– ¿Qué pasa? -preguntó Fern.
– ¿Por qué coño tuve que hacer negocios con Rennie?
– ¿Por dinero?
– ¿De qué sirve ahora el dinero? -le espetó Stewart-. ¿Qué voy a hacer, ir a gastarme toda la puta pasta a los Almacenes Burpee's? ¡Seguro que eso me pondría cachondo de cojones!
Abrió la boca de la anciana viuda y le echó el resto de Ritz Bits.
– Ahí tienes, zorra, es la hora del aperitivo.
Stewart agarró su móvil, apretó el botón de CONTACTOS y seleccionó un número.
– Como no esté -dijo, quizá a Fern, aunque lo más probable era que hablase consigo mismo-, saldré a buscarlo y cuando lo encuentre le meteré uno de sus pollos por el puto cu…
Sin embargo Roger Killian sí que estaba. Y en su maldita granja de pollos. Stewart los oía cloquear. También oía los violines avasalladores de Mantovani que sonaban en el equipo de sonido de la granja. Cuando los chicos andaban por ahí, ponían Metallica o Pantera.
– ¿Sí?
– Roger. Soy Stewie. ¿Estás colocado, hermano?
– No -respondió Roger, lo que a buen seguro significaba que había estado fumando cristal, pero qué más daba.
– Baja al pueblo. Reúnete con Fern y conmigo en el aparcamiento. Vamos a llevar dos camiones grandes, de los que tienen grúa, a la WCIK. Hay que trasladar de nuevo todo el propano al pueblo. No podemos hacerlo en un día, pero Big Jim dice que tenemos que empezar ya. Mañana reclutaré a seis o siete chicos más de confianza, algunos del maldito ejército privado de Jim, si nos los presta, y acabaremos el traslado.
– Oh, Stewart, no… ¡Tengo que dar de comer a los pollos! ¡Todos mis hijos trabajan ahora de policías!
Lo que significa, pensó Stewart, que quieres quedarte sentado en ese despachito que tienes, fumando cristal, escuchando esa mierda de música y mirando vídeos de bolleras en el ordenador. No entendía cómo podía ponerse cachondo con aquel pestazo a mierda de pollo tan denso que se podría cortar con un cuchillo, pero Roger Killian lo conseguía.
– No es una misión voluntaria, hermano mío. He recibido órdenes, y yo te las doy a ti. Dentro de media hora. Y si ves a alguno de tus hijos por ahí, reclútalo para la causa.
Colgó antes de que Roger se pusiera a lloriquear de nuevo, y por un instante se quedó ahí, enfurruñado. Lo último que le apetecía hacer esa tarde de miércoles era cargar depósitos de propano en camiones… pero eso era justamente lo que iba a hacer. Qué remedio.
Agarró la manguera del fregadero, la metió entre la dentadura postiza de Arletta Coomb y abrió el agua. Era una manguera de alta presión y el cadáver dio una sacudida en la mesa.
– Para que bajen las galletitas, abuela -gruñó-. No quiero que te atragantes.
– ¡Para! -gritó Fern-. Saldrá todo por el agujero de…
Demasiado tarde.
Big Jim miró a Rusty y lanzó una sonrisa que parecía decir «Ya verás la que te espera». Entonces se volvió hacia Carter y Freddy Denton.
– ¿Habéis oído cómo intentaba coaccionarme el señor Everett?
– Sin duda -respondió Freddy.
– ¿Habéis oído cómo me amenazaba con negarme cierto medicamento que podría salvarme la vida si me negaba a dimitir?
– Sí -respondió Carter, que miró a Rusty con odio. El auxiliar médico se preguntaba cómo podía haber sido tan estúpido.
Ha sido un día muy largo, se lo puedo atribuir a eso.
– El medicamento en cuestión podría haber sido Verapamil, que el tipo del pelo largo me administró por vía intravenosa. -Big Jim mostró sus dientes con otra desagradable sonrisa.
Verapamil. Por primera vez Rusty se maldijo a sí mismo por no haber echado un vistazo al historial de Big Jim, que se encontraba en la puerta. No sería la última vez.
– ¿Qué delitos consideráis que se han cometido? -preguntó Big Jim-. ¿Un delito de amenazas?
– Por supuesto, y extorsión -añadió Freddy.
– Al diablo con eso, ha sido un homicidio frustrado -afirmó Carter.
– ¿Y quién creéis que lo ha incitado?
– Barbie -respondió Carter, y le dio un puñetazo en la boca a Rusty. Este no tuvo tiempo de reaccionar, ni siquiera pudo protegerse. Se tambaleó, chocó con una de las sillas y cayó de costado. Le sangraba la boca.
– Eso ha sido resistencia a la autoridad -observó Big Jim-. Pero no basta. Ponedlo en el suelo, chicos. Lo quiero en el suelo.
Rusty intentó huir, pero apenas logró levantarse de la silla antes de que Carter lo agarrara de un brazo y lo obligara a darse la vuelta. Freddy colocó un pie detrás de sus piernas. Carter le dio un empujón. Como los niños en el patio de la escuela, pensó Rusty mientras caía.
Carter se arrodilló a su lado y Rusty lanzó una bocanada de aire que rozó la mejilla izquierda del policía. Thibodeau se pasó la mano con un gesto de impaciencia, como alguien que intenta espantar a una mosca molesta. Al cabo de un instante estaba sentado sobre el pecho de Rusty con una sonrisa burlona en los labios. Sí, como en el patio, salvo que allí no había ningún monitor que fuera a obligarlo a parar.
Volvió la cabeza hacia Rennie, que estaba de pie.
– Es mejor que no sigas -dijo Rusty entre jadeos. El corazón le latía con fuerza. Apenas le llegaba el aire. Thibodeau pesaba mucho. Freddy Denton estaba arrodillado junto a ambos. A Rusty le pareció que era como el árbitro de uno de esos combates de lucha libre de pantomima.
– Pues voy a hacerlo, Everett -replicó Big Jim-. De hecho. Dios te bendiga, tengo que hacerlo. Freddy, coge mi móvil. Lo tiene en el bolsillo del pecho y no quiero que se rompa. Ese puñetero me lo ha robado. Puedes añadirlo al informe cuando os lo llevéis a la comisaría.
– Hay más gente que lo sabe -añadió Rusty. Nunca se había sentido tan indefenso. Ni tan estúpido. Tampoco le sirvió de mucho decirse a sí mismo que no era el primero que subestimaba a James Rennie padre-. Hay más gente que sabe lo que has hecho.
– Quizá -admitió Big Jim-. Pero ¿quiénes son? Otros amigos de Dale Barbara. Los mismos que causaron los disturbios en el supermercado, los mismos que quemaron el periódico. Los mismos que han creado la Cúpula, no me cabe la menor duda. Una especie de experimento del gobierno, eso es lo que creo. Pero no somos un puñado de ratas encerradas en una jaula, ¿verdad? ¿Verdad, Carter?
– No.
– Freddy, ¿a qué esperas?
Denton había escuchado a Big Jim con una expresión que decía «Ahora lo entiendo». Cogió el móvil de Big Jim del bolsillo del pecho de Rusty y lo lanzó a uno de los sofás. Luego se volvió hacia Everett.
– ¿Cuánto tiempo llevabais planeando esto? ¿Cuánto tiempo llevabais planeando encerrarnos en el pueblo para observar cómo reaccionábamos?
– Freddy, escucha lo que dices -le pidió Rusty. Las palabras brotaron entre resuellos. Por Dios, Thibodeau pesaba mucho-. Es una locura. No tiene sentido. ¿Es que no ves…?
– Sujétale la mano en el suelo -ordenó Big Jim-. La izquierda.
Freddy obedeció la orden. Rusty intentó apartarla, pero no pudo hacer palanca para zafarse porque Thibodeau le inmovilizaba los brazos.
– Siento tener que hacer esto, amigo, pero los habitantes de este pueblo tienen que entender que debemos someter a los elementos terroristas.
Rennie ya podía ir diciendo que lo sentía, pero en cuanto pisó el puño izquierdo de Rusty con el talón de su zapato, y con sus ciento cinco kilos de peso, Rusty vio que tras los pantalones de gabardina del segundo concejal asomaba un motivo distinto. Estaba disfrutando de la situación, y no solo en un sentido cerebral.
El talón le apretaba y machacaba la mano: fuerte, más fuerte, con toda la fuerza posible. Big Jim hizo una mueca de esfuerzo. Le aparecieron unas manchas de sudor bajo los ojos. Se mordía la lengua.
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