– Contéstame una pregunta legal – dijo Hawk poniéndose unos vistosos pantalones. Somos demasiado militaristas para permitir las patillas de chuleta o los bigotes, de lo contrario seguro que llevaría-. Si uno comete suicidio, ¿puede ser acusado de asesinato?
– Nunca ha sucedido tal cosa -repuso Wilson sonriendo, mientras Hawk se reía y se ponía una camisa de terciopelo color melón.
– La culpa la tiene nuestra tolerante sociedad -dije yo, y Wilson me miró sonriendo.
– ¿Qué es este libro que tienes en el armario, Wilson? -pregunté señalándole un voluminoso libro encuadernado en rústica que guardaba en la estantería de arriba.
– Cañones de Agosto .
– Ah, sí, lo he leído -dije-. He leído cientos de libros acerca de la primera guerra mundial. ¿Te gusta?
– Sí -contestó, mirándome como si hubiera descubierto el eslabón que faltaba-. Lo leo porque estoy siguiendo un curso de historia.
– Leí Las Siete Columnas de la Sabiduría de T. E. Lawrence, cuando me dio el capricho de la primera guerra mundial. Palabra por palabra. Tenía entonces mapas y libros por toda la casa. Este pequeñajo sólo pesaba unos sesenta y cinco kilos, pero quince kilos correspondían al cerebro y veinte a sus pelotas. Era un caudillo nato.
– Un solitario -dijo Wilson, asintiendo y mirándome.
– Exacto. Eso es lo que yo pienso. Me hubiera gustado todavía más si no hubiese escrito tantos detalles íntimos que todo el mundo puede leer. Pero, por otra parte, si no lo hubiera hecho, yo tampoco habría podido apreciarle. A lo mejor un tipo así al final se harta de divertirse solo y tiene que contarlo para comprenderlo y ver si tiene algún significado.
– Quizá tendrías que escribir tus memorias cuando te retires, Bumper -me dijo Wilson, sonriendo-. Eres tan conocido por aquí como lo era Lawrence en Arabia.
– ¿Por qué no te especializas en historia? -le pregunté-. Si yo fuera a la universidad, haría esto. Creo que después de algunos cursos de derecho penal, todo debe ser un rollo con tanto delito, tantos contratos y tanto lío. Yo nunca podría meterme entre el polvo y las telarañas.
– Si a uno le gusta, resulta emocionante -dijo Wilson.
Pareció que Hawk se sentía molesto al verse excluido de la conversación. Se marchó.
– Quizá -dije-. Debiste estudiar bastante tiempo en la universidad cuando te incorporaste al Departamento, ¿eh?
– Dos años -repuso Wilson, asintiendo-. Ahora ya estoy a medio camino en mis estudios. Se tarda mucho cuando se es policía con plena dedicación y estudiante a ratos perdidos.
– Pero tú lo conseguirás -le dije, encendiendo un puro y sentándome en el banco mientras una parte de mi cerebro atendía al muchacho y la otra se preocupaba por otra cosa. Experimentaba la molesta sensación, que a veces puede resultar aterradora, de haber estado allí con él en otra ocasión, hablando igual que lo estábamos haciendo, o quizá con otra persona, y entonces pensé…, sí, era eso, su cabello arremolinado me recordaba al de Billy y experimenté una sensación de vacío en el estómago.
– ¿Cuántos años tienes, Wilson?
– Veintiséis -me dijo, y sentí un dolor que me obligó a frotarme el estómago. ¡Billy también tendría veintiséis años!
– Espero que tengas bien el estómago cuando llegues a mi edad. ¿Dónde hiciste el servicio?
– En el ejército.
– ¿Vietnam?
– Sí -dijo asintiendo.
– ¿No te gustó? -le pregunté, suponiendo que eso no debía gustarle a ningún muchacho.
– Lo que no me gustó fue la guerra. Me daba un miedo de muerte, pero servir en el ejército no me molestó tanto como imaginaba.
– Eso es lo que yo pensaba también -dije, sonriendo-. Serví en Marina ocho años.
– ¿Corea?
– No, soy más viejo -repuse-. Me incorporé en el cuarenta y dos y lo dejé en el cincuenta, entonces vine al departamento de policía.
– Estuviste mucho tiempo.
– Demasiado. La guerra también me asustaba mucho, pero a veces la paz es muy desagradable para un militar.
No le dije la verdad porque es posible que se sorprendiera, pero lo cierto es que la guerra me asustaba , pero no me disgustaba. No es que me gustara precisamente, pero tampoco me disgustaba. Ya sé que está de moda que a uno no le guste la guerra y hubiera querido que me desagradara, pero me resultaba imposible.
– Cuando dejé Vietnam juré que jamás volvería a disparar un arma, y ahora soy policía. Imagínate -dijo Wilson.
Pensé que era significativo que me lo hubiera dicho. De repente, se había esfumado la diferencia de edad. Me estaba contando cosas que debía haber contado probablemente a sus jóvenes compañeros en las solitarias horas posteriores a las dos de la madrugada, cuando uno se esfuerza por mantenerse despierto, o cuando uno está «en el agujero» intentando esconder el coche-radio en alguna calleja en la que se pueda dormitar cómodamente una hora, aunque en realidad no se descanse. Siempre hay el temor de que le sorprenda a uno un sargento y, además, está la radio. ¿Y si uno se duerme de verdad y se produce una llamada urgente y no la atiende?
– Es posible que cumplas veinte años de servicio sin haber disparado ni una sola vez -le dije.
– ¿Tú has tenido que disparar?
– Algunas veces -repuse, y él no insistió. Únicamente los individuos pertenecientes a la población civil son capaces de preguntar: «¿Qué se siente cuando se dispara contra alguien?», y todas estas tonterías que son completamente ridiculas, porque si se hace en la guerra o en calidad de policía, no se siente nada. Si uno hace lo que tiene que hacer, ¿por qué demonios tiene que sentir algo? Yo nunca he sentido nada. Cuando se supera el temor por la propia vida y desciende la adrenalina, nada. Pero por lo general la gente no soporta la verdad, porque resulta un relato aburrido; por consiguiente suelo responder con tópicos.
– ¿Vas a seguir en la profesión cuando termines Derecho?
– Si termino es posible que la deje -contestó, riéndose-. Pero me parece que no conseguiré terminar.
– A lo mejor entonces no querrás dejarla. Es un trabajo muy raro. Es… intenso. Hay algunos que no lo dejarían ni que tuvieran millones.
– ¿Y tú?
– Ah, yo voy a arrancarme el broche -contesté-. Casi ya me he marchado. Pero este trabajo cala hondo. Ver a la gente tan expuesta al peligro y tan vulnerable… Y no hay como detener a un buen delincuente, cuando se tiene instinto.
Me miró unos momentos y después me dijo:
– Rogers y yo conseguimos detener a un buen sospechoso el mes pasado. Se le atribuían cinco robos a mano armada. Llevaba oculta una pistola del 7,65 en la parte interior del cinturón cuando le detuvimos para imponerle una multa de tráfico. Nos infundió sospechas porque sudaba y tenía la boca seca mientras hablaba con nosotros. Es estupendo detener a un tipo así, sobre todo cuando no sabes lo cerca que estás de él. Estaba allí sentado mirándonos a Rogers y a mí, midiéndonos, pensando en saltarnos la tapa de los sesos. Lo comprendimos más tarde, lo cual hace más emocionante la detención.
– Eso forma parte del trabajo. Se siente uno más vivo. Oye, hablas como si estuvieras bumperizado y eso que yo no te he adiestrado.
– Trabajamos juntos una noche, ¿recuerdas? -me dijo Wilson-. La primera noche que había salido de la academia. Tenía más miedo de ti que de los delincuentes.
– Es cierto, trabajamos juntos. Ahora recuerdo -mentí.
– Bueno, será mejor que empiece a marcharme -dijo Wilson, y yo me sentí decepcionado-. Tengo que ir a clase. He de entregar dos trabajos la semana que viene y ni siquiera los he empezado.
– Ten constancia, Wilson. Persevera -le dije mientras cerraba mi armario.
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