– Seguro que sí, seguro que sí. Y seguramente por eso nadie nos ha puesto al corriente todavía. Podría ser, oh, sí, y rezo por que esa sea la explicación. Espero que todos hayáis estado rezando.
Todos asintieron con diligencia.
– Pero ahora mismo… -Big Jim miró en derredor con seriedad. Se sentía serio. Pero también se sentía pletórico. Y dispuesto. No le pareció imposible que su fotografía ocupara la portada de la revista Time antes de final de año. Un desastre (sobre todo un desastre desencadenado por los terroristas) no siempre era algo del todo malo. Solo había que ver lo que había hecho por Rudy Giuliani-. Ahora mismo, dama y caballeros, creo que debemos enfrentarnos a la posibilidad muy real de haber quedado abandonados a nuestra suerte.
Andrea se tapó la boca con la mano. Sus ojos brillaban, ya fuera por miedo o por el exceso de medicación. Seguramente ambas cosas.
– ¡Eso no puede ser, Jim!
– Esperemos lo mejor pero preparémonos para lo peor, eso es lo que dice siempre Claudette. -Andy habló en un tono de meditación profunda-. Decía. Esta mañana me ha preparado un buen desayuno. Huevos revueltos y un taco de queso que había sobrado. ¡Madre mía!
Las lágrimas, que habían remitido, empezaron a manar de nuevo. Andrea volvió a ofrecerle la mano. Esta vez Andy se la cogió. Andy y Andrea, pensó Big Jim, y una ligera sonrisa le arrugó la mitad inferior de su rostro rollizo. Los mellizos Papanatas.
– Esperemos lo mejor pero planifiquemos para lo peor -dijo-. Qué buen consejo es ese. El peor de los casos, en nuestra situación, podría suponer días aislados del mundo exterior. O una semana. Puede que incluso un mes. -En realidad no creía que tanto, pero se darían más prisa en hacer lo que él quería si los asustaba.
Andrea repitió:
– ¡Eso no puede ser!
– No lo sabemos -repuso Big Jim. Al menos esa era la pura verdad-. ¿Cómo vamos a saberlo?
– Tal vez deberíamos cerrar el Food City -dijo Randolph-. Al menos por el momento. Si no lo hacemos, es probable que se llene como antes de una tormenta de nieve.
Rennie estaba molesto. Tenía un orden del día y ese punto aparecía en él, pero no era el primero.
– O tal vez no sea buena idea -dijo Randolph, leyendo la cara del segundo concejal.
– La verdad, Pete, es que no creo que sea buena idea -dijo Big Jim-. Es el mismo principio por el que nunca se cierra un banco cuando la divisa escasea. Eso solo provocaría una avalancha.
– ¿Estamos hablando de cerrar también los bancos? -preguntó Andy-. ¿Qué haremos con los cajeros automáticos? Hay uno en Brownie's, en la gasolinera, en mi Drugstore, claro… -Parecía perdido, pero entonces se animó-. Creo que incluso he visto uno en el centro de salud, aunque de ese no estoy del todo seguro…
Rennie se preguntó por un instante si Andrea no le habría dado al hombre alguna de sus pastillas.
– Solo era una metáfora, Andy. -Mantenía un tono de voz comedido y amable. Eso era exactamente lo que podía esperarse cuando la gente se apartaba del orden del día-. En una situación como esta, la comida es dinero, por decirlo de algún modo. Lo que estoy diciendo es que debería abrir como de costumbre. Eso mantendrá a la gente tranquila.
– Ah -dijo Randolph. Eso lo había entendido-. Ya lo capto.
– Pero tendrás que hablar con el gerente del supermercado… ¿Cómo se llama? ¿Cade?
– Cale -dijo Randolph-. Jack Cale.
– También con Johnny Carver de la gasolinera, y… ¿quién narices lleva Brownie's desde que murió Dil Brown?
– Velma Winter -dijo Andrea-. Es de fuera, pero es muy maja.
Rennie se sintió satisfecho al ver que Randolph anotaba todos los nombres en su cuaderno de bolsillo.
– Diles a esas tres personas que la venta de cerveza y licor queda suspendida hasta nuevo aviso. -Su rostro se contrajo en una expresión de placer bastante terrorífica-. Y el Dipper's queda cerrado.
– A un montón de gente no le va a gustar nada que se cierre el grifo del alcohol -dijo Randolph-. Gente como Sam Verdreaux. -Verdreaux era el fracasado más notorio del pueblo, un ejemplo perfecto (en opinión de Big Jim) de por qué nunca debería haberse revocado la Ley Seca.
– Sam y los de su calaña tendrán que aguantarse una vez que sus provisiones actuales de cerveza y brandy de café se hayan agotado. No podemos tener a la mitad de la ciudad emborrachándose como si fuese Fin de Año.
– ¿Por qué no? -preguntó Andrea-. Agotarán las provisiones y así se acabará todo.
– ¿Y si entretanto les da por organizar disturbios?
Andrea guardó silencio. No veía ningún motivo para que la gente se pusiera a organizar disturbios -no, si tenían comida-, pero discutir con Jim Rennie, según había descubierto, solía ser improductivo y siempre era agotador.
– Enviaré a un par de chicos para que hablen con ellos -dijo Randolph.
– Ve a hablar con Tommy y Willow Anderson personalmente. -Los Anderson llevaban el Dipper's-. Pueden resultar problemáticos. -Bajó la voz-. Extremistas.
Randolph asintió.
– Extremistas izquierdosos. Tienen una foto del Tío Barack encima de la barra.
– Justamente eso. - Y, no hacía falta decirlo, Duke Perkins dejaba que esos dos puñeteros hippies siguieran con sus bailecitos y su rock-and-roll a todo volumen y sus bebidas alcohólicas hasta la una de la madrugada. Los protegía. Y mira la de problemas que eso les ha supuesto a mi hijo y sus amigos. Se volvió hacia Andy Sanders-. Tú, además, tienes que guardar bajo llave todos los fármacos para los que se necesite receta. Bueno, los sprays nasales, los ansiolíticos y esas cosas, no. Ya sabes a cuáles me refiero.
– Todo lo que la gente pueda usar para drogarse -dijo Andy- ya está guardado bajo llave. -Parecía incómodo con el giro que había dado la conversación.
Rennie sabía por qué, pero en ese preciso momento no le preocupaban sus diversas tentativas comerciales; tenían asuntos más acuciantes.
– Mejor tomar medidas adicionales, por si acaso.
Andrea parecía alarmada. Andy le dio unas palmaditas en la mano.
– No te preocupes -dijo-, tenemos suficiente para ocuparnos de los que lo necesitan de verdad.
Andrea le sonrió.
– Lo primordial es que este pueblo se mantenga sobrio hasta que termine la crisis -dijo Jim-. ¿Estamos de acuerdo? A ver esas manos.
Las manos se alzaron.
– Bien -dijo Rennie-, ¿puedo regresar al punto por el que quería empezar? -Miró a Randolph, que extendió las manos en un gesto que decía a la vez «Adelante» y «Lo siento»-. Tenemos que reconocer que es probable que la gente se asuste. Y cuando la gente se asusta, puede convertirse en demonios, con o sin copas de más.
Andrea miró la consola que había a la derecha de Big Jim: interruptores que controlaban el televisor, la radio AM/FM y el sistema de grabación integrado, una innovación que Big Jim detestaba.
– ¿Eso no debería estar encendido?
– No veo la necesidad.
El puñetero sistema de grabación (reminiscencias de Richard Nixon) había sido idea de un medicucho entrometido llamado Eric Everett, un grano en el pompis de treinta y tantos años al que en el pueblo conocían como «Rusty». Everett había soltado esa idiotez del sistema de grabación en la asamblea municipal de hacía dos años, presentándolo como un gran salto adelante. La propuesta resultó una sorpresa que no fue bien recibida por Rennie, quien rara vez se veía sorprendido, y menos por foráneos de la política.
Big Jim había objetado que el coste sería prohibitivo. Esa táctica solía funcionar con los ahorrativos yanquis, pero esa vez no coló. Everett había presentado un presupuesto, proporcionado seguramente por Duke Perkins, en el que se recogía que el gobierno federal pagaría el ochenta por ciento. No Sé Qué Ayuda Para Desastres; una reliquia de los años de libre dispendio de Clinton. Rennie se había visto acorralado.
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