Big Jim estaba sentado, mirando hacia la silenciosa calle residencial. Brenda sentía la rabia y el odio que irradiaba. Era como el calor que desprende una fuente de horno.
– No puedes demostrar nada de eso -dijo al cabo.
– Eso no importará si los documentos de Howie aparecen en el Democrat. No es el procedimiento reglamentario, pero tú mejor que nadie entenderás que nos saltemos un pequeño detalle como ese.
Big Jim sacudió una mano.
– Bah, seguro que tenías algún documento -dijo-, pero mi nombre no aparece en ninguno.
– Aparece en los papeles de las Empresas Municipales -repuso ella, y Big Jim se balanceó en su silla como si Brenda le hubiera dado un puñetazo en la sien-. Empresas Municipales, constituidas en Carson City. Y desde Nevada, el camino que sigue el dinero lleva a Chongqing City, la capital farmacéutica de la República Popular China. -Sonrió-. Te creías muy listo, ¿verdad? Mucho.
– ¿Dónde están esos documentos?
– Le he dejado una copia a Julia esta mañana. -Meter a Andrea en eso era lo último que quería. Y, si él pensaba que estaban en manos de la directora del periódico, conseguiría hacerlo caer mucho más deprisa. A lo mejor creía que Andy Sanders o él podrían coaccionar a Andrea.
– ¿Hay más copias?
– ¿Tú qué crees?
Big Jim lo pensó un momento y luego dijo: -Siempre lo he mantenido fuera del pueblo. Ella no replicó.
– Ha sido por el bien del pueblo.
– Has hecho mucho bien a esta localidad, Jim. Tenemos el mismo alcantarillado que teníamos en 1960, el estanque de Chester está asqueroso, el distrito empresarial moribundo… -Se había erguido en su asiento y aferraba los brazos de la silla-. Eres un gusano de mierda con pretensiones de superioridad moral.
– ¿Qué quieres? -Miraba al frente, a la calle vacía. En la sien le latía una vena enorme.
– Que anuncies tu dimisión. Barbie ocupará el cargo, tal como el presidente ha…
– Jamás dimitiré en favor de ese puñetero. -Se volvió para mirarla. Big Jim sonreía. Era una sonrisa atroz-. No le has dado nada a Julia, porque Julia se había ido al súper a presenciar la batalla de la comida. Puede que tengas los documentos de Duke a buen recaudo en algún sitio, pero no le has dejado ninguna copia a nadie. Lo has intentado con Rommie, luego con Julia, y luego has venido aquí. Te he visto subir por la cuesta del Ayuntamiento.
– Sí que se los he dado -contestó ella-. Los llevaba conmigo. -¿Y si le decía dónde los había dejado? Mala suerte para Andrea. Se dispuso a levantarse-. Has tenido tu oportunidad. Ahora me marcho.
– Tu otro error ha sido pensar que estarías a salvo aquí fuera, en la calle. En una calle vacía. -Su voz casi era amable y, cuando le tocó el brazo, ella se volvió para mirarlo. La agarró de la cara. Y se la retorció.
Brenda Perkins oyó un crujido penetrante, como cuando una rama cargada de hielo se rompe a causa del peso, y siguió ese sonido hacia una gran oscuridad, intentando gritar el nombre de su marido mientras avanzaba.
Big Jim entró y cogió una gorra de propaganda de Coches de Ocasión Jim Rennie del armario de la entrada. También unos guantes. Y una calabaza de la despensa. Brenda seguía en su silla Adirondack, con la barbilla sobre el pecho. Big Jim miró alrededor. Nadie. El mundo era suyo. Le puso la gorra en la cabeza (bajando mucho la visera), los guantes en las manos y la calabaza en el regazo. Con eso habría de sobra, pensó, hasta que Junior regresara y se la llevara a un lugar donde pudiera pasar a formar parte de la factura de la carnicería de Dale Barbara. Hasta entonces, no era más que otro pelele de Halloween.
Miró en la bolsa de la compra. Contenía el monedero de Brenda, un peine y una novela de bolsillo. Bueno, ahí todo en orden. Estaría bien en el sótano, detrás de la caldera apagada.
La dejó con la gorra medio torcida en la cabeza y la calabaza en el regazo, y entró para esconder la bolsa y esperar a su hijo.
La suposición del concejal Rennie de que nadie había visto a Brenda entrando en su casa esa mañana era correcta. Pero sí que la habían visto durante sus paseos matutinos, y no una sola persona, sino tres, incluida una que vivía en Mills Street. Si Big Jim lo hubiese sabido, ¿habría logrado esa información impedir sus actos? Dudosamente; en aquel momento ya se había fijado un rumbo y era demasiado tarde para dar marcha atrás. Sin embargo, podría haberle hecho reflexionar (ya que era un hombre reflexivo, a su manera) sobre las similitudes entre el asesinato y las patatas fritas Lay's: una vez has empezado, es muy difícil parar.
Big Jim no reparó en los que lo estaban mirando cuando bajó hasta la esquina de Mills Street con Main Street. Tampoco Brenda los había visto al subir por la cuesta del Ayuntamiento. Eso fue porque no querían ser vistos. Se habían refugiado en una de las entradas del Puente de la Paz, que resultaba ser una construcción clausurada. Sin embargo, eso no era lo peor. Si Claire McClatchey hubiese visto los cigarrillos, se habría quedado a cuadros. De hecho, podría haberse quedado a triángulos. Y está claro que no habría dejado que Joe siguiera siendo amigo de Norrie Calvert, por mucho que el destino del pueblo dependiera de su camaradería, porque había sido Norrie la que había llevado los pitis: unos Winston muy retorcidos y espachurrados que había encontrado en un estante del garaje. Su padre había dejado de fumar el año anterior y el paquete estaba cubierto de una fina gasilla de polvo, pero a Norrie le pareció que los cigarrillos que había dentro estaban en buen estado. Solo había tres, pero tres era perfecto: uno para cada uno. «Haremos que sea como un ritual de buena suerte», fueron sus instrucciones.
– Fumaremos como los indios cuando les rezan a los dioses para que les concedan una buena cacería. Después nos pondremos manos a la obra.
– Suena bien -dijo Joe. Siempre había sentido curiosidad por fumar. No lograba verle el atractivo, pero alguno debía de haber, porque un montón de gente seguía haciéndolo.
– ¿A qué dioses? -preguntó Benny Drake.
– A los dioses que tú quieras -respondió Norrie, mirándolo como si fuera la criatura más tonta del universo-. Dios dios, si ese es el que más te gusta. -Vestida con unos pantalones cortos de tela vaquera descolorida y una camiseta rosa sin mangas, el pelo suelto por una vez y enmarcando su astuta carita en lugar de estirado hacia atrás y recogido en esa habitual cola de caballo con la que trotaba por el pueblo, los dos chicos pensaban que estaba guapa. Totalmente espectacular, de hecho-. Yo le rezaré a la Mujer Maravilla.
– La Mujer Maravilla no es una diosa -dijo Joe mientras sacaba uno de los viejos Winston y lo enderezaba con suavidad-. La Mujer Maravilla es un superhéroe. -Lo pensó un momento-. O quizá una superhéroa.
– Para mí es una diosa -repuso Norrie con una sinceridad y una mirada grave que no admitían ser refutadas, y menos aún ridiculizadas. También ella enderezó su cigarrillo con cuidado. Benny dejó el suyo tal cual estaba; pensó que un cigarrillo retorcido le daba cierto aire guay-. Tuve los Brazaletes de la Mujer Maravilla hasta los nueve años, pero después los perdí. Creo que me los robó esa perra de Yvonne Nedeau.
Encendió una cerilla y la acercó primero al cigarrillo de Joe «el Espantapájaros», luego al de Benny. Cuando intentó usarla para encender el suyo, Benny la apagó.
– ¿Por qué has hecho eso? -preguntó ella.
– Tres con una cerilla. Mala suerte.
– ¿Crees en esas cosas?
– No demasiado -dijo Benny-, pero hoy vamos a necesitar toda la suerte que podamos reunir. -Miró hacia la bolsa de la compra que había en la cesta de su bicicleta, después le dio una calada al cigarrillo. Inhaló un poco y echó el humo tosiendo. Le lloraban los ojos-. ¡Esto sabe a cagarro de pantera!
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