Regresó a la mesa.
– El día en que volví aquí para hacerme cargo de la casa parroquial, que era mi ambición desde niña, me di cuenta de que Rennie era un monstruo en fase embrionaria. Ahora, y disculpa si la expresión te parece muy melodramática, ha nacido el monstruo.
– Gracias a Dios -dijo Jackie.
– ¿Gracias a Dios que ha nacido el monstruo? -Piper sonrió y enarcó las cejas.
– No, gracias a Dios que lo ves así.
– Hay más, ¿verdad?
– Sí. A menos que no quieras formar parte de ello.
– Cielo, ya estoy implicada. Si pueden meterte en la cárcel por conspiración, a mí podrían hacerme lo mismo por no denunciarlo. Somos lo que a nuestro gobierno le gusta llamar «terroristas autóctonos».
Jackie asimiló la idea en un silencio sombrío.
– Tú no estás hablando solamente de liberar a Dale Barbara, ¿verdad? Quieres organizar un movimiento de resistencia activa.
– Supongo que sí -admitió Jackie, y lanzó una risa de impotencia-. Después de estar seis años en el Ejército de Estados Unidos, nunca me lo habría imaginado, siempre he apoyado a mi país ciegamente, sin importarme que estuviera bien o no lo que hiciera, pero… ¿Se te ha pasado por la cabeza la posibilidad de que la Cúpula no desaparezca? ¿Ni este otoño, ni este invierno? ¿Quizá ni siquiera el año que viene ni en toda nuestra vida?
– Sí. -Piper mantenía la calma, pero tenía las mejillas pálidas-. He pensado en ello. Como la mayoría de los habitantes de Chester's Mills, aunque solo sea de pasada.
– Entonces piensa en esto: ¿quieres vivir durante un año, o cinco, en una dictadura gobernada por un idiota homicida? Suponiendo que vayamos a tener cinco años.
– Por supuesto que no.
– Entonces quizá sea esta la única oportunidad de pararle los pies. Tal vez ya no sea un embrión, pero lo que está construyendo, esta máquina, aún está en pañales. Es el mejor momento. -Jackie hizo una pausa-. Si ordena a la policía que empiece a requisar las armas de los ciudadanos de a pie, podría ser nuestra única oportunidad.
– ¿Qué quieres que haga?
– Celebremos una reunión en la casa parroquial. Esta noche. Estas personas, si vienen todas. -Sacó del bolsillo trasero la lista que Linda Everett y ella habían preparado.
Piper desdobló la hoja de papel y la leyó. Había ocho nombres. Alzó la vista.
– ¿Lissa Jamieson, la bibliotecaria de los cristales? ¿Ernie Calvert? ¿Estás segura de estos dos?
– ¿Quién mejor que una bibliotecaria cuando tienes que enfrentarte a un dictador novato? En cuanto a Ernie… En mi opinión, después de lo que sucedió en el supermercado ayer, si se encontrara a Jim Rennie en la calle, envuelto en llamas, ni siquiera se molestaría en mearle para apagarlo.
– Algo vago desde el punto de vista pronominal, pero por lo demás es una descripción muy pintoresca.
– Quería pedirle a Julia Shumway que sondeara a Ernie y a Lissa, pero ahora podré hacerlo por mí misma. Creo que voy a tener mucho tiempo libre.
Sonó el timbre de la puerta.
– Es probable que sea la afligida madre -dijo Piper, que se puso en pie-. Imagino que llegará medio achispada. Le gusta mucho el licor de café, pero dudo que alivie el dolor.
– No me has dicho lo que piensas sobre la asamblea -le dijo Jackie.
Piper Libby sonrió.
– Dile a nuestro grupo de amigos de terroristas autóctonos que se presenten aquí entre las nueve y las nueve y media. Deberían venir a pie y de uno en uno; son técnicas habituales de la resistencia francesa. No es necesario que hagamos publicidad de lo que estamos haciendo.
– Gracias -dijo Jackie-. Muchas gracias.
– De nada. También es mi pueblo. Si no te importa, preferiría que salieras por la puerta trasera.
Había una pila de trapos limpios en la parte de atrás de la camioneta de Rommie Burpee. Rusty cogió un par y se los ató a modo de pañuelo en la mitad inferior de la cara, a pesar de lo cual seguía teniendo la nariz, la garganta y los pulmones impregnados del hedor del oso muerto. Los primeros gusanos habían incubado en sus ojos, en la boca abierta y en el cerebro.
Se puso en pie, retrocedió y se tambaleó un poco. Rommie lo cogió del hombro.
– Si se desmaya, agárralo -dijo Joe, nervioso-. Quizá esa cosa afecta más a los adultos.
– Es solo el olor -se justificó Rusty-. Ya estoy bien.
Pero a pesar de que se alejaron del oso, seguía oliendo muy mal: un hedor muy fuerte a humo lo impregnaba todo, como si Chester's Mills se hubiera convertido en una gran habitación sin ventilar. Además del olor a humo y a animal descompuesto, percibía la vegetación putrefacta y la fetidez que desprendía el lecho moribundo del Prestile. Ojalá soplara un poco de viento , pensó, pero tan solo había una débil brisa de vez en cuando que solo traía más malos olores. Hacia el oeste se habían formado unas nubes -debía de estar cayendo un buen chaparrón en New Hampshire-, pero cuando llegaron a la Cúpula se disgregaron como un río que se divide al encontrar una roca grande que sobresale en su curso. Rusty empezaba a albergar grandes dudas de que llegara a llover bajo la Cúpula. Tenía que echar un vistazo a alguna página web de predicciones meteorológicas… si encontraba algún momento. Llevaba una vida terriblemente ajetreada e inquietantemente desestructurada.
– ¿Crees que el oso murió de rabia, doctor? -preguntó Rommie.
– Lo dudo. Creo que sucedió justamente lo que dijeron los chicos: un simple suicidio.
Entraron en la camioneta, con Rommie al volante, e iniciaron el lento ascenso por Black Ridge Road. Rusty llevaba el contador Geiger en el regazo. La aguja subía de forma constante y vio cómo se acercaba a la marca de +200.
– ¡Deténgase aquí, señor Burpee! -gritó Norrie-. ¡Antes de salir del bosque! Si va a perder el conocimiento, preferiría que no lo hiciera mientras conduce, aunque sea a quince kilómetros por hora.
Rommie obedeció y detuvo la camioneta.
– Bajad, chicos. Voy a haceros de niñera. A partir de aquí el doctor seguirá solo. -Se volvió hacia Rusty-. Llévate la camioneta, pero ve despacio y detente en cuanto la radiación alcance un nivel peligrosamente alto. O cuando empieces a sentirte mareado. Caminaremos detrás de ti.
– Tenga cuidado, señor Everett -dijo Joe.
Benny añadió:
– No se preocupe si se la pega con la camioneta. Le empujaremos hasta la carretera cuando vuelva en sí.
– Gracias -dijo Rusty-. Sois todo corazón.
– ¿Eh?
– Da igual.
Rusty se puso al volante y cerró la puerta del conductor. El contador Geiger seguía funcionando en el asiento del acompañante. Salió del bosque muy lentamente. Enfrente, Black Ridge Road se alzaba hacia el campo de manzanos. Al principio no vio nada fuera de lo normal, y sintió una profunda decepción. Entonces una luz púrpura brillante lo cegó y pisó el freno de golpe. Había algo ahí, sin duda, algo brillante entre las copas de los árboles medio abandonados. Justo detrás de él, por el espejo retrovisor de la camioneta, vio que los demás se detenían.
– ¿Rusty? -preguntó Rommie-. ¿Va todo bien?
– Lo veo.
Contó hasta quince y la luz púrpura emitió un nuevo destello. Iba a coger el contador Geiger cuando Joe se asomó a la ventanilla del copiloto. Los nuevos granos destacaban en la cara del chico como estigmas.
– ¿Siente algo? ¿Como si estuviera atontado o le diera vueltas la cabeza?
– No -respondió Rusty.
Joe señaló hacia delante.
– Ahí es donde perdimos el conocimiento. Justo ahí. -Rusty vio las marcas en la tierra, en el lado izquierdo de la carretera.
– Id hasta ahí -le pidió Rusty-. Los cuatro. A ver si perdéis el conocimiento de nuevo.
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