– ¿Marta? -dijo, rezando para que no pasara nada, que solo la llamara para preguntarle si podía llevar a las niñas a la plaza del pueblo o algo por el estilo-. ¿Va todo bien?
– Bueno… sí. O sea, supongo. -Linda odió el dejo de preocupación que notó en la voz de Marta-. Pero… ¿sabes eso de los ataques?
– Oh, Dios, ¿ha tenido uno?
– Creo que sí -contestó Marta, que se apresuró a seguir con la explicación-: Ahora están bien, en la habitación, pintando.
– ¿Qué ha pasado? ¡Cuéntamelo!
– Estaban en los columpios, mientras yo arreglaba las flores, preparándolas para el invierno…
– ¡Marta, por favor! -exclamó Linda, y Jackie le puso una mano en el brazo.
– Lo siento. Audi empezó a ladrar, por lo que me di la vuelta. Le pregunté, «Cariño, ¿estás bien?». Y ella no respondió, bajó del columpio y se sentó debajo, ya sabes, donde está ese círculo que han dejado los pies. No se cayó ni nada por el estilo, tan solo se sentó. Se quedó mirando al frente, chasqueando los labios, lo que me dijiste que tenía que vigilar. Fui corriendo hasta ella… la sacudí un poco… y me dijo… déjame pensar…
Ya estamos , pensó Linda. Que pare Halloween, tienes que parar Halloween.
Pero no. Era algo completamente distinto.
– Dijo: «Las estrellas rosadas están cayendo. Las estrellas rosadas están cayendo en líneas». Y luego añadió: «Está muy oscuro y todo huele mal». Entonces se despertó y ahora va todo bien.
– Gracias a Dios -dijo Linda, que pensó en su hija de cinco años-. ¿Está bien Judy? ¿Se ha alterado?
Hubo un largo silencio, luego Marta dijo:
– Oh.
– ¿Oh? ¿Qué significa «oh»?
– Que ha sido Judy, Linda. No Janelle. Esta vez ha sido Judy.
«Quiero jugar al otro juego que dijiste», le pidió Aidan a Carolyn Sturges cuando se detuvieron en la plaza del pueblo para hablar con Rusty. El otro juego que Carolyn tenía en mente era el «Un, dos, tres, pajarito inglés», aunque apenas recordaba las reglas, lo cual no era ninguna sorpresa ya que no había jugado a él desde que tenía seis o siete años.
Sin embargo, cuando se apoyó en el árbol del amplio jardín de la casa «pasional», se acordó de las reglas. Y, de forma inesperada, también las recordó Thurston, que no solo parecía dispuesto a jugar, sino también ansioso por hacerlo.
– Recordad -les dijo Thurston a los niños (no parecían haber disfrutado nunca de ese juego)-, Carolyn tiene que decir «Un, dos, tres, pajarito inglés» y puede hacerlo tan rápido como quiera. Si os ve moviéndoos cuando se dé la vuelta, tenéis que volver al principio.
– No me verá -dijo Alice.
– A mí tampoco -afirmó Aidan, categórico.
– Eso ya lo veremos -dijo Carolyn, que se puso de cara al árbol-: Un, dos, tres… ¡PAJARITO INGLÉS!
Se volvió. Alice estaba quieta, con una gran sonrisa y una pierna estirada en un paso de gigante. Thurston, que también sonreía, tenía las manos abiertas en una pose al estilo de El fantasma de la ópera. Vio que Aidan se movió un poquito, pero ni se le pasó por la cabeza la idea de obligarlo a empezar. Parecía feliz, y no quería echarlo todo a perder.
– Muy bien -dijo Carolyn-. Sois muy buenas estatuas. Empieza la segunda ronda. -Se volvió hacia el árbol y contó de nuevo, embargada por el antiguo y delicioso miedo infantil de saber que había gente detrás de ella que se estaba moviendo-. ¡Undostrés pajaritoinglés!
Se volvió. Alice ya solo estaba a unos veinte pasos. Aidan se encontraba a unos diez pasos de su hermana, temblaba, se apoyaba solo en un pie. Podía ver claramente la costra que tenía en la rodilla. Thurse estaba detrás del niño, con una mano en el pecho, como un orador, sonriendo. Alice sería la primera en llegar hasta ella, y eso estaba bien; en la siguiente partida le tocaría contar a Alice y su hermano sería entonces el ganador. Thurse y Carolyn se encargarían de ello.
Se volvió de nuevo hacia el árbol.
– Undostrés…
Entonces Alice gritó.
Carolyn se volvió y vio a Aidan Appleton tirado en el suelo. Al principio creyó que seguía jugando. Tenía una rodilla, la de la costra, levantada, como si intentara correr con la espalda pegada al suelo. Miraba fijamente hacia el cielo. Los labios, fruncidos, formaban una pequeña O. Una mancha oscura se extendía por sus pantalones. Carolyn corrió hacia él.
– ¿Qué le pasa? -preguntó Alice. Carolyn vio que las emociones del terrible fin de semana crisparon la cara de la niña-. ¿Está bien?
– ¿Aidan? -preguntó Thurse-. ¿Estás bien, muchacho?
Aidan siguió temblando; parecía como si estuviera chupando una pajita invisible. Bajó la pierna doblada… Y dio una patada. Empezó a mover los hombros.
– Tiene un ataque -dijo Carolyn-. Seguramente se debe a las emociones tan fuertes que ha padecido. Creo que se recuperará si le damos unos…
– Las estrellas rosadas están cayendo -dijo Aidan-. Dejan unas líneas tras ellas. Es bonito. Da miedo. Todo el mundo está mirando. Ningún regalo, solo sustos. Cuesta respirar. Se hace llamar Chef. Es culpa suya. Es él.
Carolyn y Thurston se miraron. Alice estaba arrodillada junto a su hermano, cogiéndolo de la mano.
– Estrellas rosadas -dijo Aidan-. Caen, caen, ca…
– ¡Despierta! -le gritó Alice a la cara-. ¡Deja de asustarnos!
Thurston Marshall le tocó el hombro.
– Cielo, no creo que eso sirva de nada.
Alice no le hizo caso.
– Despierta, despierta… ¡ESTÚPIDO!
Y Aidan se despertó. Miró a su hermana, que tenía la cara empapada en lágrimas, confundido. Entonces miró a Carolyn y sonrió. Fue la sonrisa más puñeteramente dulce que había visto en toda su vida.
– ¿He ganado? -preguntó.
Al parecer nadie se había ocupado del mantenimiento del generador de la cabaña de suministros del ayuntamiento (alguien había puesto un recipiente de estaño bajo el aparato para recoger el aceite que perdía), y Rusty supuso que desde el punto de vista energético era tan eficiente como el Hummer de Big Jim Rennie. Sin embargo, estaba más interesado en el depósito plateado que había al lado.
Barbie echó un vistazo al generador, hizo una mueca por el olor y se acercó al depósito.
– No es tan grande como esperaba -dijo… aunque era mucho mayor que las bombonas que usaban en el Sweetbriar, o que la de Brenda Perkins.
– Es de «tamaño municipal» -dijo Rusty-. Lo recuerdo de la asamblea del pueblo que celebramos el año pasado. Sanders y Rennie nos hincharon la cabeza diciéndonos que los depósitos pequeños nos permitirían ahorrar un montón de pasta en estos «tiempos en los que la energía es tan cara». Cada uno tiene una capacidad de tres mil litros.
– Lo que equivale a un peso de… Tres mil kilos, más o menos, ¿no?
Rusty asintió.
– Mas el peso del depósito. Para levantarlo se necesita una carretilla elevadora o un gato hidráulico, pero no para moverlo. Una ranchera puede transportar hasta tres mil cien kilos, aunque podría soportar un poco más. Uno de estos depósitos de tamaño medio cabría en la parte de atrás. Sobresaldría un poco, pero eso es todo. -Rusty se encogió de hombros-. Le pones una bandera roja y listo.
– Este es el único que queda -dijo Barbie-. Cuando se acabe, se apagarán las luces del pueblo.
– A menos que Rennie y Sanders sepan dónde hay más -añadió Rusty-. Y estoy seguro de que así es.
Barbie deslizó la mano por la placa azul del depósito: CR. HOSP.
– Es el que habíais perdido.
– No lo perdimos; nos lo robaron. Eso es lo que creo. Pero debería haber cinco más como este; nos han desaparecido seis.
Читать дальше