– ¿Ofrendas de amor?
Julia resopló.
– A lo mejor debería preguntarle a Jim Rennie. Es diácono.
Conducía un elegante Prius Hybrid, un coche que Barbie jamás habría esperado de una acérrima republicana propietaria de un periódico (aunque suponía que sí pegaba con una feligresa de la Primera Iglesia Congregacional). Pero era silencioso y la radio funcionaba. El único problema era que allí fuera, al oeste de la ciudad, la señal de la WCIK era tan potente que era lo único que se podía sintonizar en la FM. Y esa noche estaban retransmitiendo una mierda sagrada de acordeón que a Barbie le producía dolor de cabeza. Sonaba a música de polca tocada por una orquesta agonizante por culpa de la peste bubónica.
– Prueba con la AM, ¿quieres? -dijo ella.
Así lo hizo, pero solo dio con un parloteo de medianoche hasta que encontró una emisora de deportes casi al final del dial. Allí oyó que, antes del partido de play-off Red Sox-Mariners, en Fenway Park se había guardado un minuto de silencio por las víctimas de lo que el comentarista llamó «el evento del oeste de Maine».
– Evento -dijo Julia-. Un término de radio deportiva como ningún otro. Para eso, más vale que la apagues.
Un kilómetro y medio más allá de la iglesia vieron un fulgor a través de los árboles. Tomaron una curva y salieron al resplandor de unos reflectores casi tan grandes como los típicos focos de noche de estreno de Hollywood. Dos apuntaban en dirección a ellos; otros dos estaban enfocados hacia arriba. Hasta el último bache de la carretera se destacaba en fuerte relieve. Los troncos de los abedules parecían estrechos fantasmas. Barbie se sentía como si estuvieran entrando en una película de cine negro de finales de los cuarenta.
– Para, para, para -dijo-. No te acerques más. Parece que ahí no haya nada, pero, hazme caso, sí lo hay. Seguramente se cargaría todo el circuito eléctrico de tu cochecito, si no algo más.
Julia detuvo el coche y bajaron. Por un momento se quedaron quietos delante del vehículo, mirando hacia la potente luz con los ojos entrecerrados. Julia alzó una mano para protegerse los ojos.
Aparcados al otro lado de los focos, morro con morro, había dos camiones militares con remolques cubiertos de lona marrón. Incluso habían colocado caballetes en la carretera por si acaso, con las patas sujetas por sacos de arena. Los motores rugían constantemente en la oscuridad; no solo un generador, sino varios. Barbie vio gruesos cables eléctricos que serpenteaban desde los focos y se adentraban en el bosque, donde había más luces que brillaban entre los árboles.
– Van a iluminar todo el perímetro -dijo, y giró un dedo en el aire, como cuando un árbitro pita un home run -. Luces alrededor de todo el pueblo, iluminando hacia el interior y hacia arriba.
– ¿Por qué hacia arriba?
– Para advertir al tráfico aéreo que no se acerque. Es decir, si es que alguien consigue acercarse. Supongo que sobre todo les preocupa esta noche. Mañana ya habrán sellado el espacio aéreo de Mills recosiéndolo como una bolsa de dinero del tío Gilito.
En la oscuridad del otro lado de los focos, pero visibles a causa del reflejo de la luz, media docena de soldados armados, en posición de «descansen», les daban la espalda. Por muy silencioso que fuera el coche tenían que haberlo oído acercarse, pero ninguno de ellos hizo siquiera el amago de volverse para mirar.
Julia exclamó:
– ¡Eh, amigos!
Nadie se volvió. Barbie no esperaba que lo hicieran -mientras iban hacia allí, Julia le había explicado lo que Cox le había dicho-, pero tenía que intentarlo. Y, puesto que podía leer sus insignias, sabía qué era lo que podía intentar. A lo mejor el ejército era el director de esa función -la implicación de Cox así lo sugería-, pero esos tipos no eran del ejército.
– ¡Eh, marines! -exclamó.
Nada. Barbie se acercó un poco más. Vio en el aire una oscura línea horizontal, por encima de la carretera, pero por el momento no le prestó atención. Estaba más interesado en los hombres que custodiaban la barrera. O la Cúpula. Shumway le había dicho que Cox la había llamado la Cúpula.
– Me sorprende ver en Estados Unidos a la Fuerza de Reconocimiento, chicos -dijo, acercándose algo más-. Ese problemilla de Afganistán ya está resuelto, ¿verdad?
Nada. Se acercó más. La arenilla del suelo parecía hacer mucho ruido bajo sus pies.
– Una cantidad impresionante de mariquitas en la Fuerza de Reconocimiento, o eso me han dicho. La verdad es que me siento aliviado. Si esta situación fuese grave de verdad, habrían enviado a los Rangers.
– Buscabroncas -masculló uno de ellos.
No era mucho, pero Barbie se animó.
– Rompan filas, amigos; rompan filas y vamos a hablarlo.
Otra vez nada. Y estaba todo lo cerca que quería estar de la barrera (o de la Cúpula). No se le había puesto la carne de gallina y el pelo de la nuca no trataba de erizarse, pero sabía que aquella cosa estaba ahí. La sentía.
Y podía verla: esa línea que colgaba en el aire. No sabía de qué color sería a la luz del día, pero suponía que roja, el color del peligro. Era pintura en spray, y habría apostado el saldo entero de su cuenta bancaria (que en esos momentos era de poco más de cinco mil dólares) a que daba la vuelta a toda la barrera.
Como una banda en la manga de una camisa , pensó.
Cerró un puño y dio unos golpes en su lado de la línea, produciendo una vez más ese sonido de nudillos contra cristal. Uno de los marines se sobresaltó.
Julia empezó a decir:
– No estoy segura de que sea buena…
Barbie no le hizo caso. Estaba empezando a enfadarse. Parte de él llevaba todo el día esperando el momento de enfadarse, y allí tenía su oportunidad. Sabía que no serviría de nada estallar contra esos tipos -no eran más que figurantes sin frase-, pero era difícil reprimirse.
– ¡Eh, marines! Echadle una mano a un hermano.
– Déjalo, amigo. -Aunque el que hablaba no se volvió, Barbie supo que era el oficial al mando de esa pequeña pandilla feliz. Reconoció el tono, él mismo lo había usado. Muchas veces-. Tenemos órdenes, así que echa tú una mano a los hermanos. En otro sitio, en otro lugar, estaría encantado de invitarte a una cerveza o de patearte el culo. Pero no aquí, ni esta noche. ¿Qué? ¿Qué me dices?
– Te digo que vale -contestó Barbie-. Pero, visto que estamos todos en el mismo bando, no tiene por qué gustarme. -Se volvió hacia Julia-. ¿Tienes el teléfono?
Lo sacó.
– Deberías comprarte uno. Es un trasto muy útil.
– Ya tengo uno -dio Barbie-. Uno desechable que encontré de oferta en Best Buy. Casi nunca lo uso. Me lo dejé en el cajón cuando intenté escapar de la ciudad. No vi razón para no dejarlo allí esta noche.
Julia le alcanzó el suyo.
– Me temo que tendrás que marcar tú. Yo tengo trabajo que hacer. -Levantó la voz para que los soldados del otro lado de las luces deslumbrantes pudieran oírla-: Al fin y al cabo, soy la directora del periódico local y quiero sacar unas cuantas fotos. -Levantó la voz todavía un poco más-: Sobre todo de unos cuantos soldados dándole la espalda a un pueblo que está en apuros.
– Señora, preferiría que no lo hiciera -dijo el oficial al mando. Era un tipo corpulento de espaldas anchas.
– Impídamelo -lo retó ella.
– Me parece que sabe que no podemos hacerlo -repuso él-. En cuanto a lo de darles la espalda, son las órdenes que tenemos.
– Marine -dijo ella-, coja sus órdenes, enróllelas bien, agáchese y métaselas por donde el aire es de calidad dudosa.
En aquella luz resplandeciente, Barbie vio algo extraordinario: la boca de la mujer era una línea dura e implacable, y se le saltaban las lágrimas.
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