– Hombre, eso es lo que yo le dije a él exactamente -dijo Scott, riéndose y ofreciéndome un cigarrillo.
– No, gracias -repuse yo, mientras él y su compañera se encendían uno-. Ésta en cambio es más inteligente -añadí, señalando una pancarta que rezaba: «Los cerdos de hoy son las chuletas de cerdo de mañana».
Ninguno de los otros muchachos tenía nada que decir todavía, a excepción del pequeño imbécil de la pancarta, que gritó:
– Pero, ¿por qué hablas con ese mierda de lacayo fascista?
– Mira -dije yo-, no voy a rendirme sólo porque sepas decir «mierda» tan bien. Hoy en día, estas cosas ya no asustan a nadie, por consiguiente, ¿por qué no hablamos correctamente? Quiero escuchar lo que tengáis que decir.
– Buena idea -dijo otro muchacho, un negro, con el cabello encrespado tremendamente ahuecado, gafas de montura metálica y un collar de dientes de tigre, que casi tenía que chillar sobre el trasfondo del griterío-. Díganos por qué quiere uno ser policía. Lo digo en serio. No le tomo el pelo, quiero saberlo.
Se estaba burlando de mí porque le hizo un guiño al muchacho rubio, pero yo pensé que iba a decirles qué es lo que a mí me gustaba de mi trabajo. Qué demonios, me gustaba tener a todos aquellos muchachos a mi alrededor, escuchándome. Alguien desplazó la fila de manifestantes de nuevo un poco hacia el Norte y yo casi pude hablar en tono normal.
– Bueno, pues me gusta barrer de las calles a los infractores de la ley -empecé.
– Un momento -dijo el muchacho negro subiéndose las gafas de montura metálica-. Por favor, oficial, déjese de eufemismos. Yo soy de Watts. -Entonces empezó a hablar deliberadamente con cadencia de negro y añadió-: Conozco a la po -licía de toda la vida. -Los demás se rieron y él prosiguió con voz normal-: Hable como un verdadero policía y díganos cómo es eso, sin más zarandajas. Ya sabe, emplee aquella expresión tan apreciada por el Departamento de Policía de Los Ángeles, «agujero de culo», creo que es.
Volvió a sonreír tras haberlo dicho y yo sonreí también.
– ¿En qué zona de Watts vives? -le pregunté.
– Uno-O-Tres y Grape, nene -me contestó.
– Muy bien, hablaré más claro. Soy policía porque me encanta meter en la cárcel a los «agujero de culo» y a ser posible me encanta enviarles a una penitenciaría.
– Eso ya está mejor -dijo el muchacho negro-. Ahora sí que tiene buen aspecto y habla fino.
Los demás aplaudieron y se miraron sonriendo.
– ¿No le parece un trabajo un poco deprimente? -preguntó Scott-. No sé, ¿no le gustaría de vez en cuando hacer algo por alguien en lugar de contra alguien?
– Me imagino que siempre hago algo por alguien cada vez que practico una buena detención. Quiero decir que cabe suponer que todos los «agujero de culo» que detenemos en un robo o hurto, habrán desvalijado probablemente a cien personas o algo así. Me imagino que cada vez que practico una detención salvo a otras cien e incluso quizás algunas vidas. Y os diré que la mayoría de las víctimas son gente que no puede permitirse ser víctima. La gente que se lo puede permitir dispone de protección y seguros y no es vulnerable a estas cochinas hemorroides. ¿Comprendéis?
La amiga de Scott estaba deseando meter baza, pero de repente empezaron a hablar a la vez tres tipos y al final la voz de Scott se elevó por encima de las demás:
– Soy estudiante de derecho -dijo-, y tengo intención de ser contrincante suyo algún día ante los tribunales. Dígame, ¿le satisface de veras enviar a un hombre a la sombra diez años?
– Escucha, Scott -contesté-, ante todo hasta Eichmann tendría un cincuenta por ciento de posibilidades de no ser condenado a diez años en estos tiempos. Hay que ser un auténtico pez gordo para que le echen a uno tanto tiempo. En realidad, hay que proponérselo muy en serio hasta para ser enviado a una prisión del Estado. Pero hombre, si a algunos de los sinvergüenzas que pillo no les echaría diez años, por lo menos les haría una buena lobotomía si pudiera.
Tiré el cigarro porque aquellos muchachos habían empezado a interesarme. Me imaginaba que me respetaban un poco y hasta intenté unos momentos contraer el estómago, pero me resultaba incómodo y desistí de ello.
– Hace algunos años leí un artículo en una revista en el que se hacían grandes elogios de los policías -proseguí-. No son cerdos, decía el artículo, y hablaba de un policía que había ayudado a traer al mundo unos niños, y de otro que había rescatado a unas personas en el transcurso de unas inundaciones, y todavía otro que era un estupendo jefe de boy-scouts o algo así. Yo también he ayudado a traer al mundo a un par de niños. Pero no se nos paga para que seamos comadronas o salvavidas o asistentes sociales. Para estos menesteres hay otras personas. A ver si alguien honra a un policía por haber conseguido practicar treinta buenas detenciones al mes durante diez años y por haber enviado a un par de cientos de sujetos a San Quintín. Jamás se le concede una recompensa. Ni siquiera se lo apreciará su sargento, y en cambio le reprenderá si no escribe una multa de tráfico cada día porque la maldita ciudad necesita estos ingresos, y de todas formas no hay sitio en las cárceles.
Ya iba siendo hora de que empezara a darme cuenta de ciertas cosas. Hubiera debido darme cuenta por ejemplo de que el tipo de la banda en la cabeza y su amiga se habían alejado de mí y que lo mismo habían hecho los dos individuos negros de las chaquetas de plástico. En realidad, todos los que yo veía se encontraban en uno de los extremos de la fila en la que los manifestantes estaban empezando a tranquilizarse y a cansarse. Sí, tenía que haberme dado cuenta de que el muchacho que se llamaba Scott, el otro chico rubio y el muchacho negro de elevada estatura se habían acercado a mí más que los otros, al igual que la muchachita que le colgaba a Scott del brazo y que llevaba un pesado bolso de ante.
No me percaté de nada porque por una de las pocas veces en mi vida no me estaba comportando como un policía. Era un asno gordo y cómico, vestido de azul, y me imaginaba como un bateador de béisbol que les estaba echando fuera del campo. Ello se debía a que me encontraba en un sitio en el que nunca había estado. Me encontraba en una «jabonera». No en un escenario, sino en una jabonera. En un escenario hubiera podido apañármelas. Puedo representar lo que la gente quiere y espera y puedo mantener los ojos abiertos y no dejarme impresionar por la situación, pero esta maldita jabonera era otra cosa. Estaba haciendo discursos, uno tras otro, acerca de cosas que para mí eran significativas, y lo único que podía ver era la mirada cariñosa de mi auditorio y el sonido de mi propia voz que ahogaba todas las demás cosas que hubiera debido oír y ver.
– A lo mejor los departamentos de policía tendrían que reclutar exclusivamente a licenciados universitarios -dijo Scott, encogiéndose de hombros y adelantándose un paso.
– Sí, quieren que resolvamos los delitos sirviéndonos de estos métodos científicos que no sé lo que significan. ¿Y qué hacemos nosotros, los policías? Decimos que sí, asentimos con la cabeza y aprovechamos las asignaciones federales para adquirir computadoras y enviar a los policías a la universidad para que, al final, todo se reduzca a un policía de mirada penetrante y habilidad para hablar con la gente a la que tiene que arreglar cuentas.
– ¿No cree usted que en los próximos tiempos los policías van a quedar anticuados? -La amiga de Scott me dirigió esta pregunta y tenía los ojos tan abiertos que no tuve más remedio que sonreír.
– Me temo que no, encanto -contesté-. Mientras haya personas, habrá muchas malas, codiciosas o débiles.
Читать дальше