Stephen King - La Cúpula

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La cúpula. Un día de octubre la pequeña ciudad americana de Chester´s Mill se encuentra totalmente aislada por una cúpula transparente e impenetrable. Nadie sabe de dónde ha salido ni por qué está allí. Sólo saben que poco a poco se agotarán las provisiones y hasta el oxígeno que respiran. Es una soleada mañana de otoño en la pequeña ciudad de Chester´s Mill. Claudette Sanders disfruta de su clase de vuelo y Dale Barbara, Barbie para los amigos, hace autostop en las afueras. Ninguno de los dos llegará a su destino. De repente, una barrera invisible ha caído sobre la ciudad como una burbuja cristalina e inquebrantable. Al descender, ha cortado por la mitad a una marmota y ha amputado la mano a un jardinero. El avión que pilotaba Claudette ha chocado contra la cúpula y se ha precipitado al suelo envuelto en llamas. Dale Barbara, veterano de la guerra de Irak, ha de regresar a Chester´s Mill, el lugar que tanto deseaba abandonar. El ejército pone a Barbie al cargo de la situación pero Big Jim Rennie, el hombre que tiene un pie en todos los negocios sucios de la ciudad, no está de acuerdo: la cúpula podría ser la respuesta a sus plegarias. A medida que la comida, la electricidad y el agua escasean, los niños comienzan a tener premoniciones escalofriantes. El tiempo se acaba para aquellos que viven bajo la cúpula. ¿Podrán averiguar qué ha creado tan terrorífica prisión antes de que sea demasiado tarde? Una historia apocalíptica e hipnótica. Totalmente fascinante. Lo mejor de Stephen King.

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Había funcionado bien, y seguía haciéndolo, pero Ollie sabía que no duraría mucho más. El fuego se lo llevaría consigo igual que se había llevado todo lo demás. Le sorprendería que le quedara más de un minuto de luz.

Puede que dentro de un minuto ni siquiera esté vivo.

En el centro del sucio suelo de cemento estaba la calibradora de patatas, un enredo de correas, cadenas y engranajes que tenía aspecto de antiguo instrumento de tortura. Más allá había una montaña de papas. Había sido un buen otoño para las patatas, y los Dinsmore habían acabado de cosecharlas apenas tres días antes de que cayera la Cúpula. En un año normal y corriente, Alden y sus chicos las habrían calibrado durante todo noviembre para venderlas en el mercado de cooperativas de productores de Castle Rock y en varios puestos de carretera en Motton, Harlow y Tarker's Mills. Ese año las papas no darían dinero, pero Ollie pensó que a lo mejor le salvaban la vida.

Corrió hasta el pie del montón y se detuvo a examinar las dos botellas. El indicador de la que había encontrado en la casa decía que estaba a mitad de su capacidad, pero la aguja de la del garaje señalaba hasta bien arriba del sector verde. Ollie dejó caer al suelo de cemento la que estaba medio llena y conectó la mascarilla a la del garaje. Lo había hecho muchísimas veces cuando el abuelito Tom aún vivía, y no tardó más que unos segundos.

Justo cuando volvía a colgarse la mascarilla alrededor del cuello, las luces se apagaron.

El aire estaba cada vez más caliente. El chico se arrodilló y empezó a abrirse paso entre la fría mole de patatas empujándose con los pies, protegiendo la alargada botella con su cuerpo y arrastrándola bajo él con una mano. Con la otra realizaba extrañas brazadas de natación.

Entonces oyó que las patatas caían en avalancha por encima de él y, presa del pánico, luchó por contener el impulso de retroceder. Era como quedar enterrado vivo, y lo cierto es que, aunque no dejaba de repetirse que si no se enterraba vivo moriría sin remedio, no le servía de mucho. Boqueaba para respirar, tosía, tenía la sensación de inhalar tanta tierra de las patatas como aire. Se puso la mascarilla de oxígeno sobre el rostro y… nada.

Toqueteó la válvula de la botella durante lo que le pareció una eternidad, el corazón le latía con fuerza en el pecho, como un animal en una jaula. Unas flores rojas empezaron a abrirse tras sus ojos, en la oscuridad. El frío peso vegetal lo aplastaba. Estaba loco por intentar aquello, tan loco como lo estuvo su hermano Rory al disparar un tiro contra la Cúpula, e iba a pagar el precio. Iba a morir.

Por fin sus dedos encontraron la válvula. Al principio no había forma de hacerla girar, y entonces se dio cuenta de que estaba intentando girarla en la dirección equivocada. Después cambió la dirección de sus dedos y una bendita corriente de aire limpio inundó la mascarilla.

Ollie permaneció tumbado bajo las patatas, respirando entrecortadamente. Se removió un poco cuando el fuego hizo saltar la puerta de lo alto de la escalera; por un momento llegó a ver el lecho de tierra en el que yacía. La temperatura iba en aumento y él se preguntó si la botella medio llena que había dejado atrás explotaría. También se preguntó cuánto tiempo había conseguido ganar gracias a esa botella llena, y si había valido la pena.

Pero eso era cosa de su cerebro. Su cuerpo respondía a un único imperativo, y era mantenerse con vida. Ollie empezó a enterrarse más hondo en la montaña de patatas, arrastrando consigo la botella de oxígeno, recolocándose la mascarilla en la cara cada vez que se le torcía.

3

Si los corredores de Las Vegas hubieran hecho apuestas sobre quiénes tenían más probabilidades de sobrevivir a la catástrofe del día de Visita, en el caso de Sam Verdreaux habrían sido de mil contra uno. Sin embargo, cosas más improbables se han visto (es lo que sigue atrayendo a la gente a las mesas de juego) y Sam era la figura que Julia había visto avanzar penosamente por Black Ridge Road poco antes de que los expatriados corrieran hacia los vehículos que estaban en la granja.

Sam «el Desharrapado», el Hombre del Calor Enlatado, había sobrevivido por la misma razón que Ollie: tenía oxígeno.

Cuatro años antes había ido a ver al doctor Haskell (el Mago, ya sabes quién es). Cuando Sam le dijo que últimamente tenía la sensación de quedarse sin aliento, el doctor Haskell auscultó al viejo borrachuzo y le preguntó cuánto fumaba.

«Bueno -había dicho Sam-, antes solía acabarme cuatro paquetes al día, cuando trabajaba n'el bosque, pero ahora que tengo la invalidez y estoy con la seguridad social, he recortado unos cuantos.»

El doctor Haskell le preguntó qué significaba eso en términos de consumo real. Sam dijo que suponía que había bajado a dos paquetes diarios. American Eagles.

«Antes fumaba Chesterfoggies, pero ahora solo los venden con filtro -explicó-. Además, son caros. Los Iggles son baratos y puedes quitarles el filtro antes d'encenderlos. Es facilísimo.» Y se puso a toser.

El doctor Haskell no encontró cáncer de pulmón (una sorpresa, en cierto modo), pero los rayos X parecían mostrar un buen caso de enfisema, así que le dijo a Sam que seguramente tendría que hacer uso del oxígeno durante el resto de su vida. Era un diagnóstico erróneo, pero no había que ser demasiado duro con el hombre. Como dicen los entendidos, la explicación más sencilla suele ser siempre la correcta. Además, uno siempre tiende a ver aquello que está buscando, ¿no es así? Y aunque el doctor Haskell había tenido lo que podría considerarse una muerte de película, nadie, ni siquiera Rusty Everett, lo tomó jamás por Gregory House. Lo que Sam padecía en realidad era bronquitis, y mejoró poco después de que el Mago le diera su diagnóstico.

Para entonces, sin embargo, Sam ya estaba inscrito en Castles in the Air (una empresa con sede en Castle Rock, por supuesto) para recibir una entrega semanal de oxígeno, y nunca llegó a cancelar el servicio. ¿Por qué habría de hacerlo? Igual que su medicamento para la hipertensión, el oxígeno lo cubría aquello que él llamaba EL SEGURO. Sam no acababa de entender qué era eso de EL SEGURO, pero sí comprendía que no tenía que pagar nada de su bolsillo por el oxígeno. También descubrió que unas inhalaciones de oxígeno puro conseguían, a su manera, animar un poco al cuerpo.

A veces, no obstante, pasaban semanas sin que a Sam se le ocurriera visitar la pequeña choza destartalada en la que él pensaba como «el bar del oxígeno». Después, cuando los tipos de Castles in the Air se presentaban para llevarse las botellas vacías (algo en lo que a veces se mostraban bastante poco eficientes), Sam se iba a su bar del oxígeno, abría las válvulas, dejaba las botellas secas, las apilaba en la vieja carretilla roja de su hijo y las arrastraba hasta el camión de un vivo color azul con burbujas pintadas.

Si todavía hubiese vivido en la Little Bitch Road, donde se encontraba el antiguo hogar Verdreaux, Sam habría acabado chamuscado como una patata frita (lo que le pasó a Marta Edmunds) pocos minutos después de la explosión inicial. Pero la vieja casa y la parcela de bosque que antaño la rodeaba le habían sido expropiadas hacía mucho por no pagar los impuestos (y, en 2008, una de las muchas empresas tapadera de Jim Rennie había vuelto a comprarlas… a precio de saldo). Sin embargo, su hermana pequeña tenía una parcela de tierra no muy grande en God Creek, y allí era donde estaba viviendo Sam el día en que el mundo voló por los aires. La cabaña no era gran cosa, y él tenía que hacer sus necesidades en un excusado exterior (la única agua corriente que había la suministraba una vieja bomba de mano que había en la cocina), pero como hay cielo que los impuestos se pagaban. De eso se encargaba su hermana… y él tenía EL SEGURO.

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