

– ¿Ayuda?

– De familias de víctimas. Quería saber cómo ayudar a Vicky. Y sobre la marcha se le ocurrió esa idea.

– ¿Configuró ella misma la página?

– La encargamos a una empresa especializada.

– ¿Y los otros sitios de Estados Unidos?

– Ah, sí, nos ayudaron a prepararla una vez configurada… -añadió Jensen encogiéndose de hombros-. Tengo entendido que prácticamente funciona sola.

– ¿Hay suscriptores?

Jensen asintió con la cabeza.

– Los que quieren el boletín trimestral, sí. Pero no estoy seguro. Es Dolly quien lo lleva.

– Entonces, ¿existe una lista de suscriptores? -preguntó Rebus.

Siobhan le miró.

– No es necesario ser suscriptor para consultar la página -comentó ella.

– Una lista sí que debe de haber -dijo Jensen.

– ¿Desde cuándo funciona? -inquirió Siobhan.

– Desde hace ocho o nueve meses. Faltaba poco para que a él le pusieran en libertad y Dolly estaba cada vez más angustiada. -Hizo una pausa-. Quiero decir por Vicky.

Como si fuera el momento justo, oyeron abrirse y cerrarse la puerta de la casa y desde el pasillo llegó una voz jadeante.

– ¡Lo he conseguido, papá! ¡He llegado hasta la playa!

Era patente el sobrepeso de la mujer que hablaba desde el marco de la puerta con la cara enrojecida, quien, al ver que su padre no estaba solo, lanzó un chillido de sorpresa.

– Pasa, pasa, Vicky.

Pero ella dio media vuelta y desapareció. Oyeron sus pisadas bajando a su refugio de la planta baja. Thomas Jensen hundió los hombros abatido.

– Es incapaz de ir sola más allá de la playa -comentó.

Rebus asintió con la cabeza. La distancia apenas superaba el medio kilómetro. Ahora comprendía por qué Jensen estaba tan nervioso al llegar ellos oteando la calle.

– Pagamos a una persona que la acompaña entre semana -continuó Jensen con las manos en el regazo- y así podemos trabajar los dos.

– ¿Le dijo usted que Colliar había muerto? -preguntó Rebus.

– Sí -contestó Jensen.

– ¿La interrogaron sobre ello?

Jensen negó con la cabeza.

– El agente que vino a indagar fue muy comprensivo cuando le explicamos el estado de Vicky.

Rebus y Siobhan intercambiaron una mirada: «Actuar por inercia; sin esforzarse…».

– Nosotros no lo matamos, ¿sabe? Aunque lo hubiera tenido delante de mí… -Jensen miró aturdido al vacío- no creo que hubiera sido capaz.

– Los tres murieron por efecto de una inyección, señor Jensen -comentó Siobhan.

El veterinario parpadeó un par de veces, alzó una mano despacio y se pellizcó el puente de la nariz.

– Si van a acusarme de algo, quiero que esté presente mi abogado.

– Sólo queremos que nos ayude, señor.

Él la miró.

– Pues eso no lo pienso hacer -comentó.

– Tendremos que hablar con su esposa y su hija -dijo Siobhan.

Pero Jensen ya se había levantado.

– Váyanse ya. Tengo que cuidar de Vicky.

– Naturalmente, señor -dijo Rebus.

– Pero volveremos -añadió Siobhan-. Con abogado o sin abogado. Y recuerde, señor Jensen, que manipular pruebas puede llevarle a la cárcel -espetó echando a andar hacia el vestíbulo, seguida por Rebus.

En la calle, él encendió un cigarrillo mirando un partido de fútbol improvisado en el campo de golf.

– ¿Ves lo que decía de que la diplomacia no es mi fuerte?

– ¿Y qué?

– Cinco minutos más y le sacudes.

– No digas tonterías -replicó ella, ruborizada, con un resoplido, farfullando algo irritada.

– ¿Qué quisiste decir con lo de manipular pruebas? -le preguntó Rebus.

– Que las páginas de Internet pueden eliminarse -respondió ella-. Y las listas de suscriptores pueden «perderse».

– Lo que quiere decir que cuanto antes hablemos con Cerebro, mucho mejor.

* * *

Eric Bain estaba viendo el concierto Live 8 en su ordenador; eso le pareció al menos a Rebus, pero él le sacó del error.

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