– Sólo puedo encargarme de una mujer a la vez, nena.
– ¿Recuerdas a Nancy Vogler, del departamento de inglés?
– Sí, ¿quieres compartirme con ella?
– ¡Tonto! -rió Cassie-. Nancy y su marido se casaron hace doce años y no tenían niños. Hace un par de años decidieron traer un niño a casa. Ahora tiene once años.
– ¿Lo adoptaron?
– No, exactamente. Son como padres adoptivos-. La voz de Cassie tomó un tono de seriedad-. Dicen que ser padres adoptivos es lo que mayores satisfacciones les ha proporcionado. Nancy dice que no sabían lo que era vivir, y que no se dieron cuenta hasta que llegó el niño.
Parecía que Cassie me estuviera estudiando el rostro. ¿Estaría pensando en mi hijo? Yo sólo se lo había mencionado en una ocasión. ¿Es que deseaba saber algo?
– Bumper, cuando nos hayamos casado y tengamos un hogar, ¿qué te parecería si nos convirtiéramos en padres adoptivos? No tendríamos que adoptar a un niño si no quieres, sino ser simplemente padres adoptivos, compartir algo. Serías un modelo en el que un niño podría mirarse y del que podría aprender.
– ¡Un niño! ¡Pero si yo nunca he pensado en una familia!
– Yo llevo pensando en ello mucho tiempo, y tras haber visto a Nancy y haber oído lo que me ha contado acerca de su vida, pienso lo maravilloso que sería para nosotros. Aún no somos mayores, pero dentro de diez o quince años, cuando empecemos a serlo, tendremos a alguien más con nosotros-. Me miró a los ojos y después bajó la mirada-. Es posible que pienses que estoy loca, y quizá lo esté, pero me gustaría que lo pensaras.
Me dejó tan sorprendido que no supe qué decir, por lo que esbocé una sonrisa estúpida, la besé en la mejilla y le dije:
– Dentro de quince minutos termino el turno. Adiós, compañera -y me marché.
Me pareció más joven y como un poco triste al sonreírme y saludarme con la mano cuando llegué a la escalera. Al subir al blanco-y-negro me sentí mal. Ingerí otras dos pastillas y me dirigí a Temple, hacia el Este. Maldije por lo bajo a todos los imbéciles que se interponían en mi camino en aquella hora punta del tráfico. No podía creerlo. Dejar el Departamento después de tantos años y casarme ya representaba un buen cambio, pero, ¡encima, un niño! Cassie me había preguntado en cierta ocasión acerca de mi esposa, una sola vez, cuando empezamos a salir juntos. Le dije que estaba divorciado y que mi hijo había muerto. No hice ningún otro comentario. Ella no volvió a mencionarlo y nunca habló de niños.
Maldita sea, pense, creo que todas las mujeres tendrían que parir por lo menos una vez en la vida para ser felices. Aparté a Cassie de mi mente al penetrar en el aparcamiento del edificio de la policía y descender al nivel más bajo. Estaba oscuro y bastante fresco a pesar de aquella temprana oleada de calor primaveral. Terminé el cuaderno, recogí los talonarios de multas y me dirigí al despacho para dejar el cuaderno antes de quitarme el uniforme. Nunca ponía multas de tráfico, pero siempre me facilitaban talonarios. Dado que conseguía tan buenas detenciones por otro tipo de delitos, no me reprendían por no imponer multas.
Tras dejar el cuaderno en la bandeja del turno de día me entretuve con algunos jóvenes policías del turno de noche que querían saber cuándo iba a cambiar el turno, como se solía hacer en verano. Ellos también estaban al corriente de mis horarios. Todo el mundo los sabía. Me molestaba que todo el mundo estuviera tan al corriente de ellos. Los ladrones y rateros que tienen más éxito son los que cambian de horario. No le dan a uno la oportunidad de empezar a clavar pequeños alfileres en un plano para seguir sus movimientos. Ello me recordó a un viejo policía muy simpático llamado Nails Grogan que solía vigilar la Hill Street.
Hace cosa de quince años que, así por las buenas, empezó a crear por su cuenta una oleada de delitos. Estaba furioso con un estúpido teniente llamado Wall que teníamos entonces y que cada noche nos cantaba las cuarenta a la hora de pasar lista porque no evitábamos suficientes robos. Wall afirmaba que había demasiados alfileres rojos sobre robos nocturnos, sobre todo en la zona de la ronda de Grogan. Grogan siempre me decía que no creía que Wall leyera los informes de robos y que no tenía la menor idea de cuál era la situación. Así, pues, poco a poco Nails empezó a cambiar cada noche los alfileres antes de la hora de pasar lista, eliminando los alfileres de su zona y clavándolos en la zona Este. Al cabo de un par de semanas, Wall dijo a la hora de pasar lista que Grogan estaba llevando a cabo una labor muy meritoria en el problema de robos de su zona y empezó a reprender a los policías que trabajaban en los coches de la zona Este. Yo era el único que estaba al corriente de lo que Grogan hacía y ambos nos reímos como locos, hasta que Grogan fue demasiado lejos y creó tal oleada de robos en la zona Este que el teniente Wall se vio obligado a rogarle al capitán que pidiera la intervención de los equipos metropolitanos para agarrar a los ladrones. Al final se descubrió todo el engaño al no poderse encontrar los informes de los delitos correspondientes a los alfileres.
Wall fue trasladado al turno de día, que es nuestra tumba, en la vieja prisión de Lincoln Heights. Se retiró algunos años después. Nails Grogan jamás fue descubierto, pero estoy seguro de que Wall sabía quién le había fastidiado. Nails fue otro de los que vivieron muy pocos años tras retirarse. Se disparó un tiro. Me estremecí al pensarlo, lo aparté de mi imaginación y me dirigí al vestuario. Me quité el uniforme azul y me puse mi chaqueta deportiva, los pantalones grises y la camisa amarillo limón, sin corbata. En esta ciudad puede ir uno normalmente sin corbata al sitio que sea.
Antes de salir enchufé la maquinilla de afeitar y me suavicé un poco la cara. En el vestuario aún había un par de individuos. Uno de ellos era un joven y ambicioso ratón de biblioteca llamado Wilson que, como de costumbre, estaba leyendo sentado en el banco mientras se ponía ropa de paisano. Iba a la universidad tres o cuatro noches a la semana y siempre llevaba un libro de texto oculto en su cuaderno de notas. Se le podía ver hojeándolo constantemente en el bar o en la cafetería del piso de arriba. A mí también me gusta bastante leer, pero me hubiera molestado tener que hacerlo por obligación.
– ¿Qué estás leyendo? -le pregunté a Wilson.
– Ah, un poco de derecho penal -contestó Wilson, un muchacho delgado de frente despejada y grandes ojos azules. Estaba en período de prueba y llevaba menos de un año en la profesión.
– ¿Ya estudias para sargento? -le dijo Hawk, un engreído muchacho de anchos hombros, aproximadamente de la misma edad que Wilson, con dos años de servicio y atravesando el período más difícil.
– Tomo unas clases.
– ¿Te estás especializando en ciencias policiales? -le pregunté.
– No, ahora me estoy especializando en política. Tengo intención de estudiar derecho.
A mí no me parecía adecuado para esta disciplina y no creía que lo consiguiera. Me he acostumbrado a eso con los policías jóvenes, sobre todo con los que poseen cierta instrucción, como Wilson. No saben cómo comportarse cuando se encuentran ante los veteranos. Algunos se hacen los graciosos, como Hawk, en un intento de pavonearse ante un viejo policía de ronda. Lo único que consiguen es ponerse en ridículo. Otros se comportan con más humildad de la debida pensando que un viejo león como yo les echaría un zarpazo por cometer un error propio de novatos. Otros, como Wilson, se comportan como lo que son, pero, al igual que la mayoría de los jóvenes, piensan que un vejestorio que no ha conseguido llegar a sargento en veinte años debe ser casi un analfabeto y limitan generalmente la conversación a los asuntos básicos de la labor policial. Habitualmente se sienten cohibidos, como ahora se sentía Wilson, si tienen que reconocer que leen mucho. El abismo generacional es en esta profesión tan profundo como en cualquier otra, a excepción de una cosa: los riesgos del trabajo lo cierran muy pronto. Tras rozar unas cuantas veces el peligro, un chiquillo pierde buena parte de su inocencia. Pues en eso consiste realmente el abismo: en la inocencia.
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