Ollie Dinsmore ve a Dolly, la preciosa vaca Brown Swiss con la que una vez ganó un primer premio de 4-H (el nombre se lo puso su madre porque le parecía que Ollie y Dolly sonaba gracioso). Dolly galopa pesadamente hacia la Cúpula mientras el weimeraner de alguien le mordisquea las patas, que ya le sangran. La vaca choca contra la barrera produciendo un crujido que Ollie no puede oír por encima del fuego que se acerca… pero en su mente sí lo oye, y, en cierta forma, ver a ese perro igualmente condenado abalanzarse sobre la pobre Dolly y empezar a desgarrarle las indefensas ubres es aún peor que haber encontrado muerto a su padre.
Ver agonizar a la que fue su vaca preferida hace reaccionar al chico. Ni siquiera sabe si existe la más remota posibilidad de sobrevivir a ese día terrible, pero de repente con una nitidez total ve dos cosas. Una es la botella de oxígeno con la gorra de los Red Sox de su difunto padre encima. La otra es la mascarilla de oxígeno del abuelito Tom colgando del gancho de la puerta del baño. Mientras Ollie corre hacia la granja en la que ha vivido toda su vida (la granja que pronto dejará de existir), solo tiene un pensamiento completamente coherente: el sótano de las patatas. Enterrado bajo el establo, internándose en el subsuelo de la colina que hay detrás de la casa, el sótano de las patatas podría ser un lugar seguro.
Los expatriados siguen de pie junto al campo de manzanos. Barbie no ha conseguido que lo escuchen, y mucho menos ponerlos en marcha. Sin embargo, debe llevarlos de vuelta a la granja y los vehículos. Enseguida.
Desde allí gozan de una vista panorámica de todo el pueblo, y Barbie puede anticipar la trayectoria que seguirá el fuego, igual que un general podría anticipar la ruta más probable de un ejército invasor gracias a las fotografías aéreas. La explosión arrasa hacia el sudeste y podría detenerse en la orilla oeste del Prestile. El río, a pesar de estar seco, debería actuar como cortafuegos natural. El vendaval explosivo generado por el incendio también ayudará a mantenerlo alejado del cuadrante más septentrional del pueblo. Si las llamas lo arrasan todo hasta la Cúpula en los límites municipales de Castle Rock y Motton (el talón y la suela de la bota), las partes de Chester's Mills que limitan con el TR-90 y el norte de Harlow podrían salvarse. Al menos del fuego. Sin embargo, no es el fuego lo que preocupa a Barbie.
Lo que le preocupa es el viento.
Lo siente; sopla sobre sus hombros y entre sus piernas separadas, con fuerza suficiente para hacer ondear su ropa y alborotar la melena de Julia alrededor de su cara. Se aleja de ellos para alimentar el fuego y, puesto que Mills es ahora un ecosistema casi herméticamente sellado, quedará muy poco aire saludable para reemplazar el que está siendo consumido. Barbie tiene una visión salida de una pesadilla: pececillos de colores muertos, flotando en la superficie de un acuario en el que se ha agotado el oxígeno.
Julia se vuelve hacia él antes de que Barbie pueda impedírselo, le señala algo a lo lejos, abajo: una figura que avanza con dificultad por Black Ridge Road, tirando de un objeto con ruedas. A esa distancia, Barbie no es capaz de distinguir si el refugiado es un hombre o una mujer, y además no importa. Quien sea morirá de asfixia casi con toda seguridad mucho antes de llegar a algún punto elevado.
Estrecha la mano de Julia y acerca los labios a su oído.
– Tenemos que irnos. Dale la mano a Piper, y que ella se la dé a quien tenga al lado. Así todo el mundo.
– ¿Y ese de ahí? -grita ella, señalando todavía a la figura que avanza lentamente. Puede que lo que arrastra tras de sí sea una carretilla de niño. Está cargada con algo que debe de ser pesado, porque la figura avanza muy inclinada y se mueve muy despacio.
Barbie tiene que hacérselo comprender, porque ahora el tiempo apremia.
– No te preocupes por él. Volvemos a la granja. Ahora mismo. Que todo el mundo se dé la mano para que nadie se quede atrás.
Ella intenta volverse y mirarlo a los ojos, pero Barbie le impide moverse. Quiere estar cerca de su oído (literalmente), porque debe hacérselo comprender.
– Si no nos marchamos ahora mismo, podría ser demasiado tarde. Nos quedaremos sin aire.
En la 117, la furgoneta Datsun de Velma Winter encabeza un desfile de vehículos a la fuga. Lo único en lo que consigue pensar la mujer es en el fuego y el humo que ocupan todo su espejo retrovisor. Va a ciento diez cuando choca contra la Cúpula, cuya existencia ha olvidado por completo a causa del pánico (no es más que otro pájaro, dicho de otro modo, solo que en el suelo). La colisión tiene lugar en el mismo lugar en el que Billy y Wanda Debec, Nora Robichaud y Elsa Andrews cayeron en desgracia hace una semana, poco después de que apareciera la Cúpula. El motor de la furgoneta ligera de Velma sale propulsado hacia atrás y la secciona por la mitad. El segmento superior de su cuerpo atraviesa el parabrisas, deja un rastro de intestinos cual serpentinas, y se estrella contra la Cúpula igual que un jugoso gusano. Es el comienzo de un accidente en cadena de doce vehículos en el que mueren muchas personas. La mayoría solo resultan heridas, pero no sufrirán durante mucho tiempo.
Henrietta y Petra sienten el calor que se abalanza sobre ellas, igual que lo sienten los cientos de personas que se aprietan contra la Cúpula. El viento les alborota el pelo y les arruga la ropa, que pronto estará en llamas.
– Dame la mano, cielo -dice Henrietta, y Petra lo hace.
Ven que el gran autobús amarillo da un amplio giro de borracho. Se tambalea a lo largo de la cuneta, donde esquiva por muy poco a Richie Killian, que primero se hace a un lado y luego salta hacia delante con agilidad para agarrarse a la puerta trasera cuando el autobús pasa junto a él. Levanta los pies y se sube en cuclillas al parachoques.
– Espero que lo consigan -dice Petra.
– Yo también, cielo.
– Pero no creo que vaya a ser así.
Ahora, algunos de los ciervos que huyen dando saltos de la conflagración que se acerca también están en llamas.
Es Henry el que va al volante del autobús. Pamela está junto a él, agarrada a un poste de cromo. Los pasajeros son una docena de vecinos del pueblo, la mayoría de ellos ya habían subido antes porque sufrían algún problema físico. Entre ellos están Mabel Alston, Mary Lou Costas y su niña, que todavía lleva puesta la gorra de béisbol de Henry. El temible Leo Lamoine también va a bordo, aunque su problema parece ser más emocional que físico: está aullando de terror.
– ¡Písale fuerte y ve hacia el norte! -grita Pamela. El fuego casi ha llegado hasta ellos, está a menos de quinientos metros por delante y el sonido que produce hace temblar el mundo-. ¡Acelera como un cabrón y no te pares por nada!
Henry sabe que es inútil, pero también sabe que prefiere intentar escapar así que quedarse indefensamente encogido con la espalda contra la Cúpula, así que enciende las luces y pisa el acelerador. Pamela sale lanzada hacia atrás y cae en el regazo de Chaz Bender, el maestro (a Chaz lo han llevado al autobús cuando ha empezado a sentir palpitaciones), que agarra a Pammie para sujetarla bien. Se oyen chillidos y gritos de alarma, pero Henry apenas los percibe. Sabe que enseguida perderá de vista la carretera a pesar de los faros, pero ¿y qué? Como policía, ha recorrido en coche ese tramo un millar de veces.
Usa la fuerza, Luke, piensa, e incluso llega a reírse mientras se lanza hacia la llameante oscuridad con el pedal del acelerador pisado hasta el fondo. Colgado de la puerta trasera del autobús, Richie Killian de repente no puede respirar. Todavía le da tiempo de ver que tiene fuego en el brazo. Un momento después, la temperatura en el exterior del autobús se eleva hasta los cuatrocientos veinte grados y el chico queda calcinado en su pescante como un resto de carne en la parrilla caliente de una barbacoa.
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