Ven lo que es, por supuesto; los que tienen mejor vista incluso pueden leer el nombre del fuselaje del avión que se desploma antes de que desaparezca tras los árboles. No es nada sobrenatural; es algo que ya ha sucedido antes esa misma semana (aunque a menor escala, claro está). Sin embargo, desata una sombría sensación de pavor que se apodera de toda la población de Chester's Mills y que no la abandonará hasta el final.
Todo aquel que ha atendido a un paciente terminal sabe que llega un momento, un punto de inflexión, en el que la negación da paso a la aceptación. Para la mayoría de los habitantes de Chester's Mills, el punto de inflexión llegó el 25 de octubre, a media mañana, mientras se encontraban a solas, o acompañados por sus vecinos, viendo cómo más de trescientas personas caían a los bosques del núcleo urbano TR-90.
Esa misma mañana, un poco antes, alrededor de un quince por ciento de la población debía de lucir brazalete azul de «solidaridad»; al atardecer de ese miércoles de octubre, la cifra se doblará. Cuando salga el sol mañana, lo llevará más del cincuenta por ciento de la población.
La negación da paso a la aceptación; la aceptación genera dependencia. Todo aquel que ha atendido a un paciente terminal lo sabe. Los enfermos necesitan a alguien que les lleve las pastillas y los vasos de zumo dulce y frío con que tragarlas. Necesitan a alguien que les alivie el dolor de las articulaciones con árnica. Necesitan a alguien que se siente con ellos cuando cae la noche y las horas se alargan. Necesitan a alguien que les diga: «Duerme un poco, por la mañana te sentirás mejor. Estoy aquí, así que duerme. Duerme un poco. Duerme y deja que me encargue de todo».
«Duerme.»
El agente Henry Morrison llevó a Junior al hospital -por entonces el chico se encontraba en un estado más próximo a la conciencia, aunque aún decía cosas sin sentido- y Twitch se lo llevó en una camilla. Fue un alivio ver cómo se alejaba.
Henry llamó al servicio de información telefónica para pedir los números de teléfono de Big Jim de su casa y del ayuntamiento, pero no respondió nadie porque eran líneas fijas. Estaba escuchando a una máquina que le decía que el número de móvil de James Rennie no constaba en su base de datos cuando el avión explotó. Salió corriendo junto con todos los que no se encontraban postrados en una cama, y se quedó frente a la puerta de entrada del hospital mirando la nueva marca negra de la superficie invisible de la Cúpula. Los últimos restos del avión aún no habían llegado al suelo.
Big Jim sí que se encontraba en su despacho del ayuntamiento, pero había desconectado el teléfono para poder preparar ambos discursos -el que daría a los policías esa misma noche, y el que pronunciaría a todo el pueblo la noche siguiente- sin interrupciones. Oyó la explosión y salió corriendo afuera. El primer pensamiento que le vino a la cabeza fue que Cox había lanzado una bomba nuclear. ¡Una puñetera bomba nuclear! ¡Si atravesaba la Cúpula, arrasaría con todo!
Se encontraba junto a Al Timmons, el conserje del ayuntamiento. Al señaló hacia el norte, en lo alto del cielo, donde aún se alzaba una columna de humo. A Big Jim le pareció la explosión de un proyectil antiaéreo en una película antigua de la Segunda Guerra Mundial.
– ¡Ha sido un avión! -gritó Al-. ¡Y era grande! ¡Dios mío! ¿Es que no los habían avisado?
Big Jim sintió una prudente sensación de alivio, y el martillo pilón que le machacaba el pecho aminoró el ritmo. Si era un avión… tan solo un avión y no una bomba nuclear o algún tipo de supermisil…
Sonó su teléfono móvil. Lo sacó del bolsillo del abrigo y lo abrió.
– ¿Peter? ¿Eres tú?
– No, señor Rennie. Soy el coronel Cox.
– ¿Qué ha hecho? -gritó Rennie-. ¿Qué han hecho ahora, por el amor de Dios?
– Nada -respondió Cox. En su voz no había el tono autoritario de antes; parecía aturdido-. No ha tenido nada que ver con nosotros. Ha sido… Espere un momento.
Rennie esperó. Main Street estaba atestada de gente que miraba hacia el cielo boquiabierta. A Rennie le parecieron ovejas vestidas con ropa humana. Al día siguiente se apiñarían en el ayuntamiento y empezarían «beee, beee, beee», ¿cuándo va a mejorar la situación? Y «beee, beee, beee», cuida de nosotros hasta entonces. Y él lo haría. No porque quisiera, sino porque era la voluntad de Dios.
Cox regresó al aparato. Ahora parecía cansado además de aturdido. No era el mismo hombre que había intimidado a Big Jim para que dimitiera. Y así es como quiero que te dirijas a mí, pensó Rennie. Exactamente.
– Según la información inicial de la que dispongo, el vuelo 179 de Air Ireland ha impactado contra la Cúpula y ha explotado.
Salió de Shannon y se dirigía hacia Boston. Tenemos dos testigos que afirman haber visto un trébol en la cola, y un equipo de la ABC que estaba grabando junto a la zona de cuarentena de Harlow podría haber… Un segundo.
Fue mucho más que un segundo; más que un minuto. El corazón de Big Jim estaba a punto de recuperar su ritmo normal (si ciento veinte latidos por minuto pueden considerarse como tal), pero volvió a acelerarse y sufrió otra arritmia. Rennie tosió y se golpeó el pecho. Parecía que el corazón se le había estabilizado cuando sufrió una arritmia descomunal. Notó cómo el sudor empezaba a brotarle en la frente. El día, que hasta entonces se presentaba como aburrido, de repente era demasiado trepidante.
– ¿Jim? -Era Al Timmons, y aunque estaba justo al lado de Big Jim, su voz parecía provenir de una galaxia muy, muy lejana-. ¿Estás bien?
– Bien -respondió Big Jim-. Quédate aquí. Tal vez te necesite.
Cox retomó la conversación.
– Se confirma que era un vuelo de Air Ireland. Acabo de ver la grabación del accidente que ha hecho la ABC. Había una periodista realizando una crónica y la explosión sucedió detrás de ella. Lo han grabado todo.
– Estoy convencido de que les subirá la audiencia.
– Señor Rennie, tal vez hayamos tenido nuestras diferencias, pero confío en que transmitirá a sus electores el mensaje de que lo sucedido no debería preocuparles en absoluto.
– Dígame cómo es posible que una cosa así… -El corazón le hizo de nuevo un extraño. Se le agitó la respiración, y luego se le cortó. Se golpeó en el pecho por segunda vez, más fuerte, y se sentó en un banco junto al camino de ladrillo que llevaba del ayuntamiento a la acera.
Al lo miraba a él en lugar de mirar la cicatriz que el accidente había dejado en la Cúpula; tenía la frente surcada de arrugas de preocupación y -pensó Big Jim- miedo. Incluso entonces, a pesar de lo que estaba sucediendo, se alegraba de ver esa reacción, se alegraba de ver que lo consideraban alguien indispensable. De que las ovejas necesitaran un pastor.
– ¿Rennie? ¿Está ahí?
– Estoy aquí. -Y también su corazón, aunque distaba mucho de encontrarse en la mejor situación posible-. ¿Cómo ha sucedido? ¿Cómo es posible? Creía que habían advertido a todo el mundo.
– No estamos seguros y no podremos estarlo hasta que recuperemos la caja negra, pero tenemos una teoría bastante plausible. Emitimos una directriz para avisar a todas las compañías aéreas comerciales de que se alejaran de la Cúpula, que se encuentra en la ruta habitual del 179. Creemos que alguien se olvidó de reprogramar el piloto automático. Tan sencillo como eso. En cuanto tengamos información más detallada se la transmitiremos, pero ahora mismo lo importante es sofocar cualquier estallido de pánico antes de que este se extienda.
Sin embargo, en ciertas circunstancias, el pánico podía ser algo bueno. En ciertas circunstancias, podía -como los disturbios por la comida o los incendios provocados- tener un efecto beneficioso.
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