Entonces comprendí por su sonrisa y su voz que Cruz había estado bebiendo un poco antes de mi llegada. Miré a Socorro y ésta asintió, diciéndome:
– Sí, el viejo borracho lleva bebiendo desde que ha vuelto del trabajo. Quiere celebrar la última cena de soltero de Bumper, dice.
– No te enfades con él -le contesté yo, sonriendo-. No suele emborracharse con mucha frecuencia.
– ¿Quién está borracho? -preguntó Cruz, indignado.
– Vas por este camino, pendejo -le dijo Socorro, y Cruz farfulló algo en español y yo me reí y me terminé la cerveza.
– Si no hubiera sido por esta puta , Bumper sería un capitán ahora.
– Claro -contesté yo dirigiéndome al refrigerador y sacando otras dos cervezas para Cruz y para mí-. ¿Quieres una, Sukie?
– No, gracias -repuso Socorro, y Cruz eructó un par de veces.
– Creo que voy a salir a ver a los niños -dije, y entonces recordé los regalos que tenía en el coche y que había comprado el lunes tras invitarme Cruz a cenar.
– Hola, pillastres -dije al salir, y Nacho gritó «Buuuuuumper» deslizándose hacia mí colgado de una cuerda atada a una de las ramas de un gran roble que cubría casi todo el patio.
– Has crecido tanto como para comer heno y tirar de un carro, Nacho -le dije.
Cuatro de ellos corrieron hacia mí parloteando animadamente y con los ojos brillantes porque sabían muy bien que nunca venía a cenar sin traerles algo.
– ¿Dónde está Dolores? -pregunté.
Ahora era mi preferida, la mayor después de Esteban, y era el vivo retrato de su madre. Estudiaba en la universidad, quería licenciarse en física y era la novia de un compañero de clase.
– Dolores ha salido con Gordon, ¿con quién, si no? -dijo Ralph, un niño regordete de diez años, el más pequeño de la familia, que era un demonio y andaba siempre armando un terrible alboroto.
– ¿Dónde está Alice?
– En la casa de al lado jugando -volvió a contestar Ralph. Vi que los cuatro, Nacho, Ralph, María y Marta estaban a punto de reventar, y aunque me hacía gracia, me daba pena hacerles pasar aquel calvario.
– Nacho -dije con indiferencia-, ¿quieres tomar las llaves del coche y sacar unas cosas del portamaletas?
– Yo le ayudaré -gritó Marta.
– Lo haré yo -dijo María, saltando. Era una preciosa chiquilla de once años vestida con traje rosa, calcetines rosa y zapatos de charol. Era la más bonita y algún día sería una maravilla.
– Iré solo -dijo Nacho-. No necesito ayuda.
– ¡Un cuerno no necesitarás! -exclamó Ralph.
– Ten cuidado como hablas, Rafael -dijo María, y yo tuve que volverme para no reírme ante la forma en que Ralph le sacó la pequeña y regordeta lengua.
María añadió:
– Mamá, Ralph ha hecho una cosa sucia.
– Chivata -dijo Ralph corriendo hacia el coche con Nacho.
Regresé a la cocina riéndome y Cruz y Socorro me sonrieron porque sabían lo mucho que me agradaban sus hijos.
– Acompaña a Bumper al salón, Cruz -dijo Socorro-. La cena aún tardará veinte minutos.
– Vamos, Bumper -dijo Cruz sacando cuatro cervezas frías del refrigerador y un abridor de botellas-. No sé por qué tienen que ser unas tiranas las mujeres mexicanas cuando se hacen mayores. ¡Son tan buenas y obedientes de jóvenes!
– Mayores. ¡Vamos! Escucha al viejo, Bumper -dijo ella agitando una cuchara de madera en su dirección mientras ambos nos dirigíamos hacia el salón; me dejé caer en el sillón preferido de Cruz porque él insistió. Acercó la otomana y me hizo poner los pies encima.
– ¡Caramba, Cruz!
– Esta noche tenemos que darte tratamiento especial, Bumper -dijo él abriéndome otra botella de cerveza-. Pareces muy cansado y es posible que tardemos mucho tiempo en verte.
– Sólo viviré a una hora de distancia por avión. ¿Crees que Cassie y yo no vamos a venir a Los Ángeles de vez en cuando? ¿Y crees que tú y Socorro y los niños no vais a subir a vernos?
– ¿Todo el pelotón? -preguntó él, riéndose.
– Vamos a vernos muy a menudo, no te quepa duda -dije luchando contra el mal humor que experimentaba porque comprendía que probablemente no íbamos a vernos con demasiada frecuencia.
– Sí, Bumper -dijo Cruz sentado frente a mí en otro viejo sillón, casi tan gastado y cómodo como el mío-. Temía que esta perra celosa no te soltara nunca.
– ¿Te refieres a la ronda?
– Exactamente.
Ingirió varios tragos de cerveza y yo pensé en lo mucho que iba a echarle de menos.
– ¿A qué viene tanto filosofar esta noche? ¿Llamar puta a la ronda y todo eso?
– Esta noche me siento poeta.
– Y esta noche también has bebido algo más que una pequeña cerveza .
Cruz me guiñó el ojo y miró hacia la cocina donde podía escucharse trajinar a Socorro. Se acercó a una vieja arca de caoba que se encontraba en el comedor y sacó del estante del fondo una botella medio vacía de mezcal .
– ¿Ésta que tiene un gusano dentro?
– Si lo tenía, me lo he bebido -murmuró él-. No quiero que Sukie me vea beberlo. Aún no estoy del todo bien del hígado y no debiera hacerlo.
– ¿Eso es lo que compraste en San Luis? ¿Cuando fuiste de vacaciones?
– Eso, lo que queda.
– Si bebes de eso no te hará falta hígado.
– Es bueno, Bumper. Toma, prueba un par de tragos.
– Lo prefiero con sal y limón.
– Traga. Eres un macho , maldita sea. Bebe como lo que eres.
Ingerí tres buenos tragos y algunos segundos después de que me llegaran al fondo lo lamenté y tuve que vaciar la botella de cerveza mientras Cruz se reía y sorbía lentamente a su vez.
– Maldita sea -resollé, y después el fuego se extinguió y las entrañas se me desenroscaron y me sentí bien. Al poco rato me sentí mejor. Era la medicina que necesitaba mi cuerpo.
– En México no siempre tienen a mano sal y limón -dijo Cruz ofreciéndome de nuevo el mezcal-. Los verdaderos mexicanos lo mezclan simplemente con saliva.
– No me extraña que sean tan bastardos -resollé yo tomando otro sorbo, pero esta vez sólo uno, y devolviéndole la botella.
– ¿Ahora cómo te encuentras, mano ? -rió Cruz, y su tonta risa de beodo me hizo reír a mí también.
– Me encuentro casi tan bien como tú -contesté, y vertí un poco de cerveza al pozo ardiente que era mi estómago. Pero era un fuego completamente distinto al que provoca la acidez de estómago, era un fuego amable y cuando se apagaba era estupendo.
– ¿Tienes apetito? -preguntó Cruz.
– ¿Es que acaso no tengo siempre?
– Ya lo creo -dijo él-, te apetece casi todo. Siempre. Muchas veces he pensado que ojalá fuera como tú.
– ¿Como yo?
– Siempre celebrándolo todo con comidas. Lástima que no puedas seguir. Pero no puedes. Me alegro mucho de que te vayas.
– Estás borracho.
– Lo estoy. Pero sé de qué estoy hablando, mano . Cassie te fue enviada. Yo recé por ello.
Entonces Cruz se metió la mano en el bolsillo para buscar el pequeño estuche de cuero. Guardaba en el mismo el rosario de negras cuentas grabadas que llevaba como amuleto. Comprimió el suave cuero y volvió a guardárselo.
– ¿Proceden realmente estas cuentas de Jerusalén?
– Ya lo creo, no es un camelo. Me lo regaló un misionero por haber quedado en primer lugar en mi colegio de El Paso. «Primer premio en ortografía a Cruz Guadalupe Segovia», dijo el padre delante de todo el mundo, y aquel día creí morir de felicidad. Apenas tenía trece años. Consiguió el rosario en Tierra Santa y lo había bendecido el papa Pío XI.
– ¿A cuántos chicos ganaste para este premio?
– Entraron seis en el concurso. En toda la escuela sólo había setenta y cinco en total. No creo que los demás concursantes hablaran inglés. Pensaban que el concurso sería en español, pero no lo fue y gané yo.
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