Ramsey Campbell - Turno de noche

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Los ordenadores de la librería donde trabaja Woody no funcionan correctamente, aparecen errores en los catálogos y los pedidos desaparecen sin dejar rastro. La muerte por atropello de un empleado marca el inicio de la debacle: un dependiente acusa a otro de acoso sexual; otro pierde la habilidad de leer; los monitores de seguridad muestran cosas que se arrastran entre las estanterías y desaparecen antes de que nadie pueda encontrarlas…
Los húmedos y silenciosos seres que han estado merodeando en el sótano pueden ser lentos, pero son inexorables. Esta librería no es un refugio. Es la puerta hacia un infierno como no hay otro igual.
Ramsey Campbell es el maestro de la novela psicológica, por encima de Stephen King, y su talento para transmitir lo más enrevesado de la mente humana no tiene parangón en la narrativa moderna. Sus novelas han sido adaptadas a la gran pantalla en dos ocasiones: Los sin nombre de Jaume Balagueró y El segundo nombre de Francisco Plaza.

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– Señoras -murmura Ray-. ¿Podemos intentar seguir adelante? No queremos que nadie piense que nosotros los de Manchester no nos movemos al mismo son.

No hay duda de que lo que tiene en mente no es otra cosa distinta a cánticos de fútbol. Las arrugas en la frente de Lorraine evidencian cuánto odia ser asociada con el fútbol y con Manchester, algo que divertiría a Mad si el siguiente paso no fuera hacer la pregunta lógica.

– ¿Entonces qué hacías en mi sección?

– Estaba buscando un carro, como ya sabes. ¿Has terminado con este ya?

– Echa una vistazo en el montacargas a ver si hay alguno.

– ¿Todo arreglado entonces? -dice Ray esperanzado-. Supongo que antes se te pasaron esos libros, Mad. Solo te llevará un momento arreglarlo, ¿no?

Realmente le lleva bastante rato, pues resultan ser de otra estantería. Antes de terminar de cambiarlos, comienza a sentir los dedos pegajosos, aunque no encuentra una explicación para ello. Lorraine se aleja a paso lento del montacargas, pero Ray se encarga del último libro descolocado.

– Sigue colocando libros en las estanterías hasta que acabes del todo -dice-. Estoy seguro de que eso es lo que quiere el jefe.

Apreciaría la propuesta si no la hiciera sentirse culpable por el trabajo acumulado pendiente. Coloca el contenido del carro en orden y va colocando los libros delante de las estanterías donde pertenecen. Luego, regresa con el carro al pasillo y se desafía a sí misma a colocar cada libro en su lugar correspondiente antes de que cierre la tienda. Hay tan pocos clientes esta noche que pronto todos los empleados (Ray, Lorraine y Greg, rechoncho y de rubia barba) acaban participando en el proceso de colocado de libros y ya no se siente diferente. También ayuda el hecho de que Woody se haya ido a casa. En menos de treinta minutos ha mandado un carro vacío de vuelta hacia arriba y lo ha bajado al poco rato, cargado hasta los topes con los libros que quedaban en el almacén.

Mad balancea su peso de un pie a otro para espantar el frío del pasillo de Pedidos, y entonces oye varios golpes sordos provenientes de detrás de la puerta de metal. No puede evitar pensar en un mono intentando escapar de su jaula, por lo que las palabras del montacargas («puerta cerrándose») suenan como una advertencia. Desearía no estar sola en el pasillo, o al menos eso piensa hasta que la puerta se abre. Debió de cargar el carro más de la cuenta, pues se han caído media docena de libros al suelo. Abre las puertas del montacargas, empujándolas con el carro, y recoge los libros. Alguien ha dejado huellas de barro en el interior de la cabina. Tiene que limpiarse las manos al volver a coger el carro, y con el mismo pañuelo intenta borrar una marca en un libro escolar de historia. La mancha consiste en algo parecido a una huella dactilar gigante con arrugas en lugar de espirales. Aparte de eso, ninguno de los libros ha sufrido daño alguno. El montacargas se cierra a su espalda justo cuando se dirige a todo correr de vuelta hacia la planta de la tienda con el carro, para acto seguido comenzar a organizar su contenido.

Amontona libros en la moqueta verde y les va buscando espacio en los estantes. En esas continúa durante una hora; si pensara en ello se sorprendería de lo satisfactoria que es la tarea, pero el hecho de tratarse de un proceso cuadriculado es parte del encanto, y algo extraño tratándose de libros. Lo que importa es estar a la altura de su propio desafío, y solo le quedan unos pocos volúmenes que archivar cuando Ray coge el interfono para transmitir un aviso por los altavoces:

– Textos cerrará en diez minutos. Por favor, acerquen sus compras al mostrador.

Dos chicas cogen tres novelas románticas cada una, y un par de hombres, calvos por decisión propia, dejan los libros que estaban hojeando en los sillones. Apenas ha anunciado Connie que quedan cinco minutos para el cierre, Mad coloca el último libro en su sitio, permitiendo que se le escape un suspiro de triunfo. Está preparada para ayudar a repasar la tienda mientras Ray hace guardia a la salida. Se siente absurda por comprobar su propia sección dos veces, mirando por todas partes, como si esperara encontrar a alguien desordenando los estantes inferiores. Por supuesto que no hay nadie agachado en una esquina o arrastrándose por el suelo. Ella es la última en decir «despejado», y se siente más tonta todavía al hacerlo.

Ray teclea el código para cerrar las puertas, al tiempo que Connie usa el sistema de altavoces para decir:

– A limpiar. -Lo exclama a modo de invitación. Carga un carro con las bandejas de cartón de las cajas para llevarlas a la oficina, y Ray se acerca a Mad.

– ¿Queda algo por hacer? -pregunta.

– Solo el resto de la tienda -le asegura con orgullo.

Hay varios libros perdidos desperdigados por la sala. El calvo del sillón estaba ojeando una colección de cómics sobre un pene parlante; sin duda sus gruñidos se debían a la risa. Tres películas de terror, protagonizadas por insectos gigantes, han salido de sus crisálidas de plástico y se han colado en la sección de Ciencia. A Mad le supone algún tiempo localizar sus estuches. Una vez que los libros de los estantes de novedades ya han sido devueltos a su redil, la gran masa de ejemplares ha de ser ordenada. Mad desearía no seguir sintiendo la necesidad de echar un vistazo a los suyos a cada rato. Ha perdido la cuenta de las veces que lo ha hecho cuando Lorraine dice:

– ¿No deberíamos haber acabado ya?

– Vaya, tiene razón -dice Ray-. Han dado las once.

Mad consulta el fino reloj de oro que le compraron sus padres por su veintiún cumpleaños, el año pasado.

– No pasa nada por unos pocos minutos más, si la tienda los necesita -comenta Greg.

– Te diré algo, Gregory -dice Lorraine-. Si quieres te regalo mis minutos y tú sigues trabajando.

Ray blande su tarjeta de identificación en el lector junto a la puerta de la sala de empleados. Ray se echa a un lado para dejar a Mad y Lorraine fichar primero.

– Lo siento, se me olvidó avisar de la hora. El ordenador no parece querer dejarme introducir las cifras -declara Connie desde su oficina.

Posiblemente Ray se mosquea un poco ante la afirmación implícita de que mandar a los empleados a casa sea meramente una de las funciones de su trabajo.

– Espero que lo arreglemos -le dice, y precede a los demás hasta la salida-. Conducid con cuidado -aconseja a sus compañeros antes de dejarlos salir, pues hay una gran cortina de niebla a doscientos metros de la tienda, en Fenny Meadows.

El desierto de asfalto, adornado solo con los delgados rectángulos pintados bajo la gigantesca equis de «Textos», brilla ligeramente, como si estuviera embarrado. La superficie exterior de los escaparates se está tornando del color gris del hielo. El aire está cargado con el espeso y lechoso resplandor de los focos. Las luces más alejadas tienen un aspecto más difuminado; las del exterior de Stack o' Steak y Frugo podrían ser lunas atadas con una cuerda invisible al pavimento, la clase de luna borrosa que a Mad le parece un huevo gigante a punto de eclosionar y soltar una horda de arañas. Se da prisa, temblando de frío y caminando detrás de Lorraine para dar la vuelta al edificio y llegar al aparcamiento de empleados del complejo.

Allí está su pequeño Mazda verde, blanqueado por el foco sobre la equis de «Textos». Las sombras provocan que los cinco coches parezcan estar sobre o junto a charcos que han surgido de debajo del cemento. Lorraine se sube a su Shogun antes incluso de que Mad haya abierto la puerta de su vehículo. Greg está esperando dentro de su Austin, y aprieta el claxon como si les diera a sus colegas permiso para irse. Mad deja tiempo al motor para que se caliente y no se cale. Una mancha de luz repta por la pared y parece desaparecer en el cemento; es el reflejo de los faros de Lorraine alejándose.

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