Batya Gur - Asesinato en el corazón de Jerusalén

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Asesinato en el corazón de Jerusalén: краткое содержание, описание и аннотация

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El cadáver de una joven con la cara destrozada es encontrado en el desván de una casa situada en la carretera de Belén, en el barrio de Baqah de Jerusalén. El superintendente Michael Ohayon acaba de comprarse una nueva casa en ese barrio y, cuando se dirige a verla, es reclamado en el lugar del crimen. Allí le esperan un amor del pasado y un romance que nunca llegó a terminarse. Como en sus libros anteriores, Batya Gur presenta una investigación criminal compleja y cautivadora, que nos adentra en un mundo cerrado y con leyes propias. En este caso la acción transcurre en un barrio de Jerusalén en donde se condensa la realidad israelí en miniatura, una realidad cuyos resquicios Gur dibuja de forma prodigiosa al huir de ideas preconcebidas. A lo largo de la investigación, Michael Ohayon nos irá descubriendo poco a poco todo lo que se oculta tras la realidad más evidente.

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– A Imad Abu Salaj, sólo porque es palestino, se lo han llevado a una habitación de abajo. Susi, la arquitecto, y yo hemos ido con ellos, ella se ha quedado abajo y yo te he esperado aquí porque…

– ¿Qué quiere decir «abajo»?

– No lo sé, yo sólo sé que nos ha separado de él, nos ha dicho que esperásemos arriba, pero nosotras hemos bajado de todas formas. Ese tal Balilty ha salido de la habitación tres minutos después y su ayudante pasados otros dos minutos, e Imad se ha quedado en la habitación, encerrado. Y transcurrida una hora -hemos estado al lado de la puerta, en el pasillo- todo sigue igual. He intentado abrir la puerta, está cerrada con llave. Lleva encerrado una hora y nadie ha dado ninguna explicación… Imad es exactamente igual que nosotras, llegó allí por casualidad. Y yo sólo he abierto la puerta, es decir, lo he intentado, estaba cerrada con llave, y he hablado con él a través de la puerta, y ha dicho que han ido a comprobar sus papeles y si ha pagado o no el impuesto sobre la renta y el impuesto sobre el valor añadido, y también si en su familia ha habido algún condenado o algún sospechoso de pertenecer a Hamás o de participar en actividades subversivas, ¿entiendes? Una persona viene a testificar porque ha encontrado un cadáver en una casa antes de hacer una reforma, y esas son las cosas que le preguntan. Sólo por fastidiar, nada más. Por eso he dejado a Susi al lado de la puerta y yo he venido a buscarte y…

– Espérame dentro -dijo Michael, y la condujo de inmediato al piso de abajo. La arquitecto estaba allí, bajo la débil luz de la bombilla del pasillo, pálida y temblorosa, y le miró cuando intentó abrir la puerta del despacho que durante sus primeros años en la policía había sido el suyo.

– Está cerrado con llave -susurró ella-, sólo se puede oír.

Michael golpeó la puerta y llamó a Balilty. Un silencio absoluto reinaba al otro lado. Tras un largo rato la puerta se abrió, Balilty salió deprisa, cerró y se quedó delante.

– Perdona -dijo Michael, apartándole con un movimiento brusco. Balilty obedeció, enmudecido por la sorpresa, y Michael entró en la habitación. Un joven policía, pecoso, de mejillas sonrosadas, se encontraba junto al capataz, que estaba sentado y tapándose la cara con las manos.

– ¿Qué ha pasado? -le preguntó al policía, y este se encogió de hombros.

– Rutina -contestó-, nada.

Michael repitió la pregunta, esta vez mirando al capataz, que apartó las manos de la cara y dirigió una mirada cansada a los documentos que estaban esparcidos sobre la mesa.

– No sé lo que quieren -dijo Imad-, les he dado el carné, les he dado el permiso de conducir, les he dado el permiso de trabajo: no están en orden. Nada está en orden.

– Sal de aquí -le indicó Michael al policía pelirrojo, que le miró con asombro, rabia y miedo-, ¡sal, sal de una vez! -gritó-. ¡Y que no vuelva a verte por aquí, este será tu último día aquí, el último! ¿Cómo te llamas?

– Sargento Yaron Levi, señor -contestó el policía con voz ronca-, yo… yo… el subcomisario Balilty me ha dicho…

– Sal de una vez -dijo Michael con desprecio, y esperó a que se fuera-. Escoria -soltó, antes de que la puerta se cerrara del todo.

– Acércate, Ohayon, estás demasiado lejos -dijo el médico forense. Michael se acercó a las tenacillas y miró una astilla llena de sangre.

– ¿Recuerdas lo que decía el viejo doctor Kestenbaum? -preguntó Solomon.

– Todo contacto deja una huella -recitó Michael con disciplina.

– Muy bien -murmuró el forense-, ¿y ves ahora qué razón tenía? ¿Había hilos rojos del pañuelo dentro de los cortes del cuello? Había. Y ahora aparece esta astilla, y no es del palo de una escoba -aseguró-. Es, creo, según una primera apreciación… aún tenemos que mandarlo al laboratorio de criminalística para verificarlo, pero me parece que de verdad va a ser de ese tablón que encontrasteis. Es un tablón, tal vez de algún andamio, tal vez incluso del desván en donde lo encontraron. Debéis comprobarlo, tendrá restos de sangre. Ya os he dicho muchas veces que todo deja rastro en todo.

– Pero si ya hemos encontrado -gritó el sargento Yair-, ¿no lo sabe? ¿No le han dicho que los de criminalística encontraron manillas de sangre en el tablón que sacamos de la caldera?

– Entonces estamos organizados -dijo Solomon-. ¿Has anotado que la mandíbula y los pómulos están rotos? -el ayudante asintió y, por encima de la mascarilla, sus ojos asustados iban y venían del forense al sargento Yair.

– Escribe, escribe, no te preocupes -le dijo Solomon en tono jocoso-, ya te corregiré yo las faltas. Los mandan aquí directamente desde el avión -explicó sin dirigirse a nadie en concreto-, y yo tengo que corregir los informes de la autopsia. Lo escribe todo con letras cirílicas, hebreo, pero con letras cirílicas, ¿qué opináis de eso?

Nadie contestó.

– Ahora puedes serrar -dijo Solomon haciéndose a un lado, y su ayudante cogió el largo serrucho con sus grandes dedos, a los que el látex daba un aspecto irreal, y empezó a serrar el cráneo-. ¡Con cuidado! -gritó Solomon-, mira la que se está formando. Y tú -le dijo a Yair-, ¡apártate, están saltando esquirlas! -y Yair se apartó.

Michael volvió la cara hacia la pared cuando Solomon extrajo el cerebro del cráneo y lo puso con cuidado, como si tuviera vida, en el peso que había junto a la mesa de operaciones.

– ¿Por qué hace eso? -susurró Yair espantado-. ¿Por qué lo pesa?

– Para saber si el peso es normal -contestó Michael.

– Quinientos sesenta y uno -le dijo Solomon al micrófono, e informó a Michael-: Bueno, hay hemorragia y también fisuras en el cráneo. Por tanto, le golpearon la cabeza y la cara, pero, al parecer, no la tiraron al suelo. De todos modos, no pensaba que había sucedido así, yo creía que primero la habían estrangulado y después le habían machacado la cara. Mira la lengua -agarró la punta de la lengua y la movió de un lado a otro-, ¿ves que está suelta? Ya está claro que ha sido estrangulada. Dame unas tenacillas -dijo con impaciencia, y el ayudante le tendió enseguida unas tenacillas-. Éstas son demasiado grandes, dame las medianas -el ayudante obedeció en silencio y él levantó la lengua y señaló con la punta de las tenacillas-. Rota, ¿lo ves? -preguntó mientras movía la lengua-. Está completamente suelta.

Michael asintió.

– Y estoy seguro, sin necesidad de ningún análisis, de que la nuca está fracturada, pero enseguida lo vamos a ver. ¿Sabes el aspecto que tiene una nuca fracturada?

Aunque no le había dirigido la pregunta a nadie, Yair le contestó, dubitativo:

– Creo que cuando las primeras vértebras, las que están junto al cráneo, están afectadas, entonces…

– Ahí está -se entrometió el ayudante-, el bulbo raquídeo es el responsable de la respiración, del sistema cardiovascular y de los vasos sanguíneos. Si se ve afectado, la muerte es inmediata.

Yair asintió como un buen alumno, y Solomon pasó el bisturí desde la mandíbula hasta el esternón.

– Sácame del bolsillo de la bata otro chicle -dijo, dirigiéndose al cadáver, mientras hacía la incisión. Y el ayudante se apresuró a quitarse los guantes y a sacar del bolsillo de la bata de Solomon un paquete verdusco.

– ¿Alguien quiere? -preguntó el forense.

Nadie respondió.

– Después, cuando lleguemos al estómago, os arrepentiréis -advirtió Solomon-. Métemelo en la boca -le mandó a su ayudante-, vamos, métemelo por debajo de la mascarilla y ponte unos guantes nuevos -y eso hizo, mientras Solomon cortaba la piel morena del cuello y señalaba con una mirada de triunfo las vértebras superiores-. ¿Habéis visto? Rota, como os he dicho, y también la tráquea. Fracturada. ¿Habéis visto? -sin esperar respuesta ordenó-: Tenacillas -y el ayudante se apresuró a darle ahora las tenacillas grandes. Tras un minuto o dos Solomon extrajo una masa oscura del cuello y murmuró-: Abramos el esófago, ábrelo, pero con cuidado, ahí hay unas tijeras -señaló con el hombro hacia la bandeja-, coge las grandes, pero antes pésalo. Qué haríamos sin la inmigración rusa. Estaríamos perdidos -concluyó, y clavó la mirada en el ayudante-. ¿Os podéis creer que tenemos sólo cuatro médicos israelíes, y uno es una mujer? El resto, ayudantes y estudiantes, son rusos o árabes.

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