Stephen King - La Cúpula

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La cúpula. Un día de octubre la pequeña ciudad americana de Chester´s Mill se encuentra totalmente aislada por una cúpula transparente e impenetrable. Nadie sabe de dónde ha salido ni por qué está allí. Sólo saben que poco a poco se agotarán las provisiones y hasta el oxígeno que respiran. Es una soleada mañana de otoño en la pequeña ciudad de Chester´s Mill. Claudette Sanders disfruta de su clase de vuelo y Dale Barbara, Barbie para los amigos, hace autostop en las afueras. Ninguno de los dos llegará a su destino. De repente, una barrera invisible ha caído sobre la ciudad como una burbuja cristalina e inquebrantable. Al descender, ha cortado por la mitad a una marmota y ha amputado la mano a un jardinero. El avión que pilotaba Claudette ha chocado contra la cúpula y se ha precipitado al suelo envuelto en llamas. Dale Barbara, veterano de la guerra de Irak, ha de regresar a Chester´s Mill, el lugar que tanto deseaba abandonar. El ejército pone a Barbie al cargo de la situación pero Big Jim Rennie, el hombre que tiene un pie en todos los negocios sucios de la ciudad, no está de acuerdo: la cúpula podría ser la respuesta a sus plegarias. A medida que la comida, la electricidad y el agua escasean, los niños comienzan a tener premoniciones escalofriantes. El tiempo se acaba para aquellos que viven bajo la cúpula. ¿Podrán averiguar qué ha creado tan terrorífica prisión antes de que sea demasiado tarde? Una historia apocalíptica e hipnótica. Totalmente fascinante. Lo mejor de Stephen King.

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Sam no estaba orgulloso de su papel como instigador de los disturbios del Food City. Había compartido muchos lingotazos y muchas cervezas con el padre de Georgia Roux a lo largo de los años y se sentía mal por haberle dado en la cara con una piedra a la hija de aquel hombre. No hacía más que pensar en el sonido que produjo aquel pedazo de cuarzo al impactar, y en cómo se había desencajado la mandíbula rota de Georgia, que pareció el muñeco de un ventrílocuo con la boca reventada. ¡Podría haberla matado, por Dios bendito! Seguramente era un milagro que no lo hubiera hecho… aunque no es que la chica hubiese durado mucho más. Y luego pensó algo más triste todavía: si él la hubiera dejado en paz, no habría acabado en el hospital. Y si no hubiera estado en el hospital, seguramente seguiría con vida.

Visto así, sí que la había matado.

La explosión de la emisora de radio hizo que despertara de un sueño de embriaguez y se sentara en la cama de un salto, aferrándose el pecho y mirando en derredor como un poseso. La ventana que había sobre su cama había volado por los aires. De hecho, todas las ventanas habían estallado, y la explosión había arrancado de sus bisagras la puerta principal de la cabaña, que daba al oeste.

Sam salió andando por encima de la puerta y se quedó paralizado en su patio delantero, que estaba lleno de malas hierbas y neumáticos, con la mirada fija en el oeste, donde el mundo entero parecía estar en llamas.

4

En el refugio nuclear, bajo el emplazamiento que antes había ocupado el ayuntamiento, el generador -pequeño, anticuado y, de pronto, lo único que separaba a los ocupantes del sótano del más allá- funcionaba con normalidad. Las luces de emergencia proyectaban un brillo amarillento desde las esquinas de la sala principal. Carter estaba sentado en la única silla que había, Big Jim ocupaba casi todo el viejo sofá de dos plazas mientras comía sardinas en lata. Las sacaba de una en una con sus rechonchos dedos y las colocaba sobre crackers Saltine.

Los dos hombres tenían poco que decirse; el televisor portátil que Carter había encontrado criando polvo en la habitación de las literas acaparaba toda su atención. Solo recibían un canal (el WMTW, de Poland Spring), pero con uno bastaba. Y sobraba, la verdad; era difícil asimilar aquella devastación. El centro del pueblo había quedado destruido. Las fotografías de satélite mostraban que el bosque de los alrededores de Chester Pond había quedado reducido a escombros, y el gentío del día de Visita, en la 119, no era más que polvo flotando en un viento agónico. La Cúpula se había hecho visible hasta una altura de seis mil metros: un interminable muro carcelario recubierto de hollín que encerraba un pueblo entero, el setenta por ciento del cual había quedado abrasado.

No mucho después de la explosión, la temperatura en el sótano había empezado a subir claramente. Big Jim le dijo a Carter que encendiera el aire acondicionado.

– ¿El generador podrá con ello? -preguntó Carter.

– Si no puede, nos freiremos -contestó Big Jim de mal humor-. ¿Qué diferencia hay?

No me contestes de esa manera, pensó Carter. No me contestes así, cuando eres tú el que ha provocado todo esto. El responsable de todo.

Se levantó para buscar la unidad de aire acondicionado y, al hacerlo, otra idea le cruzó por la cabeza: esas sardinas apestaban. Se preguntó qué diría el jefe si le soltaba que lo que se estaba metiendo en la boca olía a coño viejo muerto.

Pero Big Jim le había llamado «hijo» y lo había dicho de corazón, así que Carter mantuvo la boca cerrada. Además, al encender el aire acondicionado se puso en marcha a la primera. El sonido del generador, sin embargo, se volvió algo más grave, como si cargase con más peso de la cuenta. Engulliría más deprisa sus existencias de propano líquido.

No importa, tiene razón, tenemos que encenderlo, se dijo Carter al ver las incesantes escenas de devastación en la tele. La mayoría procedían de satélites o aviones de reconocimiento que volaban a mucha altura. En los niveles más bajos, casi toda la Cúpula se había vuelto opaca.

Excepto, según descubrieron Big Jim y él, en el extremo nororiental del pueblo. A eso de las tres en punto de la tarde, la cobertura televisiva se trasladó hasta allí, y de pronto las imágenes de vídeo procedían del otro lado de un bullicioso puesto de avanzada que el ejército había montado en el bosque.

«Aquí Jake Tapper desde el TR-90, un núcleo urbano sin municipio que queda al norte de Chester's Mills. Esto es todo lo que nos permiten acercarnos, pero, como pueden ver, ha habido supervivientes. Repito, ha habido supervivientes.»

– Hay supervivientes aquí mismo, tonto del culo -dijo Carter.

– Cállate -replicó Big Jim. La sangre afluía a sus gruesos carrillos y le cruzaba la frente en una línea ondulada. Los ojos se le salían de las órbitas, tenía los puños apretados-. Ese es Barbara. ¡Es ese hijo de fruta de Dale Barbara!

Carter lo vio entre otras personas. Las imágenes estaban tomadas con una cámara de teleobjetivo bastante potente, lo cual las hacían muy temblorosas (era como estar viendo a un grupo de gente a través de la calima del calor), pero aun así se distinguían con claridad. Barbara. La reverenda respondona. El médico hippy. Un montón de críos. Esa Everett.

Esa puta nos mintió desde el principio, pensó Big Jim. Nos mintió y el estúpido de Carter la creyó.

«El estruendo que oyen no son helicópteros -estaba diciendo Jake Tapper-. Si pudiéramos retroceder un poco…»

La cámara retrocedió y encuadró una hilera de ventiladores enormes sobre plataformas rodantes, cada uno de ellos conectado a su propio generador. Al ver toda esa potencia a tan pocos kilómetros de distancia, a Carter se le removieron las tripas de envidia.

«Ya lo ven -prosiguió Tapper-. No son helicópteros, sino ventiladores industriales. Ahora… si podemos volver a enfocar a los supervivientes…»

La cámara lo hizo. Estaban arrodillados o sentados junto a la Cúpula, directamente delante de los ventiladores. Carter veía cómo la brisa les movía el pelo. No es que ondeara, pero estaba claro que se movía. Cual algas en una tranquila corriente submarina.

– Ahí está Julia Shumway -soltó Big Jim con asombro-. Tendría que haber matado a esa mala púa cuando tuve ocasión de hacerlo.

Carter no le prestó atención. Tenía la mirada clavada en el televisor.

«La potencia unida de cuatro docenas de ventiladores deberían bastar para tirar a esa gente al suelo, Charlie -dijo Jake Tapper-, pero desde aquí parece que no les llegue más que el aire que necesitan para mantenerse vivos en una atmósfera que se ha convertido en una sopa ponzoñosa de dióxido de carbono, metano y Dios sabe qué más. Nuestros expertos nos dicen que la limitada provisión de oxígeno de Chester's Mills se ha agotado alimentando el fuego. Uno de esos expertos, el profesor de Química Donald Irving, de Princeton, me ha comentado por teléfono móvil que ahora mismo el aire del interior de la Cúpula puede no ser demasiado diferente a la atmósfera de Venus.»

La imagen saltó a un Charlie Gibson de aspecto preocupado, a salvo en Nueva York. ( Capullo con suerte, pensó Carter.)

«¿Algún indicio sobre lo que puede haber originado el fuego?»

De vuelta a Jake Tapper… y luego a los supervivientes en su pequeña cápsula de aire respirable.

«Ninguno, Charlie. Ha sido una explosión, eso está claro, pero no tenemos más declaraciones por parte del ejército, y nada de Chester's Mills. Algunas de las personas que veis en la pantalla deben de tener teléfono, pero, si se están comunicando con alguien, solo es con el coronel James Cox, que se ha presentado aquí hace unos cuarenta y cinco minutos e inmediatamente ha entablado conversación con los supervivientes. Mientras la cámara recoge esta lúgubre escena desde nuestra alejada posición, dejadme que dé a los preocupados telespectadores de Estados Unidos, y de todo el mundo, los nombres de las personas que se encuentran ahora junto a la Cúpula y que han podido ser identificadas. Me parece que tenéis imágenes de algunos de ellos, y quizá podéis mostrarlas en pantalla mientras repaso la lista. Creo que está por orden alfabético, pero no me toméis al pie de la letra.»

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