Pete Freeman la alcanzó.
– ¿Te encuentras bien?
– Sí. -Era mentira, pero lo pronunció con bastante firmeza. Desde luego, ella no podía ver lo que decía su rostro. Levantó una mano e intentó atusarse el pelo de la parte de atrás de la cabeza, que aún llevaba revuelto por el sueño. Se lo alisó… pero los mechones volvieron a alborotarse. Y, por si no hubiera bastante con todo lo demás, voy despeinada, pensó. Qué bonito. El toque final.
– Pensaba que Rennie de verdad iba a hacer que el nuevo jefe de policía te arrestara -dijo Pete. Tenía los ojos muy abiertos y en ese momento parecía mucho más joven que el hombre de treinta y tantos que era.
– Eso quería yo. -Julia encuadró con sus manos un titular invisible-, UNA REPORTERA DEL DEMOCRAT CONSIGUE UNA ENTREVISTA EXCLUSIVA EN LA CÁRCEL CON EL ACUSADO DE LOS ASESINATOS.
– Julia… ¿Qué está pasando aquí? Aparte de la Cúpula, quiero decir. ¿Has visto a todos esos chicos rellenando impresos? Da un poco de miedo.
– Sí que los he visto -dijo Julia-, y tengo intención de escribir sobre ello. Tengo intención de escribir sobre todo esto. Además, no creo que sea la única que tendrá serias preguntas para James Rennie en la asamblea municipal del jueves por la noche.
Le puso una mano en el brazo a Pete.
– Voy a ver qué puedo descubrir sobre esos asesinatos, después escribiré lo que tenga. Además de un editorial todo lo duro que me vea capaz de redactar sin que resulte agitador. -Profirió un ladrido sin humor en lugar de una risa-. Cuando se trata de agitar a las masas, Jim Rennie cuenta con la ventaja de jugar en su cancha.
– No entiendo qué…
– No pasa nada, tú ponte a trabajar. Necesito un par de minutos para recuperar el dominio de mí misma. Después, a lo mejor seré capaz de decidir con quién tengo que hablar primero. Porque no tenemos precisamente una barbaridad de tiempo si queremos enviar algo a la prensa esta noche.
– A la fotocopiadora -repuso él.
– ¿Qué?
– Enviarlo a la fotocopiadora esta noche.
Julia le dirigió una sonrisa débil y lo mandó a hacer sus cosas con un gesto de las manos. Al llegar a la puerta de las oficinas del periódico, Tony miró atrás. Ella lo saludó con la mano para hacerle ver que estaba bien, después miró el polvoriento escaparate de la librería. El cine del centro llevaba media década cerrado, y el autocine de las afueras había desaparecido hacía tiempo (el aparcamiento auxiliar de Rennie estaba ahora donde su gran pantalla se alzaba antaño sobre la 119), pero Ray Towle había conseguido de alguna forma que su pequeño y sucio emporium galorium siguiera renqueando. Parte de lo que exhibía en su escaparate consistía en libros de autoayuda. El resto de la vitrina estaba abarrotada de ediciones de bolsillo en cuyas cubiertas se veían mansiones envueltas en niebla, damas en apuros y tíos cachas a pie o caballo. Muchos de esos cachas blandían espadas y parecía que iban vestidos solo con ropa interior. ¡OSCURAS TRAMAS QUE TE HARÁN ENTRAR EN CALOR!, decía el cartel de ese lado.
Oscuras tramas, justamente.
Por si con la Cúpula no teníamos suficiente, suficiente para alucinar, tenemos también al Concejal del Infierno.
Comprendió entonces que lo que más le preocupaba (lo que más la asustaba) era lo deprisa que estaba sucediendo todo. Rennie se había acostumbrado a ser el gallo más grande y más cruel del corral, y ella contaba con que en algún momento intentaría incrementar su control sobre el pueblo… después de llevar, pongamos una semana o un mes incomunicados del mundo exterior. Pero solo habían pasado tres días y unas horas. ¿Y si Cox y sus científicos conseguían abrir una brecha en la Cúpula esa noche? ¿Y si desaparecía por sí misma, incluso? Big Jim se encogería de inmediato hasta recuperar su tamaño anterior, solo que también se le caería la cara de vergüenza.
– ¿Qué vergüenza? -se preguntó, mirando todavía hacia las OSCURAS TRAMAS-. Simplemente diría que ha estado haciendo todo lo que estaba en su mano en unas circunstancias muy difíciles. Y le creerían.
Seguramente eso era cierto. Pero, aun así, no explicaba por qué el hombre no había esperado para ejecutar su jugada.
Porque algo ha salido mal y se ha visto obligado. Además…
– Además, no creo que esté del todo cuerdo -les dijo a los libros de bolsillo apilados-. No creo que nunca lo haya estado.
Aunque eso fuera cierto, ¿cómo podía explicarse que gente que todavía tenía la despensa llena hubiese protagonizado esos disturbios en el supermercado local? No tenía ningún sentido, a menos que…
– A menos que él lo haya instigado.
Era ridículo, el Especial del Día del Café Paranoia. ¿O quizá no? Julia supuso que podía preguntarles a algunas de las personas que habían estado en el Food City qué habían visto allí, pero ¿no eran más importantes los asesinatos? Ella era la única reportera de verdad que tenía, a fin de cuentas, y…
– ¿Julia? ¿Señorita Shumway?
Julia estaba tan metida en sus elucubraciones que casi perdió los mocasines del salto que dio. Giró en redondo y se habría caído si Jackie Wettington no la hubiera sujetado. Linda Everett también estaba allí; había sido ella la que la había llamado. Las dos parecían asustadas.
– ¿Podemos hablar con usted? -preguntó Jackie.
– Desde luego. Escuchar a la gente es mi trabajo. La parte negativa es que escribo lo que me cuentan. Ustedes, señoras, ya lo saben, ¿verdad?
– Pero no puede dar nuestros nombres -dijo Linda-. Si no accede a eso, dejémoslo.
– Por lo que a mí respecta -dijo Julia, sonriendo-, ustedes dos no son más que una fuente cercana a la investigación. ¿Les parece bien así?
– Si promete responder también a nuestras preguntas -dijo Jackie-. ¿Lo hará?
– Está bien.
– Estuvo en el supermercado, ¿verdad? -preguntó Linda.
La cosa se ponía cada vez más curiosa.
– Sí. Igual que ustedes dos. Así que hablemos. Comparemos nuestras notas.
– Aquí no -dijo Linda-. En la calle no. Es un sitio demasiado público. Y en las oficinas del periódico tampoco.
– Tranquilízate un poco, Lin -dijo Jackie, y le puso una mano en el hombro.
– Tranquilízate tú -contestó Linda-. No eres tú la que tiene un marido que cree que acabas de ayudar a que condenen injustamente a un hombre inocente.
– Yo no tengo marido -dijo Jackie, y Julia pensó que era razonable y afortunada; los maridos muchas veces eran un factor que lo complicaba todo-. Pero conozco un lugar al que podemos ir. Tendremos intimidad y siempre está abierto. -Lo pensó un momento-. O al menos lo estaba. Desde la Cúpula, no sé.
Julia, que hacía un momento estaba reflexionando sobre a quién entrevistar primero, no tenía ninguna intención de dejar que esas dos se le escaparan.
– Vamos -dijo-. Caminaremos por diferentes aceras hasta que hayamos pasado la comisaría, ¿qué les parece?
Al oír eso, Linda consiguió sonreír.
– Qué buena idea -dijo.
Piper Libby se agachó con cuidado frente al altar de la Primera Iglesia Congregacional y se estremeció de dolor a pesar de que había colocado un almohadón en el banco para apoyar las rodillas, magulladas e hinchadas. Se agarró con la mano derecha; mantenía el brazo izquierdo, el que le habían dislocado hacía poco, pegado contra el costado. Parecía que ya lo tenía mucho mejor (le dolía menos que las rodillas, de hecho), pero no pensaba ponerlo a prueba cuando no había ninguna necesidad. Tenía demasiadas probabilidades de dislocárselo fácilmente otra vez; le habían informado de ello (y con seriedad) después de la lesión que sufrió cuando jugaba al fútbol en el instituto. Unió las manos y cerró los ojos. Su lengua se fue de inmediato al agujero, ocupado hasta el día anterior por un diente. Sin embargo, en su vida había un agujero más horrible.
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