Brian Keene - El Alzamiento

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Nada permanece muerto mucho tiempo. Los muertos están volviendo a la vida, inteligentes, decididos… y hambrientos. Huir parece imposible para Jim Thurmond, uno de los pocos supervivientes de este mundo de pesadilla. Pero el joven hijo de Jim también está vivo y en peligro a cientos de miles de kilómetros. Pese a las terribles adversidades, Jim jura que lo encontrará… o morirá en el intento.
Junto a un anciano sacerdote, un científico devorado por la culpa y una ex prostituta, Jim se embarca en un viaje a través del país. Juntos se enfrentarán a los vivos y a los muertos vivientes… y al aún más terrible mal que los aguarda al final de su viaje.
Novela ganadora del Premio Bram Stoker.

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Dejando la hacienda de los Clendenan y sus tumbas detrás, avanzaron a través del bosque en dirección a la interestatal. Por el camino se encontraron con varios zombis, pero no les supusieron ningún problema.

El predicador y el obrero estaban empezando a convertirse en expertos tiradores.

– La práctica lleva a la perfección -bromeó Martin.

Jim no dijo nada. Martin había notado un cambio en el comportamiento de su compañero tras el suicidio de Jason. Se había vuelto callado, taciturno. Ensimismado.

Tuvieron que caminar hasta el cruce de la interestatal 64 con la 81 para encontrar un medio de transporte, lo que les llevó un día entero. Eso hizo que Jim se recluyese aún más en sí mismo.

Cuando por fin encontraron un vehículo con las llaves puestas -un Buick viejo y gris-, condujeron de noche. Jim optó por no encender los faros, argumentando que serían un reclamo para cualquier criatura que rondase en la oscuridad. Martin accedió a regañadientes. Por suerte, los carriles de la interestatal eran amplios, estaban bastante despejados y no tenían tráfico.

Jim se negó a parar y descansar el resto de la noche. Martin se quedó dormido en el asiento del copiloto después de que Jim le asegurase reiteradamente que le despertaría en cuanto empezase a sentirse cansado.

El aire en el interior del coche estaba cargado, así que Jim bajó la ventanilla y dejó que la brisa fresca le acariciase el pelo. La noche estaba en calma. No había camiones ni coches circulando por el carril contrario. No había señales de tráfico ni carteles de restaurantes iluminando la autopista. No se oían insectos, bocinas, radios o aviones.

Era un silencio mortecino.

Martin se revolvió a su lado.

– Vuelve a dormir -le dijo Jim en voz baja-. Tienes que descansar.

– No, estoy bien. -Se estiró y bostezó-. ¿Por qué no me dejas conducir un rato y así descasan un poco?

– Estoy bien, Martin. Para serte sincero, ahora preferiría conducir, así mantengo la mente ocupada.

– Jim, sé que las cosas no pintan bien, pero tienes que confiar en el Señor.

Jim gruñó.

– Martin, eres mi amigo y te respeto, pero después de todo lo que hemos visto, no sé si sigo creyendo en Dios.

Martin ni se inmutó.

– De acuerdo. No tienes que creer en Dios, Jim. Pero recuerda que él sí cree en ti.

Jim negó con la cabeza y el anciano insistió mientras reía en voz baja.

– Hemos llegado hasta aquí, ¿no? No sé tú, pero yo creo que las cosas nos están yendo bien. A estas alturas deberíamos estar muertos, Jim, pero no lo estamos. Me parece que nos ha estado ayudando hasta ahora.

– Pues a mí me parece que nos está poniendo una zancadilla tras otra.

– No, eso no es cosa suya. Dios ayuda a quienes se ayudan a sí mismos, ¿recuerdas? Nos está ayudando a seguir adelante.

– ¿Como ayudó a Delmas y a Jason? ¿Como ayudó a mi mujer y a mi hija? Si así es como nos ayuda Dios, no te ofendas, Martin, ¡pero se puede ir a tomar por culo!

Martin permaneció un momento en silencio.

– ¿Sabes? -le dijo-, he oído a mucha gente joven hacer bromas sobre el infierno sin tener ni idea de lo que estaban diciendo. «No me importa ir al infierno: toda la gente guay estará ahí, va a ser un fiestorro.» Y cuando les oía decir aquello, una parte de mí quería reír y otra parte quería llorar. Jesús describió el infierno como un fuego eterno en el que sólo se oía el rechinar de dientes. Es un lugar muy real, y es cualquier cosa menos una fiesta.

– ¿Y?

– Lo que quiero decir es que no puedes decir lo primero que se te pase por la cabeza acerca de Dios, Jim. Es un dios de amor, pero también es el dios vengativo del Antiguo Testamento.

– Me parece que tiene un problema de doble personalidad.

Martin se rindió, consciente de que no serviría de nada seguir discutiendo. El corazón de su compañero estaba lleno de resentimiento. Era muy difícil hablar de fe a aquellos que ya no tenían nada.

Martin cerró los ojos y fingió que volvía a dormir mientras rezaba en silencio una plegaria por la fe de Jim… y por la suya propia.

* * *

El cansancio obligó a Jim a dejar que Martin condujera. Justo antes del amanecer, el indicador del depósito se acercó a cero y Martin despertó a su compañero.

– Tenemos que encontrar otro coche cuanto antes.

– Puedo conseguir más con un sifón, si fuese necesario -dijo Jim-. Solía hacerlo en el instituto.

Pararon cerca de Verona para registrar unos establos cercanos a la autopista. Tomaron la salida y condujeron por un camino sucio de un solo carril.

Antes de llegar al final del trayecto, oyeron unos gritos horribles, una cacofonía de berridos. Procedía de los establos.

– ¿Vacas? -preguntó Martin, confundido.

– Eso creo -afirmó Jim-, pero no suenan como si estuviesen vivas.

Un tractor John Deere, un enorme vagón, una minifurgoneta con señales de minusválidos y un viejo y roñoso camión descansaban en las cercanías.

– Podríamos sacar gasolina de éstos.

Salieron del Buick y echaron un vistazo a los alrededores en busca de alguna señal de los muertos vivientes. Satisfechos al ver que estaba todo despejado, escucharon los lamentos, que los reclamaban como cantos de sirena. Caminaron hacia los establos.

El hedor les golpeó antes de abrir la puerta, provocándole arcadas a Martin. Con el arma lista, Jim empujó la puerta para que se abriese sola. Las bisagras profirieron un sonoro crujido.

Las vacas estaban alineadas en sus compartimentos dispuestos en filas. Las distintas causas de muerte eran evidentes: a algunas, al no haber sido ordeñadas por el granjero, les explotaron sus abotagadas ubres, y otras murieron de hambre. Todas ellas estaban prisioneras, pudriéndose en el interior de sus celdas, con los insectos rondando sus pellejos y hurgando en su carne, rodeadas de moscas cuyo zumbido casi silenciaba sus incesantes gritos.

Martin tosió y se tapó la nariz con el dorso de la mano. Asqueado, salió de los establos y vomitó sobre unas hierbas altas.

Jim caminó lentamente por el recinto, disparando a cada una de las vacas metódicamente, deteniéndose sólo para recargar. Cuando terminó, salió al exterior. Le pitaban los oídos y el humo del arma le había irritado los ojos, que estaban completamente rojos.

– Vamos a echar un vistazo a la casa, a ver si tienen las llaves del camión o la furgoneta.

– Creo que lo mejor sería sacar la gasolina y marcharnos -dijo Martin mientras se limpiaba la bilis de los labios; pero Jim ya se había marchado.

Se acercaron a la puerta de entrada, con sus botas resonando en los peldaños de madera. A un lado del porche había una rampa para sillas de ruedas. Martin se acordó de las pegatinas de minusválidos que había visto en la minifurgoneta.

Jim agarró el pomo y comprobó que la puerta estaba abierta. Ésta se abrió con un crujido y se adentraron en la casa. Jim movió el interruptor de la luz, pero no sirvió para nada.

– Aquí tampoco hay corriente.

Se encontraron con un salón ordenado y recogido. Una capa de polvo cubría los muebles y los tapetes, pero, aparte de eso, la casa estaba impoluta. A la derecha había un pasillo que llevaba a la cocina, y a la izquierda, un umbral cubierto por unas cortinas blancas de lazo. Unas escaleras conducían al segundo piso y a su lado había instalada una plataforma de ascenso detenida a mitad de camino. Martin supuso que se habría quedado atascada ahí cuando se cortó la corriente.

– ¡Yúju! -gritó Jim-. ¿Hay alguien en casa?

– ¡Calla! -le susurró Martin-. ¿Qué mosca te ha picado?

Jim ignoró su protesta.

– ¡Venga, salid! ¡Tenemos algo para vosotros!

El silencio fue su única respuesta, así que Jim empezó a buscar un juego de llaves por las estanterías y las mesas.

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