Puso una sonrisa de jugador de equipo.
– ¿Sabe? Me parece una gran idea, señor. Envíelos a la comisaría mañana, a eso de las diez…
– A las nueve sería mejor, Pete.
– Las nueve está bien -dijo Andy con su voz soñadora.
– ¿Algo más que discutir? -preguntó Rennie.
No había nada que discutir. Andrea ponía cara de que quería decir algo pero no recordaba qué era.
– Entonces, planteo la pregunta -dijo Rennie-. ¿Le pedirá la Junta al jefe en funciones Randolph que acepte a Junior, Frank DeLesseps, Melvin Searles y Carter Thibodeau como ayudantes con salario base? ¿Y que su período de servicio dure hasta que esta dichosa locura se haya solucionado? Los que estén a favor, que lo hagan saber de la forma habitual.
Todos alzaron la mano.
– La medida queda aproba…
Lo interrumpieron dos estallidos que sonaron a disparos de pistola. Todos se sobresaltaron. Entonces se oyó una tercera detonación, y Rennie, que había trabajado con motores la mayor parte de su vida, se dio cuenta de lo que era.
– Relajaos, amigos. No son más que falsas explosiones. El generador está carraspean…
El viejo motor explosionó una cuarta vez, después murió. Las luces se apagaron y ellos quedaron sumidos durante unos instantes en una negrura estigia. Andrea chilló.
A su izquierda, Andy Sanders dijo:
– Dios bendito, Jim, el propano…
Rennie alargó la mano que tenía libre y agarró del brazo a Andy. Andy calló. Mientras Rennie aflojaba la mano, la luz volvió a iluminar la alargada sala con revestimiento de pino. No la brillante luz del techo, sino las lucecitas de emergencia instaladas en las cuatro esquinas. Bajo su débil resplandor, los rostros tensos en el extremo norte de la mesa de plenos se veían amarillentos y varios años más viejos. Parecían asustados. Incluso Big Jim Rennie parecía asustado.
– No pasa nada -dijo Randolph con una alegría que sonó más forzada que natural-. El depósito se ha agotado, nada más. Hay mucho propano en el almacén de suministros del pueblo.
Andy lanzó una mirada a Big Jim. No fue más que un cambio de dirección de los ojos, pero a Rennie le pareció que Andrea lo había visto. Lo que acabara deduciendo de eso era otra cuestión.
Se le olvidará después de la siguiente dosis de Oxy, se dijo. Antes de mañana, seguro.
De momento, las provisiones de propano de la ciudad, o la falta de ellas, no le preocupaban demasiado. Ya se ocuparía de eso cuando hiciera falta.
– Bien, amigos, sé que estáis tan ansiosos como yo por salir de aquí, así que pasemos al siguiente punto del orden del día. Me parece que deberíamos ratificar oficialmente a Pete como jefe de policía por el momento.
– Sí, ¿por qué no? -preguntó Andy. Parecía cansado.
– Si no hay objeción -dijo Big Jim-, realizo la propuesta.
Votaron lo que él quería que votaran.
Siempre lo hacían.
Junior estaba sentado en el peldaño de la puerta de la gran casa de los Rennie, en Mills Street, cuando las luces del Hummer de su padre inundaron el camino de entrada. Junior estaba tranquilo. El dolor de cabeza no había regresado. Angie y Dodee estaban almacenadas en la despensa de los McCain, allí estarían bien… al menos por una temporada. El dinero que había cogido volvía a estar en la caja fuerte de su padre. Llevaba un arma en el bolsillo: la 38 con empuñadura de nácar que su padre le había regalado cuando cumplió los dieciocho. Su padre y él no tardarían en hablar. Junior escucharía con atención lo que el Rey del Compre Sin Entrada tuviera que decir. Si presentía que su padre sabía lo que él, Junior, había hecho -no veía que eso fuera posible, pero su padre sabía muchas cosas-, lo mataría. Después de eso se encañonaría a sí mismo. Porque no habría escapatoria, esa noche no. Y seguramente tampoco al día siguiente. De vuelta a casa se había detenido en la plaza del pueblo y había escuchado las conversaciones que tenían lugar allí. Lo que decían era una locura, pero una enorme burbuja de luz al sur, y otra más pequeña al sudoeste, donde la 117 enfilaba hacia Castle Rock, sugerían que esa noche las locuras resultaban ser ciertas.
La puerta del Hummer se abrió, se cerró con un ruido seco. Su padre caminó hacia él, el maletín chocaba contra uno de sus muslos. No parecía suspicaz, receloso ni enfadado. Se sentó al lado de Junior en el peldaño sin decir palabra. Después, en un gesto que pilló a su hijo completamente desprevenido, le puso una mano en el cuello y apretó con suavidad.
– ¿Te has enterado? -preguntó.
– Algo he oído -repuso Junior-. Pero no lo entiendo.
– Nadie lo entiende. Me parece que nos esperan unos días duros hasta que todo esto se solucione. Así que tengo que preguntarte algo.
– ¿El qué? -La mano de Junior se cerró sobre la culata de la pistola.
– ¿Estáis dispuestos a colaborar? ¿Tus amigos y tú? ¿Frankie? ¿Carter y el chico de los Searles?
Junior guardaba silencio, expectante. ¿De qué iba ese rollo?
– Peter Randolph está ejerciendo de jefe de policía. Va a necesitar a algunos hombres para cubrir los turnos. Hombres buenos. ¿Estás dispuesto a servir como ayudante hasta que este dichoso lío de tres pares de cajones haya pasado?
Junior sintió el impulso salvaje de gritar de risa. ¡O de triunfo! O de ambas cosas. Seguía teniendo la mano de Big Jim en la nuca. No apretaba. No pellizcaba. Casi… acariciaba.
Apartó la mano del arma de su bolsillo. Se le ocurrió que seguía en racha: la madre de todas las rachas.
Ese día había matado a dos chicas a las que conocía desde la infancia.
Al día siguiente sería policía municipal.
– Claro, papá -dijo-. Si nos necesitáis, ahí estaremos. -Y por primera vez en cuatro años (puede que más), le dio un beso la mejilla a su padre.
Barbie y Julia Shumway no hablaron mucho; no había mucho que decir. Su coche, por lo que Barbie podía ver, era el único de la carretera, pero en cuanto dejaron atrás el pueblo vieron que había luz en las ventanas de casi todas las granjas. Allí, donde siempre había tareas de las que ocuparse y nadie se fiaba del todo de la compañía eléctrica de Western Maine, casi todo el mundo tenía un generador. Cuando pasaron por delante de la torre de emisión de la WCIK, las dos luces rojas de lo alto brillaban como siempre. La cruz eléctrica que había delante del edificio del pequeño estudio radiofónico también estaba encendida: un esplendoroso faro blanco en la oscuridad. Por encima de ella, las estrellas derramaban en el cielo su habitual derroche, una interminable catarata de energía que no necesitaba ningún generador para alimentarse.
– Solía venir por aquí a pescar -dijo Barbie-. Es muy tranquilo.
– ¿Había suerte?
– Mucha, aunque a veces el aire olía a los calzoncillos sucios de los dioses. A fertilizante o algo así. Nunca me atreví a comer lo que pescaba.
– A fertilizante no, a gilipolleces. También conocido como el olor de la superioridad moral.
– ¿Cómo dices?
Señaló la oscura silueta de un campanario que tapaba las estrellas.
– La iglesia del Santo Cristo Redentor -dijo-. Son los dueños de la WCIK, la acabamos de pasar. Conocida también como Radio Jesús.
Barbie se encogió de hombros.
– Supongo que debo de haber visto el campanario. Y conozco la emisora. No hay forma de escapar de ella si vives por aquí y tienes una radio. ¿Fundamentalistas?
– A su lado los baptistas de línea dura parecen unos blandos. Yo, personalmente, voy a la Congregación. No soporto a Lester Coggins, detesto todo eso del «Ja, ja, tú vas a ir al infierno y nosotros no». Estilos diferentes para personas diferentes, supongo. Aunque es cierto que a menudo me he preguntado cómo pueden permitirse una emisora de radio de cincuenta mil vatios.
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