Stephen King - La Cúpula

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La cúpula. Un día de octubre la pequeña ciudad americana de Chester´s Mill se encuentra totalmente aislada por una cúpula transparente e impenetrable. Nadie sabe de dónde ha salido ni por qué está allí. Sólo saben que poco a poco se agotarán las provisiones y hasta el oxígeno que respiran. Es una soleada mañana de otoño en la pequeña ciudad de Chester´s Mill. Claudette Sanders disfruta de su clase de vuelo y Dale Barbara, Barbie para los amigos, hace autostop en las afueras. Ninguno de los dos llegará a su destino. De repente, una barrera invisible ha caído sobre la ciudad como una burbuja cristalina e inquebrantable. Al descender, ha cortado por la mitad a una marmota y ha amputado la mano a un jardinero. El avión que pilotaba Claudette ha chocado contra la cúpula y se ha precipitado al suelo envuelto en llamas. Dale Barbara, veterano de la guerra de Irak, ha de regresar a Chester´s Mill, el lugar que tanto deseaba abandonar. El ejército pone a Barbie al cargo de la situación pero Big Jim Rennie, el hombre que tiene un pie en todos los negocios sucios de la ciudad, no está de acuerdo: la cúpula podría ser la respuesta a sus plegarias. A medida que la comida, la electricidad y el agua escasean, los niños comienzan a tener premoniciones escalofriantes. El tiempo se acaba para aquellos que viven bajo la cúpula. ¿Podrán averiguar qué ha creado tan terrorífica prisión antes de que sea demasiado tarde? Una historia apocalíptica e hipnótica. Totalmente fascinante. Lo mejor de Stephen King.

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– ¡Vive! -gritó Benny, que se puso a caminar con los brazos estirados, como el monstruo de Frankenstein-. ¡Amo, vive!

Rommie se dirigió a trompicones a un lado de la carretera y, riéndose a carcajadas, se sentó en una roca. Joe y Norrie se tiraron al suelo y se pusieron a rodar como un par de pollos revolcándose en la tierra.

– Ya podéis empezar a caminar hacia casa -dijo Rusty, pero sonreía mientras subía, no sin ciertas dificultades, de nuevo a la camioneta.

Frente a él, la luz púrpura brillaba como un faro.

14

Henry Morrison salió de la comisaría cuando el jaleo que los nuevos reclutas armaban en los vestuarios, como si estuvieran en la media parte de un partido, le resultó insoportable. La situación no hacía más que empeorar. Supuso que lo sabía incluso antes de que Thibodeau, el matón que ahora hacía de guardaespaldas del concejal Rennie, apareciera con una orden firmada para despedir a Jackie Wettington, una buena agente y aún mejor persona.

Henry consideró que era el primer paso de lo que a buen seguro iba a ser una campaña exhaustiva para eliminar del cuerpo a los agentes mayores, a los que Rennie debía de ver como partidarios de Duke Perkins. Él sería el próximo. Freddy Denton y Rupert Libby tenían posibilidades de quedarse; Rupe era un capullo del montón; Denton, un caso perdido. Echarían a Linda Everett. Seguramente también a Stacey Moggin. Y entonces la comisaría de Chester's Mills volvería a ser un club masculino, salvo por Lauren Conree, que era del género tonto.

Recorría lentamente Main Street, casi vacía, como la calle de un pueblo fantasma de un western. Sam «el Desharrapado» estaba sentado bajo la marquesina del Globe; la botella que tenía entre las rodillas no debía de contener Pepsi-Cola, pero Henry no se detuvo. Que el viejo borrachín disfrutara de un trago.

Johnny y Carrie Carver estaban tapando con tablones las ventanas delanteras de Gasolina & Alimentación Mills. Ambos lucían los brazaletes azules que se habían extendido por todo el pueblo y que a Henry le ponían la piel de gallina.

Se arrepentía de no haber aceptado la plaza en la policía de Orono cuando se la ofrecieron el año anterior. No habría sido un ascenso en su carrera, y sabía que tratar con universitarios borrachos o colocados habría sido una mierda, pero el sueldo era mayor y Frieda le dijo que las escuelas de Orono eran mucho mejores.

Sin embargo, al final Duke lo convenció de que se quedara con la promesa de que le conseguiría un aumento de cinco de los grandes en la siguiente asamblea del pueblo y la confesión de que iba a despedir a Peter Randolph si este no se jubilaba de forma voluntaria. «Ascenderías a adjunto del jefe de policía, y eso son diez de los grandes más al año -le dijo Duke-. Cuando me jubile, puedes optar a mi puesto, si eso es lo que quieres. La alternativa, claro, es hacer de taxista a universitarios con los pantalones pringados de vómito reseco y llevarlos de vuelta a su residencia. Piénsatelo.»

La propuesta le pareció bien a él, le pareció bien (bueno… bastante bien) a Frieda y, por supuesto, tranquilizó a los niños, que no soportaban la idea de tener que trasladarse. Sin embargo, ahora Duke estaba muerto, Chester's Mills se encontraba bajo la Cúpula y la comisaría se estaba convirtiendo en un lugar que transmitía muy malas sensaciones y olía aún peor.

Dobló por Prestile Street y vio a Junior frente a la cinta policial amarilla con la que habían acordonado la casa de los McCain. El hijo de Rennie llevaba pantalones de pijama, zapatillas y nada más. Se balanceaba de un modo ostensible y el primer pensamiento que le vino a la cabeza a Henry fue que Junior y Sam «el Desharrapado» tenían mucho en común.

El segundo pensamiento fue sobre el cuerpo de policía. Quizá no le quedaba mucho tiempo en él, pero aún pertenecía al cuerpo, y una de las reglas inquebrantables de Duke Perkins era: «Nunca permitáis que el nombre de un agente de policía de Chester's Mills aparezca en la columna sobre tribunales del Democrat». Y Junior, tanto si a Henry le gustaba como si no, era un agente.

Detuvo la unidad Tres y se dirigió hacia el lugar en el que Junior se balanceaba hacia delante y hacia atrás.

– Eh, Junes, ¿por qué no volvemos a la comisaría y te tomas un café? A ver si se te pasa… -«la borrachera» era lo que quería decir, pero entonces reparó en que los pantalones del pijama del chico estaban empapados. Junior se había meado.

Alarmado y asqueado -nadie debía verlo, Duke se retorcería en su tumba-. Henry alargó el brazo y agarró a Junior del hombro.

– Venga, hijo. Estás montando una escena.

– Eran mis almiiigas -dijo Junior sin volverse. Se balanceaba más rápido. Por lo poco que podía ver Henry, tenía cara de distraído y ausente-. Las metí en la defensa para sorberlas. Sin metértela, solo lengua. -Se rió, luego escupió. O lo intentó. Un reguero blanco y espeso le colgaba de la barbilla, como un péndulo.

– Ya basta, voy a llevarte a casa.

Esta vez Junior se volvió y Henry vio que no estaba borracho. Tenía el ojo izquierdo teñido de un rojo brillante. La pupila muy dilatada. El lado izquierdo de la boca, abierto hacia abajo, mostraba algunos de sus dientes. Aquella mirada gélida le hizo pensar fugazmente en El barón sardónico, una película con la que pasó mucho miedo de niño.

Junior no tenía que ir a la comisaría a tomar un café, y no tenía que ir a casa a dormir la mona. Junior tenía que ir al hospital.

– Vamos, chico -dijo-. Camina.

Al principio Junior pareció dispuesto a obedecer y Henry lo acompañó casi hasta el coche, pero el chico se detuvo de nuevo.

– Olían igual y me gustaba -dijo-. Amos, amos, amos, está a punto de empezar a nevar.

– Sí, sin duda. -Henry quería que rodeara el capó del coche y meterlo en el asiento delantero, pero ahora le parecía una solución poco práctica. Tendría que conformarse con ir detrás, aunque los asientos traseros de los coches de policía acostumbraban a estar impregnados de un olor peculiar. Junior miró por encima del hombro hacia la casa de los McCain, y una expresión de anhelo se apoderó de su rostro medio congelado.

– ¡Almiiigas! -gritó Junior-. ¡Sin metérlela, solo lengua! ¡Solo lengua, carbonazo! -Sacaba la lengua y hacía pedorretas. Era un ruido parecido al que hace el Correcaminos antes de dejar atrás al Coyote, envuelto en una nube de polvo. Entonces se rió y se dirigió de nuevo hacia la casa.

– No, Junior -dijo Henry, que lo agarró de la cintura de los pantalones del pijama-. Tenemos que…

Junior se dio la vuelta a una velocidad sorprendente. Ya no reía; su cara se había transformado en una mueca felina de odio y furia. Se abalanzó sobre Henry agitando los puños. Sacó la lengua y se la mordió con los dientes. Parloteaba en un extraño idioma que parecía no tener vocales.

Henry hizo lo único que se le ocurrió: apartarse a un lado. Junior se precipitó contra el coche y la emprendió a puñetazos con las luces del techo; rompió una de ellas y se hizo varios cortes en los nudillos. En ese instante la gente empezó a salir de sus casas para ver qué estaba ocurriendo.

– ¡Gthn bnnt mnt! -gritó Junior-. ¡Mnt! ¡Mnt! ¡Gthn! ¡Gthn!

Apoyó el pie en el bordillo, resbaló y lo metió en la alcantarilla. Se tambaleó pero al final logró mantener el equilibrio. Un hilo de sangre y saliva le colgaba de la barbilla; tenía varios cortes en las manos; sangraban abundantemente.

– ¡Me estaba volviendo loco! -gritó Junior-. ¡Le pagué con la rodilla para que se cayera y se pagó encima! ¡Mierda por todos lados! Yo… Yo… -Se calló. Pareció meditar sobre lo sucedido y dijo-: Necesito ayuda. -Entonces hizo «pum» con la boca, un ruido tan fuerte como la detonación de una pistola del calibre 22 en un entorno de silencio, se desplomó hacia delante y cayó entre el coche de policía aparcado y la acera.

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