Stephen King - La Cúpula

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La cúpula. Un día de octubre la pequeña ciudad americana de Chester´s Mill se encuentra totalmente aislada por una cúpula transparente e impenetrable. Nadie sabe de dónde ha salido ni por qué está allí. Sólo saben que poco a poco se agotarán las provisiones y hasta el oxígeno que respiran. Es una soleada mañana de otoño en la pequeña ciudad de Chester´s Mill. Claudette Sanders disfruta de su clase de vuelo y Dale Barbara, Barbie para los amigos, hace autostop en las afueras. Ninguno de los dos llegará a su destino. De repente, una barrera invisible ha caído sobre la ciudad como una burbuja cristalina e inquebrantable. Al descender, ha cortado por la mitad a una marmota y ha amputado la mano a un jardinero. El avión que pilotaba Claudette ha chocado contra la cúpula y se ha precipitado al suelo envuelto en llamas. Dale Barbara, veterano de la guerra de Irak, ha de regresar a Chester´s Mill, el lugar que tanto deseaba abandonar. El ejército pone a Barbie al cargo de la situación pero Big Jim Rennie, el hombre que tiene un pie en todos los negocios sucios de la ciudad, no está de acuerdo: la cúpula podría ser la respuesta a sus plegarias. A medida que la comida, la electricidad y el agua escasean, los niños comienzan a tener premoniciones escalofriantes. El tiempo se acaba para aquellos que viven bajo la cúpula. ¿Podrán averiguar qué ha creado tan terrorífica prisión antes de que sea demasiado tarde? Una historia apocalíptica e hipnótica. Totalmente fascinante. Lo mejor de Stephen King.

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Linda estaba en apuros, y lo sabía. Se fue antes de que la situación empeorase. Tenía cinco horas antes de la reunión en la parroquia. No se le ocurría ningún lugar al que ir ni nada que hacer.

Pero entonces tuvo una idea.

11

La mano de Rusty no estaba bien, ni mucho menos. Hasta Barbie podía verlo, y había tres celdas vacías entre ellos.

– Rusty… ¿puedo hacer algo?

Everett logró esbozar una sonrisa.

– No, a menos que tengas unas cuantas aspirinas y me las puedas pasar. Un Darvocet sería aún mejor.

– Intenta relajarte. ¿No te han dado nada?

– No, pero el dolor ha bajado un poco. Sobreviviré. -Sus palabras fueron más optimistas de lo que en realidad sentía; el dolor era atroz, y estaba a punto de aumentar aún más-. Pero tengo que hacer algo con los dedos.

– Buena suerte.

Por increíble que pareciera, no tenía ningún dedo roto, tan solo un hueso de la mano, un metacarpiano, el quinto. Lo único que podía hacer al respecto era arrancar unos cuantos jirones de la camiseta y utilizarlos como vendaje. Pero antes…

Se agarró el dedo índice izquierdo, dislocado en la articulación interfalángica proximal. En las películas siempre se hacía rápido porque así era más espectacular. Por desgracia, si se precipitaba podía empeorar las cosas en lugar de mejorarlas. De modo que se aplicó una presión lenta, constante y cada vez mayor. El dolor era insoportable; sintió cómo le subía hasta la mandíbula. Oyó los crujidos del dedo, como las bisagras de una puerta que no se ha abierto en mucho tiempo. En algún lugar, cerca y al mismo tiempo muy lejos, vio a Barbie apoyado en la puerta de su celda, observándolo.

Entonces, de repente, el dedo volvía a estar recto, como por arte de magia, y el dolor había disminuido. Al menos el de ese dedo. Se sentó en el camastro; jadeaba como si acabara de finalizar una carrera.

– ¿Ya está? -preguntó Barbie.

– Aún no. También tengo que volver a encajar el dedo de «que te follen». Podría necesitarlo.

Rusty se agarró el segundo dedo y se puso manos a la obra. Y de nuevo, cuando parecía que el dolor no podía ir a más, la articulación dislocada regresó a su sitio. Solo le faltaba recolocar el meñique, que estaba torcido, como si se dispusiera a hacer un brindis.

Y lo haría si pudiera, pensó. «Por el día más jodido de la historia.» De la historia de Eric Everett, al menos.

Empezó a envolverse el dedo. También le dolió, y no había una solución rápida.

– ¿Qué has hecho? -preguntó Barbie, y chasqueó los dedos dos veces. Señaló al techo y se llevó una mano a la oreja. ¿Sabía a ciencia cierta que había micrófonos en las celdas, o solo lo sospechaba? Rusty decidió que daba igual, que lo mejor era comportarse como si los hubiera, aunque resultaba difícil creer que se le hubiera ocurrido a alguien en aquel caos.

– He cometido el error de intentar obligar a dimitir a Big Jim -respondió Rusty-. Estoy convencido de que añadirán una docena de acusaciones o más, pero me han metido aquí por decirle que dejara de meter mano en todo o acabaría teniendo un infarto.

Por supuesto, no hizo referencia alguna al caso de Coggins; Rusty creyó que sería más beneficioso para su salud.

– ¿Qué tal es la comida aquí?

– No está mal -dijo Barbie-. Rose me ha traído el almuerzo. Pero ten cuidado con el agua. A veces está un pelín salada.

Estiró los dedos índice y corazón de la mano derecha en una V, se señaló los ojos y luego la boca: «Mira».

Rusty asintió.

«Mañana por la noche», movió los labios sin pronunciar una palabra.

«Lo sé», Rusty hizo lo propio. Marcó las sílabas de un modo tan exagerado que se le agrietaron los labios y volvieron a sangrarle.

Barbie añadió: «Necesitamos… un… escondite… seguro».

Gracias a Joe McClatchey y a sus amigos, Rusty pensó que tenía esa parte solucionada.

12

Andy Sanders tuvo un ataque.

En realidad, fue inevitable; no estaba acostumbrado al cristal y había fumado mucho. Se encontraba en el estudio de la WCIK, escuchando cómo la sinfonía de «El pan nuestro de cada día» se alzaba por encima de «How Great Thou Art», y movía las manos como si fuera un director de orquesta. Se vio a sí mismo descendiendo entre cuerdas eternas de violín.

El Chef estaba en algún lado con la pipa, pero le había dejado un buen suministro de cigarrillos híbridos a los que llamaba «petardos».

– Tienes que ir con cuidado con estos, Sanders -le dijo-. Son dinamita. «Aquellos que no están acostumbrados a la bebida deben hacerlo con moderación», Timoteo 1. Eso también se puede aplicar a los petardos.

Andy asintió muy serio, pero se puso a fumar como un loco en cuanto el Chef se fue: dos petardos, seguidos. Dio una calada tras otra hasta que solo quedaron las colillas, que le quemaban los dedos. El olor a pis de gato del cristal alcanzaba ya los primeros puestos de su lista de grandes éxitos de aromaterapia. Iba por el tercer petardo, y seguía dirigiendo la orquesta como Leonard Bernstein, cuando dio una calada muy grande y perdió el conocimiento al instante. Se cayó al suelo y empezó a temblar en una marea de música sacra. Le salió espuma entre los dientes, a pesar de que los tenía apretados. Los ojos, entreabiertos, giraban en las órbitas, viendo cosas que no estaban ahí. Por lo menos, aún no.

Al cabo de diez minutos se despertó de nuevo, lo suficientemente animado para recorrer el camino entre el estudio y el gran edificio rojo de suministros que había detrás.

– ¡Chef! -gritó-. Chef, ¿dónde estás? ¡YA VIENEN!

Chef Bushey salió por la puerta lateral del edificio de suministros. Tenía el pelo de punta y muy grasiento. Llevaba unos pantalones de pijama mugrientos, con una mancha de orina en la entrepierna y otra de hierba en el trasero. Estampados con ranas de dibujos animados que decían RIBBIT, colgaban de forma precaria de sus caderas huesudas, y dejaban al descubierto una mata de vello púbico por delante y la raja del culo por detrás. Sujetaba su AK-47 con una mano. En la culata había pintado con sumo cuidado las palabras GUERRERO DE DIOS. Sostenía el mando del garaje con la otra mano. Dejó el Guerrero de Dios, pero no el mando de la puerta de Dios. Agarró a Andy de los hombros y lo sacudió con fuerza.

– Basta ya, Anders, estás histérico.

– ¡Ya vienen! ¡Los hombres amargados! ¡Como tú has dicho!

El Chef meditó en silencio.

– ¿Te ha llamado alguien para avisarte?

– ¡No, ha sido una visión! ¡He perdido el conocimiento y he tenido una visión!

El Chef abrió los ojos como platos. El recelo dio paso al respeto. Su mirada pasó de Andy a la Little Bitch Road, y luego de nuevo a Andy.

– ¿Qué has visto? ¿Cuántos son? ¿Vienen todos o solo unos cuantos, como la última vez?

– Yo… Yo… Yo…

El Chef lo sacudió de nuevo, pero en esta ocasión con más tacto.

– Cálmate, Sanders. Ahora perteneces al Ejército del Señor y…

– ¡Soy un soldado cristiano!

– Sí, sí, sí. Y yo soy tu superior. Así que informa.

– Vienen en dos camiones.

– ¿Solo dos?

– Sí.

– ¿Naranja?

– ¡Sí!

El Chef se subió los pantalones del pijama, que regresaron a su anterior posición de forma casi inmediata, y asintió.

– Camiones del ayuntamiento. Seguramente esos tres estúpidos: los Bowie y Don Pollo.

– ¿Don…?

– Killian, Sanders, ¿quién, si no? Fuma cristal pero no entiende el objetivo del cristal. Es un idiota. Vienen a buscar más propano.

– ¿Deberíamos escondernos? ¿Escondernos y dejar que se lo lleven?

– Eso es lo que hice la última vez. Pero esta vez no. Me he cansado de esconderme y dejar que la gente se lleve cosas. Ajenjo ha refulgido. Ha llegado el momento de que los hombres de Dios enarbolen su bandera. ¿Estás conmigo?

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