Baker contuvo la respiración y volvió a inspeccionar los alrededores a través del agujero. El camión estaba cruzando una especie de barrera hecha a base de sacos y alambre de espino. Había guardias armados apostados cada pocos metros, oteando en dirección al camión que los traía.
El vehículo se detuvo y Baker oyó voces y carcajadas. Entonces volvieron a moverse, adentrándose en la fortaleza.
Aquello le recordó a Baker a las imágenes del gueto de Varsovia durante la Segunda Guerra Mundial. A medida que el camión se desplazaba, vio a muchos civiles cabizbajos y sucios realizando diversas tareas: llenando y apilando sacos de arena, extendiendo finas pero resistentes redes entre los tejados para mantener a los pájaros y otros zombis voladores a raya, sacando pesados muebles de las casas abandonadas, reparando los edificios que aún se utilizaban, empujando coches calcinados con arneses en sus espaldas, limpiando los canales que recorrían la calle… todo ello con un gesto de desesperación en sus lánguidos rostros. Se fijó en que no había ninguna mujer entre los trabajadores, a excepción de algunas ancianas.
Había cuerpos -no de muertos vivientes, sino de muertos comunes- colgados de las señales de tráfico: aquellos postes habían sido convertidos en horcas caseras. Baker se preguntó si estaban ahí para servir de advertencia al resto de trabajadores, pero entonces se dio cuenta de que muchos de los colgados vestían uniformes militares.
El camión se paró de nuevo y Baker escuchó los últimos gruñidos del motor antes de detenerse por completo. Se alejó del agujero y se arrodilló cerca de Gusano. El sordomudo se despertó de golpe y empezó a revolverse en la oscuridad. Baker le indicó que se estuviese quieto.
Oyeron pisadas de botas a ambos lados del camión y luego las puertas se abrieron, inundando el compartimento de luz. Parpadearon, cegados momentáneamente, y los soldados los sacaron al exterior, obligándolos a permanecer de pie. Baker dobló las rodillas para desentumecerlas.
Un hombre desaliñado vestido con un sucio uniforme se dirigió hacia ellos. El pelo le crecía hasta más allá del cuello y llevaba barba de varios días. Baker comprobó que lucía dos barras verticales plateadas en el hombro.
– Teniente segundo Torres -saludó el sargento Michaels-, hemos completado nuestra misión de reconocimiento y tenemos un informe completo. Lamento decir que hemos perdido a Warner, pero también hemos capturado a dos prisioneros de considerable relevancia.
Torres devolvió el saludo bruscamente y se quedó mirando a Baker y a Gusano.
– A mí no me parecen muy relevantes, sargento.
Michaels le extendió los credenciales de Baker y el oficial los estudió con interés.
– Hellertown, ¿eh? Havenbrook… ¿era un laboratorio de armas, no? -Le dio una palmada a Michaels en el hombro-. Les felicito a todos. El coronel Schow estará muy interesado en hablar con estos caballeros. -Se dirigió a Baker-: Bienvenido a Gettysburg, profesor Baker. Me temo que sus instalaciones serán algo más rústicas que aquellas a las que está acostumbrado, pero, si coopera, podemos proporcionarle algo mejor.
– ¿Cómo puedo cooperar? -preguntó Baker.
– Bueno, eso lo decidirá el coronel Schow. -Dio media vuelta y se dirigió al resto-. Buen trabajo, caballeros. Una pena lo de Warner, pero creo que os habéis ganado un permiso de veinticuatro horas. Michaels, el escuadrón del sargento Miller está a punto de llegar, y cuando lo haga pasaremos a oír el informe de ambos. Se espera que lleguen en una hora, así que tiene tiempo de ducharse, si quiere.
– ¡Gracias, señor! -Saludó de nuevo a Torres y se marchó.
– ¡Qué bien, joder! -celebró Blumenthal-. ¡Me voy a la bolera y luego al picadero!
– De eso nada -le dijo Ford-. Primero Lawson y tú vais a llevar a los prisioneros al centro de confinamiento, y aseguraos de decirle a Lapine que los separe del resto de la escoria. No quiero que les pase nada hasta que el coronel los interrogue.
Lawson miró lascivamente a Gusano, frotando la pelvis contra su espalda.
– ¡Y luego te haré chillar como un cerdo, chaval!
Gusano aulló indignado y Baker se interpuso entre ambos.
– ¡Deja en paz al chico, maldita sea!
– ¡Jua! ¡Cuando el coronel haya terminado con vosotros, desearás que nos lo hubiésemos quedado!
Baker, rabioso, cerró tan fuerte los puños que se clavó las uñas en las palmas. Blumenthal le dio un empujón. Mientras el soldado se los llevaba, Baker se quedó mirando a Lawson a los ojos hasta que éste apartó la mirada y empezó a quitarle las ataduras a Gusano.
El centro de confinamiento era un cine viejo de una sola pantalla, de aquellos que quedaron obsoletos con la llegada de las multisalas. Varios guardas armados hasta los dientes patrullaban las aceras que lo rodeaban, e incluso había vigilancia en el tejado. En el recibidor había varios más, observando con indiferencia a quienes se acercaban.
Blumenthal se dirigió hacia la cabina de entradas y habló con el soldado que la ocupaba.
– Aquí tienes a dos novatos, Lapine. El sargento Ford quiere que los separes del resto.
– ¿Y cómo coño quieres que lo haga? -se quejó el hombre-. Apenas tenemos espacio para los ciudadanos que ya hay dentro, ¿y ahora quieres que encuentre una habitación separada para estos dos mierdas?
– Yo sólo te transmito lo que me han dicho; cómo hacerlo es cosa tuya.
– Bueno, podemos instalarlos en el balcón. -Después miró a Baker-. ¿A qué te dedicabas antes del alzamiento, gilipollas?
– Soy científico -respondió Baker, mordiéndose la lengua para no decir «y soy uno de los que ha provocado todo esto».
– Un científico, ¿eh? -dijo Lapine en torno burlón-. Bueno, supongo que puedes recoger basura o mover sacos de arena como todos los demás.
– Estos dos no -le informó Lawson-. Todavía no, al menos. El coronel quiere verlos.
– Ohhh -volvió a burlarse Lapine-, ¿vamos a acoger a un par de dignatarios? Pues nada, habrá que buscarles un sitio bien seguro.
Salió de detrás del cristal e indicó a dos soldados que relevasen a Blumenthal y Lawson. Después los guió a través de unas puertas dobles y un tramo de escaleras hasta una puerta cerrada con cadenas y candados.
Uno de los guardias les apuntó con el M-16; Lapine se sacó un manojo de llaves del bolsillo y abrió los cerrojos. Después, fueron escoltados al interior.
– Casi todos los ciudadanos duermen abajo -comentó, como si fuese un guía turístico-, pero vosotros dormiréis aquí, en el balcón.
Tenía cuatro asientos reclinables tapizados en rojo cubiertos de moho y poco más. Debajo se extendía la sala de cine: la mayoría de las sillas habían sido arrancadas de cuajo y arrojadas a las esquinas, reemplazadas por colchones mohosos y montones de paja. Todavía se conservaba la pantalla, pero estaba cubierta de grafitis y tenía varios agujeros.
Baker se fijó en que de la ventana de la cabina de proyección asomaba una ametralladora de calibre cincuenta. También se dio cuenta de que se habían soldado dos planchas de metal a las salidas de emergencia que había al fondo de la sala, una a cada lado de la pantalla.
El pasillo central estaba lleno de pequeños pedazos de cristal, visibles incluso en la oscuridad. Baker miró hacia arriba y vio una cadena de bronce colgando del techo.
– Ahí había una lámpara de araña -dijo Lapine como si tal cosa-. Era preciosa, toda de cristal. Los ciudadanos la tiraron y usaron el cristal para rajar a algunos compañeros. No llegaron muy lejos, pero perdimos a algunos buenos hombres. Cogimos a los instigadores y los crucificamos a ambos lados de la carretera. Seguramente los habrás visto de camino aquí.
Baker asintió de mala gana.
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