Tuvo la esperanza de que a Dudley se le hubieran olvidado las llaves. Tuvo que poner una sonrisa menos llena de reproche cuando vio a dos personas en el camino: un hombre calvo, de cuerpo ovalado y con la cara roja, de su misma edad y con una chaqueta ligera de punto color beis colocada sobre la bolsa de su cámara, colgada al cuello y una pequeña y esbelta mujer de la edad de Dudley o quizá más joven. Tenía el cabello muy corto, pelirrojo y brillante, una cara compacta y amistosa a primera vista y llevaba un traje ligero de color gris claro que le llegaba casi a las rodillas y una blusa blanca con un broche plateado en la garganta.
– Sentimos muchísimo haber llegado tarde -dijo la mujer-. Nos bajamos en la estación equivocada, pensamos que era la de Bidston. Soy Patricia, este es Tom.
– Kathy. Mi hijo pensó que se habrían echado atrás.
Kathy esperó un momento antes de añadir:
– Entren; voy a llamarlo.
Los llevó hasta la habitación delantera y levantó el teléfono de la alta y pequeña mesa de pino. Sonaron media docena de tonos antes de escuchar su voz, pero lo único que oyó fue: «Dudley Smith, ahora no puedo hablar. Déjame tu mensaje».
– Dudley, están aquí. Date prisa en escuchar esto y regresa.
La periodista y el fotógrafo se sentaron en el sofá de mimbre con sendos crujidos que sonaron a interrogación.
– Estoy segura de que no tardará -dijo Kathy-. ¿Quieren beber algo?
– Me encantaría -dijo Tom.
– Sería maravilloso, gracias -dijo Patricia.
¿Tenía un tono demasiado profesionalmente amable o intentaba ser agradable? Kathy los condujo por el recibidor y se sintió desgarbada y huesuda en comparación con Patricia. Tom se quedó atrás con la nariz pegada a unas fotografías del Liverpool de los años sesenta.
– ¿Dónde las han comprado? Espero que no pagaran mucho por ellas.
– Yo misma las tomé. Cuando pensaba que era creativa -dijo Kathy-. ¿Qué les apetece beber?
– Lo más frío que tenga.
– Lo mismo para mí -dijo Patricia-. Y gracias.
Kathy puso una botella de limonada y tres vasos sobre la mesa.
– Mientras esperamos, háblenme de su revista.
– Yo no estoy en plantilla -dijo Tom-. Voy donde me dicen.
»A Walt, el dueño de la revista, le gusta darle un respiro a la gente, por eso llevamos a cabo el concurso.
Mientras Kathy llenaba el vaso, Patricia dijo:
– ¿Sabe usted si su hijo envió esa historia a algún sitio antes que a nosotros?
– No la envió a ninguna parte en ningún momento.
– Excepto a nosotros, obviamente.
– Ni siquiera a ustedes.
Kathy pensó que ya no aguantaba más y además, ¿no se merecía un poco de crédito?
– A veces es demasiado tímido para hacer ciertas cosas -dijo-. Yo la envíe en su lugar.
– Igual que cuando tu madre te consiguió el trabajo, Patricia.
Después de darle un sorbo a su bebida, Patricia le dijo a Kathy:
– Pero su hijo lo sabía, ¿no?
– No. No creo que sepa lo bueno que es.
– Utilizaremos lo que usted nos diga, si le parece bien. ¿Hay algo más que puede que él no diga y que usted piense que debamos saber?
Kathy pensó que aquella pregunta era demasiado astuta, pero contestó:
– Es solo una de sus historias. Hay más de una docena en el piso de arriba.
– ¿Las ha leído todas? ¿Eligió usted cuál era la mejor?
– Una de las mejores, pero únicamente soy su madre. Quizá alguien más cualificado debiera echarles un vistazo.
– Me gustaría mucho.
– Si me esperan aquí, iré a buscarlas.
– ¿Usted escribe?
– Solía hacerlo, pero nada que mereciera la pena guardar. Bueno, guardé una historia que escribí sobre Dudley.
– Me encantaría verla si la tiene a mano.
– Espero que pueda ser así.
Kathy subió las escaleras a toda prisa con mucho más entusiasmo del que había estado experimentando. Detrás de su innecesaria cama de matrimonio, corrió la puerta amarillo intenso del armario nórdico y buscó entre los vestidos. Sacó el libro de ejercicios haciendo sonar las perchas y susurrar a la tela y se dio cuenta de que bajo su vestido rojo descolorido había un cadáver de polilla. Cogió el insecto con los dedos índice y pulgar y le quitó todo el suave polvo a medida que iba hacia la habitación de Dudley.
Estaba mucho más desordenada que la última vez que la vio, aunque todo era para retarla y que admitiera que se había atrevido a entrar. Los manuscritos estaban apilados al lado del ordenador sobre el escritorio y no tardó mucho en darse cuenta de que eran las historias de Dudley. Ya que no se molestaba en esconderlas, ¿acaso no tenía la intención de que alguien las leyera? Cerró bien la puerta y casi tropezó con el borde de un escalón con las prisas por reunirse con la periodista.
– No lea la mía ahora -dijo-. Guárdela para cuando tenga tiempo.
– Prefiere que lea las de su hijo primero, entiendo.
Quizá se dio cuenta de que Kathy no quería que leyera la suya con ella delante. A Dudley le gustaba que se la leyera cuando era pequeño pero se refugiaba en su habitación para evitar escuchar la versión extendida de las celebraciones de sus años de adolescencia. Monty la había tachado de demasiado maternal, incluso la parte que más le solía gustar a Dudley. Cuando Patricia metió el libro en su bolso de escamas plateadas y comenzó a pasar las hojas de los manuscritos, Kathy preguntó:
– ¿Ha leído la historia con la que ganó?
– No leo nada de ficción. Es solo otra forma de mentira. A mí me van más las revistas de fotografía.
– ¿Usted la ha leído, Patricia?
– Voté por ella.
En ese momento comenzó a gustarle a Kathy.
– ¿Todas estas historias tienen lugar en los alrededores del Mersey? -preguntó Patricia.
– Creo que sí.
– Creo que alguna puede que guste -dijo Patricia.
Pero la siguiente pregunta vino acompañada de una ligera mueca.
– ¿Son todas sobre el mismo asesino?
– Eso es lo que yo entendí. Me gusta la forma que tiene de meterse en las chicas.
Se refería a las historias. El fotógrafo lanzó un resoplido de sorpresa, no de desaprobación, como si hubiese entendido otra cosa. Estaba a punto de retomar el comentario que había hecho cuando Patricia perdió el interés en ella y miró hacia el recibidor, tras oír el sonido de una llave en la cerradura. El peso de Kathy aplastaba la silla contra el suelo. Intentaba girarse cuando escuchó que la puerta de la entrada se había abierto.
– ¿Dudley Smith? -dijo Patricia poniéndose de pie-. Espero que no le importe, pero su madre nos ha enseñado sus secretos.
A medida que Dudley subía por la ladera, sentía cómo las criaturas revoloteaban entre la maleza. Quizá ellas habían sentido su confusa ira. Pensó en una de las preguntas que la entrevistadora le podría haber hecho si se hubiese dignado a aparecer: Señor Smith, ¿qué fue lo primero que usted mató? Tenía que tener una cara así como la que le puso la regordeta y bronceada de Colette y su oficina como emplazamiento para la entrevista. Parecía tan sorprendida como la señora Wimbourne y los demás de la editorial; Lionel se había quitado el auricular para escuchar e incluso Morris había dedicado parte de su descanso a estar presente. La entrevistadora debía preguntarle: ¿Cómo espera que se desarrolle su carrera?, y la respuesta debería ser que Dudley se sentía capaz de escribir un éxito de ventas. La chica de la revista tendría que haberle hecho su primera entrevista en vez de haberlo dejado plantado.
Entre los árboles que entorpecían el curvado camino y cuyas ramas le llegaban a la altura de la cara, había helechos muy crecidos y matorrales de aulagas de color dorado. Una ramita chasqueó al igual que unos dedos bajo sus pies y soltó una risilla antes de gruñirle a una zarza espinosa a la cual le había dado un codazo. La luz del sol le dio de lleno con un zumbido eléctrico de insectos y sintió como si le enfocaran con una lámpara. Alguien de la revista debería de haberse dado ya cuenta de si Los trenes nocturnos no te llevan a casa iba a causarle algún problema.
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