Cogió el bolígrafo. Tenía muchas cosas que hacer. Las haría y las haría bien. No era imposible que cuando todo aquello hubiera acabado, publicaran su fotografía en la portada de la revista Time.
Con el generador aún encendido -no duraría mucho tiempo a menos que encontrara más bombonas de propano-, Brenda Perkins pudo encender la impresora de su marido y hacer una copia en papel de todo lo que contenía la carpeta VADER. La increíble lista de delitos que Howie había recopilado, y que estaba a punto de denunciar en el momento de su muerte, le parecía más real en papel que en la pantalla del ordenador. Y cuanto más la miraba, más parecía encajar con el Jim Rennie al que había conocido durante gran parte de su vida. Siempre había sabido que era un monstruo; pero no tan grande.
Incluso la información relacionada con la dichosa iglesia de Coggins encajaba… Aunque si lo había leído bien, no era una iglesia, en absoluto, sino una gran tapadera que se dedicaba a blanquear dinero en lugar de a salvar almas. Dinero procedente de la fabricación de droga, una operación que era, según las palabras de su marido, «quizá una de las mayores de la historia de Estados Unidos».
Sin embargo, había algunos problemas que tanto el jefe de policía Howie «Duke» Perkins como el fiscal general del estado habían reconocido. Los problemas se debían a por qué había durado tanto la fase de recopilación de pruebas de la Operación Vader. Jim Rennie no era solo un gran monstruo; era un monstruo listo. Por eso siempre se había conformado con ser el segundo concejal. Tenía a Andy Sanders para que abriera camino por él.
Y para que le hiciera de testaferro, eso también. Durante mucho tiempo, Howie solo tuvo pruebas concluyentes contra Andy. Era el hombre de paja y a buen seguro ni tan siquiera lo sabía mientras se dedicaba a estrechar manos con fingido entusiasmo. Andy era el primer concejal, el primer diácono de la iglesia del Santo Redentor, el primero en el corazón de los habitantes del pueblo, y el destacado protagonista en una serie de documentos que acababan desapareciendo en los oscuros pantanos financieros de Nassau y la isla de Gran Caimán. Si Howie y el fiscal general del estado hubieran actuado demasiado pronto, también habría sido el primero en aparecer en una foto sosteniendo un cartelito con un número. Y quizá habría sido el único, si hubiera creído las inevitables promesas de Big Jim de que todo iría bien si se limitaba a mantener la boca cerrada. Y probablemente lo habría hecho. ¿A quién se le daba mejor callar y hacerse el tonto que a un tonto?
El verano anterior la situación tomó un rumbo que Howie creía que podía conducir al final de la partida. Fue cuando el nombre de Rennie empezó a aparecer en algunos de los papeles que el fiscal general había obtenido, sobre todo los relacionados con una empresa de Nevada llamada Empresas Municipales. El dinero de esa compañía había desaparecido en el oeste en lugar de en el este, no en el Caribe sino en la China continental, un país donde se podían comprar al por mayor los ingredientes principales de los medicamentos descongestionantes, sin que nadie hiciera ninguna o demasiadas preguntas.
¿Por qué se expuso de ese modo Rennie? A Howie Perkins solo se le ocurrió un motivo: habían ganado demasiado dinero y demasiado rápido y solo tenían una forma de blanquearlo. De modo que el nombre de Rennie apareció en varios documentos relacionados con media docena de iglesias fundamentalistas del nordeste. Town Ventures y las otras iglesias (por no mencionar media docena de otras emisoras de radio religiosas y locutores de AM, aunque ninguna tan grande como la WCIK) fueron los primeros errores de verdad que cometió Rennie, ya que dejaron hilos sueltos. Cualquiera podía tirar de los hilos sueltos, y tarde o temprano -en general temprano- todo se acababa desenredando.
No podías parar, ¿verdad?, pensó Brenda mientras permanecía sentada al escritorio de su marido, analizando los documentos. Habías ganado millones de dólares, quizá decenas de millones, y los riesgos eran inmensos, pero aun así no podías parar. Como un mono al que atrapan porque no quiere soltar la comida. Habías amasado una fortuna y seguías viviendo en esa vieja casa de tres plantas y vendiendo coches en ese agujero que tienes junto a la 119. ¿Por qué?
Sin embargo, sabía la respuesta. No era el dinero; era el pueblo; lo que él consideraba su pueblo. Sentado en una playa de Costa Rica, o en una finca con guardas de seguridad en Namibia, Big Jim se habría convertido en Small Jim. Porque un hombre sin un objetivo, aunque tenga las cuentas llenas a rebosar de dinero, siempre es un hombre pequeño.
Si le enseñaba todo lo que tenía, ¿lograría alcanzar un acuerdo con él? ¿Obligarlo a dimitir a cambio de su silencio? No estaba convencida. Y le daba miedo enfrentarse a él. Sería una situación fea, peligrosa. Querría que la acompañara Julia Shumway. Y Barbie. Pero Dale Barbara se había convertido en un objetivo de Big Jim.
La voz de Howie, tranquila pero firme, resonó en su cabeza. Puedes esperar un poco (yo estaba esperando a obtener unas cuantas pruebas definitivas más), pero yo no lo retrasaría demasiado, cariño. Porque cuanto más dure el asedio, más peligroso será Rennie.
Pensó en Howie, en cómo dio marcha atrás por el camino, luego se detuvo para darle un beso en los labios bajo la luz del sol; una boca que ella conocía casi tan bien como la propia, y a la que había amado tanto. Se acarició el cuello como lo hizo él. Como si Howie supiera que se acercaba el final y una última caricia tuviera que valer por todas. Una triquiñuela romántica y facilona, seguro, pero casi se la creyó, y se le inundaron los ojos de lágrimas.
De pronto los papeles y todas las maquinaciones que contenían le parecieron menos importantes. Ni tan siquiera la Cúpula le parecía muy importante. Lo que importaba era el agujero que había surgido de repente en su vida y que estaba engullendo la felicidad que ella siempre había dado por sentado. Se preguntó si el pobre Andy Sanders sentía lo mismo. Supuso que sí.
Le daré veinticuatro horas. Si la Cúpula no ha desaparecido mañana por la noche, iré a ver a Rennie con todo esto, con copias de todo esto, y le diré que tiene que dimitir en favor de Dale Barbara. Le diré que si no lo hace, leerá toda la información sobre su operación de tráfico de drogas en el periódico.
– Mañana -murmuró Brenda, y cerró los ojos. Al cabo de dos minutos se quedó dormida en la silla de Howie.
En Chester's Mills había llegado la hora de la cena. Algunos platos (incluido el pollo al estilo del rey para unas cien personas) se prepararon en cocinas eléctricas o de gas gracias a los generadores del pueblo que aún funcionaban, pero hubo gente que recurrió a sus cocinas de leña, bien para no malgastar los generadores, bien porque la leña era lo único que tenían. El humo se alzó en el aire calmo desde cientos de chimeneas.
Y se extendió.
Después de entregar el contador Geiger -el receptor lo aceptó de buen grado, incluso con entusiasmo, y prometió empezar a hacer lecturas el martes a primera hora-, Julia se dirigió a los Almacenes Burpee's acompañada de Horace. Romeo le había dicho que tenía un par de fotocopiadoras Kyocera nuevas que aún no había sacado ni de las cajas. Podía quedarse las dos.
– También tengo una pequeña reserva de propano -dijo mientras le daba una palmadita a Horace-. Te daré el que necesites, al menos mientras pueda. Tenemos que seguir imprimiendo el periódico, ¿tengo razón? Es más importante que nunca, ¿no crees?
Era justo lo que ella creía y así se lo dijo. También le plantó un beso en la mejilla.
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