Ramsey Campbell - La historia secreta

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Escritor y editor británico nacido en Merseyside, Liverpool, el 4 de enero de 1946. Es considerado uno de los mayores exponentes del género de terror del siglo XX. Sus primeras historias, aunque situadas en lugares hipotéticos de Gran Bretaña (a instancias de su editor) y no en Estados Unidos, eran claramente lovecraftianas, tendencia que fue abandonando en posteriores relatos y novelas. Dentro del terror ha publicado tanto novelas y cuentos “realistas” como otros en los que aparecen elementos fantásticos en la trama, todo ello con un estilo muy particular y cuidado que le ha hecho merecedor de buenas críticas. Campbell también ha destacado como editor de antologías de terror, y colabora con la BBC en programas de crítica de cine. La obra de Campbell, tanto corta como en formato largo, ha sido galardonada en múltiples ocasiones, siendo uno de los autores del género con más premios en su haber.

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El sendero conducía hasta un espacio abierto donde una hierba color marrón exhibía unas placas de arenisca sombreadas por un liquen gris. Se percató de unas agujas hipodérmicas que brillaban en la sombra de un arbusto carbonizado. Los mosquitos zumbaban como un coro de taladros de dentista y una lejana voz, distorsionada por la distancia, se dirigió a él:

– ¿Qué es lo que te sucede ahora, Smith? ¿Aún te sientes demasiado débil para continuar o te crees mejor que tus compañeros?

– Tenía asma, pero ya no.

Dudley se vio forzado a contestar aunque había oído la voz pero no las palabras. Debía de ser el día del deporte en su vieja escuela en Birkenhead. La voz de los altavoces pertenecía al señor Brink, el profesor de deporte.

– El señor Brink y su asqueroso mal olor -gritó Dudley acordándose de la peste a sudor y suelas de zapato que había en el gimnasio.

Parecía que aquella voz le contestaba en la cabeza.

– Sigues garabateando ¿no, Smith? ¿Crees que sentarte a inventar historias es más sano que ir al gimnasio o al campo?

– El señor Fender me dijo que sabía escribir. Quizá usted lo volvió en mi contra, quizá le dijo que me dijera qué era sobre lo que tenía que escribir -dijo Dudley intentando controlarse-. De todas formas, no estoy aquí para hablar con usted. La primera cosa que maté debió ser aquella oruga que me tragué.

Casi veinte años después, aquel recuerdo fue tan rápido como un rayo de sol. Recordó aquel objeto que se retorcía dentro de su boca; el roce de sus muchas patitas en su garganta; su esfuerzo por no toser incluso cuando sentía que intentaba darse la vuelta y trepar hacia arriba hasta que se la tragó de golpe; la lucha para no morir en su estómago, donde estaba seguro de que se había ablandado más antes de que las sensaciones se debilitaran y un sabor amargo le llegara a la boca. Colette lo miraba con sorpresa y admiración.

– ¿Por qué hizo eso? -dijo.

– Se suponía que mi primo Bert también tenía que hacerlo, pero en vez de eso se puso a vomitar. Solíamos retarnos con cosas así y esa fue una de mis ideas. Él había matado tantas cosas como yo cuando terminamos con aquello. Cuando creció un poco ayudaba a los perros a perseguir a las liebres en Altear.

– ¿Usted también ayudaba?

– Mis padres no me dejaban ir.

Un atisbo de queja cogió por sorpresa a Dudley cuando se acordó de que nunca había presenciado la caza de la liebre, que nunca había visto a dos perros coger el mismo animal (cosa que a Bert le había encantado contarle), y nunca había destripado una para oír cómo chillaba una bolsa llena de carne y sangre.

– Sin embargo, he matado muchas ranas. Docenas y docenas.

– ¿Cómo solía cazarlas?

– Se mantienen unidas, como las personas.

Al recordar y darse cuenta de aquello, sintió un mal sabor de boca. Había observado detenidamente con repugnante fascinación cómo sacudían las patas, como si fuesen demasiado débiles para saltar, entonces pisaba a unas pocas antes de coger el palo. Cuando había elegido a la más grande y pesada para apuñalarla, temía que las ranas se escaparan a la charca, pero la hierba que la rodeaba estaba plagada de ellas. Seguían sacudiendo las patas incluso después de haber golpeado sus cuerpecitos; le llevó años comprender que podía ser que los machos fuesen incapaces de dejar de babear en las grietas donde se quedaban atrapados. ¿Cómo podía algo tan viscoso hacer un esfuerzo tan grande por adherirse? Aunque oyera a su madre llamarlo, continuaba con su misión en la charca hasta que veía que no se movía nada. Entonces, lanzaba el palo al agua y regresaba junto a sus padres al picnic.

– Parecía que no se daban cuenta de que las mataba. Debían de ser juguetes rotos. No creo que las cosas puedan sentir -dijo.

Deseó haber estado hablando con una periodista de verdad. No podía dejar que el móvil lo interrumpiera, como si esa fuese la razón de que lo hubiese apagado.

Si la entrevistadora y el fotógrafo se hubiesen molestado en aparecer, tendrían que esperar. Entonces se preguntó si le pedirían a su madre que les enseñara que más había escrito. Quizá vieran las historias que había en su escritorio; quizá las leyeran.

Silbó entre dientes y corrió hacia su casa. Las moscas tropezaban con su cabeza como bultitos inertes mientras se le llenaba la boca de un sabor agrio y ardiente. No había ningún coche aparcado en la puerta. Tomó algunas bocanadas irregulares, demasiado calientes para inhalar, mientras andaba por la calle. Cuando llegó a la puerta no pudo pensar en otra cosa que no fuese un vaso de agua. Abrió la puerta de par en par para recordarle a su madre que había llegado a tiempo para la gente de la revista, pero solo vio a un hombre corpulento y a una mujer joven, la mitad de grande, mirándolo en el recibidor.

– ¿Dudley Smith? -dijo la joven-. Espero que no le importe, pero su madre nos ha enseñado sus secretos.

A Kathy le costó trabajo girarse hacia él. La joven se puso de pie como para demostrar lo menuda y taimada que era.

– ¿Cuáles…? -comenzó a preguntar Dudley cuando vio el montón de papeles que había sobre la mesa.

La expresión de su cara y sus palabras cambiaron de forma.

– ¿De dónde ha sacado eso?

– Su madre nos las trajo -declaró el hombre-. Dijo que Patricia podía echarles un vistazo.

– Sentimos haber llegado tarde -dijo Patricia-. Nos pasamos de estación en el tren.

Lo único que aquella furia nerviosa le dejó decir a Dudley fue:

– Quiero beber algo.

– Entonces, será mejor que se llene un vaso -se permitió decir el fotógrafo.

– Yo puedo hacerlo, Tom -dijo Kathy, haciéndolo.

– Quizá pueda, pero no debería. Aunque solo es mi opinión, claro.

Dudley lo ignoró y observó cómo Kathy le servía la limonada. Se apoyó contra el frigorífico mientras sorbía un trago y otro más, hasta sentirse lo suficientemente refrescado para hablar.

– ¿Qué ha leído?

– Menos de lo que me habría gustado -dijo Patricia-. No he tenido demasiado tiempo, pero sí el suficiente para pensar que quizá queramos quedarnos más de una.

– Patricia votó por tu historia -dijo Kathy mirándolo con gesto de súplica.

Dudley puso bocabajo los manuscritos y se sentó enfrente de la periodista.

– De acuerdo, no me importa que me haga ahora la entrevista.

Tom hizo un sonido sin pronunciar palabra, cosa que Patricia ignoró.

– ¿Le importa si la grabo? -le preguntó a Dudley.

– A mí no me habría importado -dijo Kathy.

El comentario con el que Patricia lo había saludado ya le había dado qué pensar.

– ¿Qué es lo que les has dicho?

– Que no se cree lo que ha conseguido -dijo Patricia.

Siguió con la mirada clavada en su madre.

– ¿Eso es todo?

– Es su entrevista, Dudley. Usted debe ser quien hable.

– Adelante, Patricia. Pregúnteme.

Apretó dos botones de la grabadora de una sola pulsación.

– ¿Qué fue lo que le hizo comenzar a escribir?

– Mi padre.

Pensó que era la respuesta más segura.

– Escribía poemas -dijo-. Yo solía leerlos, al igual que los de muchos poetas locales. Aún los escribe; vi un cartel suyo hace unas semanas.

– Podías haber ido a escucharlos si hubieses querido -dijo Kathy-. No me habría importado.

– ¿Cómo se llama? -preguntó Patricia, aguardando un poco.

– Monty Smith -contestó Kathy enseguida.

– Solía leerme muchísimo. Aquello tuvo que ser lo que me animó a escribir.

– ¿Solo su padre?

– Esta, también.

– Así no es como se llama a una madre -protestó Tom-. «Esta».

– No, yo la llamo Kathy cuando me dirijo a ella.

– Ella también le ha ayudado, creo -intervino Patricia.

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