Stephen King - La Cúpula

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La cúpula. Un día de octubre la pequeña ciudad americana de Chester´s Mill se encuentra totalmente aislada por una cúpula transparente e impenetrable. Nadie sabe de dónde ha salido ni por qué está allí. Sólo saben que poco a poco se agotarán las provisiones y hasta el oxígeno que respiran. Es una soleada mañana de otoño en la pequeña ciudad de Chester´s Mill. Claudette Sanders disfruta de su clase de vuelo y Dale Barbara, Barbie para los amigos, hace autostop en las afueras. Ninguno de los dos llegará a su destino. De repente, una barrera invisible ha caído sobre la ciudad como una burbuja cristalina e inquebrantable. Al descender, ha cortado por la mitad a una marmota y ha amputado la mano a un jardinero. El avión que pilotaba Claudette ha chocado contra la cúpula y se ha precipitado al suelo envuelto en llamas. Dale Barbara, veterano de la guerra de Irak, ha de regresar a Chester´s Mill, el lugar que tanto deseaba abandonar. El ejército pone a Barbie al cargo de la situación pero Big Jim Rennie, el hombre que tiene un pie en todos los negocios sucios de la ciudad, no está de acuerdo: la cúpula podría ser la respuesta a sus plegarias. A medida que la comida, la electricidad y el agua escasean, los niños comienzan a tener premoniciones escalofriantes. El tiempo se acaba para aquellos que viven bajo la cúpula. ¿Podrán averiguar qué ha creado tan terrorífica prisión antes de que sea demasiado tarde? Una historia apocalíptica e hipnótica. Totalmente fascinante. Lo mejor de Stephen King.

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Y al oír eso, Jackie por fin se convenció.

3

31 ARDE LIMPIA ARDE LIMPIA

LA BESTIA SERÁ LANZADA VIVA DENTRO

DE UN LAGO DE FUEGO QUE ARDE (AP 19:20)

«Y SERÁN ATORMENTADOS DÍA & NOCHE

X LOS SIGLOS DE LOS SIGLOS» (20:10)

ARDAN LOS MALVADOS

PURIFÍQUENSE LOS PIADOSOS

ARDE LIMPIA ARDE LIMPIA 31

31 VIENE EL JESUCRISTO DE FUEGO 31

Los tres hombres que se apretaban en la cabina del estruendoso camión de Obras Públicas se quedaron mirando el críptico mensaje con cierto asombro. Alguien lo había escrito en el edificio del almacén que había detrás de los estudios de la WCIK, negro sobre rojo y en unas letras tan grandes que casi cubrían toda la superficie.

El hombre que iba sentado en medio era Roger Killian, el dueño de la granja de pollos que tenía una prole con cabezas apepinadas. Se volvió hacia Stewart Bowie, que era el que iba al volante del camión.

– ¿Eso qué quiere decir, Stewie?

Fue Fern Bowie el que respondió.

– Quiere decir que ese condenado de Phil Bushey está más zumbado que nunca, eso es lo que quiere decir. -Abrió la guantera del camión, sacó un par de guantes de trabajo grasientos y tras ellos apareció un revólver del 38. Comprobó que estuviera cargado, después volvió a encajar el cilindro en su lugar con un rápido gesto de muñeca y se guardó el arma en el cinturón.

– Ya sabes, Fernie -dijo Stewart-, que esa es una forma cojonuda de volarte de un tiro la fábrica de bebés.

– Tú no te preocupes por mí, preocúpate por él -dijo Fern, señalando hacia atrás, hacia los estudios. Desde allí llegaba flotando hasta ellos el leve sonido de una música góspel-. Lleva casi un año colocándose con su propio producto y es más o menos igual de estable que la nitroglicerina.

– Ahora a Phil le gusta que le llamen el Chef -dijo Roger Killian.

Primero habían aparcado a la entrada de los estudios y Stewart había tocado el enorme claxon del camión de Obras Públicas… no una, sino varias veces. Phil Bushey no había salido. Tal vez estuviera allí dentro escondido; tal vez hubiera salido a dar una vuelta por el bosque que había detrás de la emisora; incluso era posible, pensó Stewart, que estuviera en el laboratorio. Paranoico. Peligroso. Lo cual seguía sin hacer que el revólver fuera una buena idea. Se inclinó hacia delante, lo sacó del cinturón de Fern y lo guardó debajo del asiento del conductor.

– ¡Oye! -exclamó Fern.

– No vas a disparar un arma ahí dentro -dijo Stewart-. Podrías hacernos volar a todos hasta la luna. -Y le preguntó a Roger-: ¿Cuándo fue la última vez que viste a ese hijo de puta esquelético?

Roger lo rumió un poco.

– Hará unas cuatro semanas, como poco… desde el último gran cargamento que salió del pueblo. Cuando hicimos que viniera ese gran helicóptero Chinook. -Lo pronunció «Shin-uuuk». Rommie Burpee lo habría entendido.

Stewart lo pensó un momento. Aquello no era buena señal. Si Bushey estaba en el bosque, no pasaba nada. Si estaba encogido de miedo en los estudios, paranoico y pensando que habían llegado los federales, seguramente tampoco habría ningún problema… a menos que decidiera salir disparando, claro.

Si estaba en el almacén, sin embargo… Eso sí que podía ser un problema.

Stewart le dijo a su hermano:

– En la parte de atrás del camión hay unos cuantos trozos de madera de buen tamaño. Pilla uno. Si Phil aparece y se pone hecho un energúmeno, le endiñas bien.

– ¿Y si tiene una pistola? -preguntó Roger con bastante sensatez.

– No tiene pistola -dijo Stewart. Y, aunque en realidad no estaba seguro de eso, tenía órdenes que cumplir: entregar dos depósitos de propano en el hospital sin perder tiempo. «Y, en cuanto podamos, vamos a sacar de allí todo lo que queda», había dicho Big Jim. «Hemos dejado oficialmente el negocio del cristal.»

Aquello era todo un alivio, en parte; cuando se acabara ese asunto de la Cúpula, Stewart tenía la intención de dejar también el negocio de las pompas fúnebres. Se trasladaría a algún lugar donde hiciera calor, como Jamaica o Barbados. No quería volver a ver ningún cadáver más. Sin embargo, tampoco quería ser él quien le dijera al «Chef» Bushey que cerraban la fábrica, y así se lo había expresado a Big Jim. «Deja que sea yo quien se ocupe del Chef», había dicho Big Jim.

Stewart rodeó el edificio en el gran camión naranja y aparcó dando marcha atrás frente a las puertas traseras. Dejó el motor encendido para poder maniobrar el cabrestante y el montacargas.

– ¡No te lo pierdas! -soltó Roger Killian, maravillado. Miraba fijamente hacia el oeste, donde el sol se estaba poniendo convertido en un preocupante manchurrón rojo. Pronto se hundiría en el gran borrón negro que había dejado el incendio del bosque y quedaría tachado por un eclipse de suciedad-. Es para quedarse hecho polvo…

– Deja de mirar embobado -dijo Stewart-. Quiero hacer esto y largarme de aquí. Fernie, pilla un madero. Escoge uno bueno.

Fern se subió al montacargas y eligió un tablón más o menos igual de largo que un bate de béisbol. Lo sostuvo con ambas manos y lo blandió en el aire para probarlo.

– Este irá bien -dijo.

– Baskin-Robbins -dijo Roger con voz soñadora. Entrecerraba los ojos y se los protegía con una mano mientras seguía mirando hacia el oeste. No estaba precisamente guapo con los ojos entrecerrados. Parecía un trol.

Stewart se detuvo un momento mientras abría la puerta de atrás, un proceso complicado en el que estaban implicados un dispositivo táctil y dos cerraduras.

– ¿De qué mierda hablas?

– Treinta y un sabores -dijo Roger. Sonrió y dejó ver unos cuantos dientes putrefactos a los que ni Joe Boxer, ni seguramente ningún otro dentista, les había echado nunca un vistazo.

Stewart no tenía la menor idea de a qué se refería Roger, pero su hermano sí.

– No creo que eso del lateral del edificio sea un anuncio de helados -dijo Fern-. A menos que en el libro del Apocalipsis salga algún Baskin-Robbins.

– Callaos, los dos -dijo Stewart-. Fernie, ponte ahí con el madero preparado. -Empujó la puerta para abrirla y miró dentro-, ¿Phil?

– Llámalo Chef -le aconsejó Roger-. Como ese cocinero negrata de South Park. Eso es lo que le gusta.

– ¿Chef? -llamó Stewart-. ¿Estás ahí dentro, Chef?

No hubo respuesta. Stewart metió un brazo a tientas en la penumbra, casi esperando que una mano lo agarrara en cualquier momento, y encontró el interruptor de la luz. La encendió e iluminó una sala que ocupaba más o menos unas tres cuartas partes de la superficie total del edificio. Las paredes eran de madera desnuda y sin acabados, los espacios entre los listones estaban rellenos de espuma aislante de color rosa. Casi toda la sala estaba llena de depósitos de propano líquido y bombonas de todos los tamaños y todas las marcas. Stewart no tenía ni idea de cuántos había en total, pero si se hubiera visto obligado a dar una cantidad, habría dicho un número entre cuatrocientos y seiscientos.

Stewart empezó a caminar despacio por el pasillo central, mirando de reojo hacia las letras troqueladas de los depósitos. Big Jim le había dicho exactamente cuáles tenían que llevarse, le había dicho que estaban más bien al fondo, y por Dios que allí estaban. Se detuvo al llegar a los cinco depósitos de tamaño municipal que tenían HOSP CRescrito en el lateral. Estaban entre unos depósitos que habían birlado de la oficina de correos y otros que llevaban la inscripción ESCUELA DE SECUNDARIA DE MILLen los lados.

– Se supone que tenemos que llevarnos dos -le dijo a Roger-.

Trae la cadena y los engancharemos. Fernie, tú acércate ahí y prueba con la puerta del laboratorio. Si no está cerrada, ciérrala con llave. -Le lanzó el llavero a su hermano.

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