Henry lo llevó al hospital con las luces y la sirena encendidas. Lo que no hizo fue pensar en las últimas palabras que había dicho Junior, unas palabras que casi tenían sentido. No quería ir tan lejos.
Ya tenía suficientes problemas.
Rusty subía lentamente por Black Ridge, mirando continuamente el contador Geiger, que ahora rugía como una radio de AM sintonizada entre emisoras. La aguja subió de +400 a +1K. Rusty estaba convencido de que llegaría a +4K cuando alcanzara la cima de la cresta. Sabía que eso no podía significar nada bueno -su «traje antirradiación» podía considerarse una solución improvisada, en el mejor de los casos-, pero seguía avanzando, recordándose a sí mismo que los rads eran acumulativos; si actuaba con rapidez no se vería sometido a una cantidad de radiación letal. Tal vez pierda algo de pelo durante un tiempo, pero no será algo letal. Hay que pensar en ello como si fuera una misión de bombardeo: alcanzar el objetivo, hacer lo que haya que hacer y regresar.
Encendió la radio, oyó a los Mighty Clouds of Joy en la WCIK, y la apagó de inmediato. Las gotas de sudor le entraron en los ojos y tuvo que parpadear para que no le nublaran la vista. Incluso con el aire acondicionado al máximo, hacía muchísimo calor en la camioneta. Echó un vistazo por el espejo retrovisor y vio a sus compañeros de exploración apiñados. Parecían muy pequeños.
El rugido del contador Geiger cesó. Miró hacia el aparato y la aguja había caído hasta el cero.
Rusty estuvo a punto de frenar, pero cayó en la cuenta de que Rommie y los chicos creerían que tenía problemas. Además, debía de ser cosa de la batería. Pero cuando miró de nuevo el contador, vio que el indicador de encendido aún brillaba con fuerza.
En la cima de la colina, la carretera acababa frente a un granero rojo y largo delante del cual había espacio suficiente para que los vehículos dieran la vuelta. Había un camión viejo y un tractor aún más viejo que se aguantaba en una única rueda. El granero parecía en bastante buenas condiciones, aunque algunas de las ventanas estaban rotas. Detrás del edificio se alzaba una granja desierta con parte del tejado derruido, seguramente a causa del peso de la nieve.
Uno de los extremos del granero estaba abierto, e incluso con las ventanas cerradas y el aire acondicionado a toda marcha, Rusty podía oler el aroma a sidra de las manzanas viejas. Se detuvo junto a los escalones que conducían a la casa. Había una cadena que impedía el paso y de la que colgaba un cartel que decía: PROHIBIDO EL PASO. El cartel estaba oxidado, era viejo y, a todas luces, inútil. Había latas de cerveza desparramadas por el porche en el que la familia McCoy debía de sentarse en las tardes de verano para disfrutar de la brisa y de las vistas: a la derecha el pueblo entero de Chester's Mills, y a la izquierda hasta el estado de New Hampshire. Alguien había escrito con spray LOS WILDCATS SON LOS MEJORES en una pared antaño roja pero ahora teñida de un rosa deslucido. En la puerta, con un spray de otro color, podía leerse GUARIDA DE ORGÍAS. Rusty supuso que la pintada expresaba los deseos de algún adolescente hambriento de sexo. O quizá era el nombre de un grupo de heavy-metal.
Cogió el contador Geiger y le dio unos golpecitos. La aguja se movió y el aparato hizo ruido. Parecía que funcionaba pero que no detectaba ninguna radiación.
Salió de la camioneta y, tras un breve debate interior, se quitó gran parte de las protecciones caseras; se dejó únicamente el delantal, los guantes y las gafas. Luego recorrió un lateral del granero sosteniendo el sensor del contador Geiger delante de él mientras se prometía que regresaría a por el resto de su «traje» en cuanto la aguja hiciera el menor movimiento.
Sin embargo, cuando llegó a la esquina del granero y la luz resplandeció a poco más de cuarenta metros de él, la aguja no se movió. Parecía imposible, si es que la radiación estaba relacionada con la luz. A Rusty solo se le ocurría una explicación: el generador había creado una zona de radiación para ahuyentar a los exploradores como él. Era una medida de protección. Quizá lo mismo podía decirse de la sensación de mareo que había sentido y de la pérdida de conocimiento de los chicos. Era una medida de protección, como las púas de un puercoespín o el olor de una mofeta.
¿No es más probable que el contador no funcione bien? Tal vez te estés sometiendo a una cantidad letal de rayos gama en este preciso instante. Este cacharro es una reliquia de la Guerra Fría.
Pero mientras se acercaba al campo de manzanos, Rusty vio una ardilla que corría por la hierba y se encaramaba a un árbol. Se detuvo en una rama doblada por el peso de la fruta y se quedó mirando al bípedo intruso con ojos brillantes y la cola ahuecada. A Rusty le pareció que estaba perfectamente, y no vio ningún cuerpo de animal muerto en la hierba, ni entre la vegetación que rodeaba los árboles: no había ningún rastro de suicidio ni de posibles víctimas de la radiación.
Ahora estaba muy cerca de la luz, cuyos destellos eran tan deslumbrantes que casi lo obligaban a cerrar los ojos. A la derecha, parecía que el mundo entero se extendía a sus pies. Podía ver el pueblo, que parecía una maqueta perfecta, a seis kilómetros de distancia. La cuadrícula de las calles; el chapitel de la aguja de la iglesia congregacional; el centelleo de unos cuantos coches en circulación. Veía el edificio bajo de ladrillo del hospital Catherine Russell, y, hacia el oeste, la mancha negra del lugar en el que habían impactado los misiles. Estaba suspendida en el cielo, como un lunar en la mejilla del día. El cielo era de un azul apagado, casi su color normal, pero en el horizonte el azul se convertía en un amarillo venenoso. Opinaba que ese color se debía, en parte, a la contaminación, la misma mierda que había teñido de rosa las estrellas, pero sospechaba que tal vez la verdadera causa era algo tan poco siniestro como el polen otoñal que se había pegado a la superficie invisible de la Cúpula.
Se puso en marcha de nuevo. Cuanto más rato estuviera ahí arriba, sobre todo fuera del alcance de la vista de sus amigos, más nerviosos se pondrían. Quería ir directamente a la fuente de la luz, pero salió del manzanar y se dirigió al borde de la colina. Desde ahí vio a los otros; no eran más que unos puntos a lo lejos. Dejó el contador Geiger en el suelo y agitó lentamente ambas manos por encima de la cabeza para demostrarles que estaba bien. Rommie y los chicos le devolvieron el gesto.
– Vale -dijo. Tenía las manos empapadas en sudor a causa de los pesados guantes-. A ver qué tenemos aquí.
Era la hora del almuerzo en la escuela de primaria de East Street. Judy y Janelle Everett estaban sentadas al fondo del patio con su amiga Deanna Carver, que tenía seis años, de modo que encajaba a la perfección entre ambas hermanas en lo que respecta a la edad. Deanna llevaba un pequeño brazalete azul en la manga izquierda de su camiseta. Había insistido para que Carrie se lo atara antes de ir a la escuela, para ser igual que sus padres.
– ¿Para qué es? -le preguntó Janelle.
– Significa que me gusta la policía -dijo Deanna, que siguió masticando su Fruit Roll-Up.
– Quiero uno -dijo Judy-, pero amarillo. -Pronunció esta palabra con mucho cuidado. Una vez, cuando era más pequeña, dijo «amalilo» y Jannie se rió de ella.
– De color amarillo no hay -dijo Deanna-, solo azul. Estos Roll-Up están buenos. Ojalá tuviera un millón.
– Engordarías mucho -dijo Janelle-. Explotarías.
Las niñas se rieron y luego permanecieron en silencio un rato, mientras observaban a los niños mayores. Las hermanas mordisqueaban sus galletitas saladas caseras untadas con mantequilla de cacahuete. Algunas chicas jugaban al tejo. Los chicos trepaban por una estructura con forma de puente colgante, y la señorita Goldstone empujaba a las gemelas Pruitt en los columpios. La señora Vanedestine había organizado un partido de kickball.
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