Los demás asintieron.
– Centraremos nuestras energías en estas iniciativas, que tienen como fin desestabilizar el gobierno antes de que pueda cometer un acto de rendición nacional. En los últimos días hemos organizado una pequeña unidad dedicada precisamente a esa tarea. Por el momento, caballeros, nuestro destino se halla en manos de esos hombres. Esta noche, cuando celebremos el servicio de la tarde, me gustaría que alzáramos una oración por la buena suerte y el éxito de los Defensores de Jerusalén Unido.
Jerusalén, jueves, 15.38 h
Para Maggie, la sensación fue casi física, como si cayera al vacío. No había discusión posible: llevaban consigo el aliento de la muerte. Cualquiera que se acercara lo bastante a Uri o a ella, cualquiera que hubiera estado cerca de Guttman, acababa muerto: la esposa de Shimon, envenenada con pastillas; Aweida, apuñalado en la calle; Kishon, despeñado por un precipicio en Suiza. Y por último ese hombre, David Rosen, el abogado a quien Guttman había confiado sus últimas palabras, desplomado sobre su escritorio antes de haber tenido ocasión de transmitirlas.
Uri se acercó con cautela; Maggie se dijo que seguramente estaba pensando lo mismo. Cuando estuvo lo bastante cerca para tocar a Rosen, su mano vaciló, como si no supiera qué debía examinar primero. Lentamente, la puso en el cuello y sus dedos le buscaron el pulso. Casi al segundo de haber tocado a Rosen, Uri retrocedió de un salto, como si hubiera recibido una descarga eléctrica. En ese mismo instante, el cuerpo se movió, y Rosen se incorporó bruscamente. Miraba a Uri con la misma perplejidad con la que este lo miraba a él.
– Por Dios, Uri… ¿qué estás haciendo aquí?
Rosen era alto y delgado, llevaba unas gafas pasadas de moda y tenía el cabello plateado. Tenía la piel de los antebrazos, que asomaba bajo la camisa de manga corta, salpicada de manchas de la edad. Mientras el hombre recobraba la compostura, Maggie le vio unas ligeras marcas rojas en la cara, el resultado de haberse quedado dormido sobre una superficie dura; en aquel caso, un escritorio.
– ¡Usted me dijo que viniera!
– ¿De qué estás hablando? -Maggie vio que Rosen buscaba sus gafas a pesar de llevarlas puestas. Hablaba en inglés con un ligero acento británico-. Ah, sí, es verdad. Pero ¿eso no fue ayer? -No. Ha sido hoy. Lo que pasa es que se ha quedado dormido.
– Ah, claro. He llegado de Londres esta mañana. Un vuelo noctumo. Estoy agotado. Me habré quedado dormido.
Uri se volvió hacia Maggie y alzó los ojos al cielo como si dijera: «¿Y nuestro destino está en manos de este hombre?», -Sí, señor Rosen. Usted me llamó y me dijo que tenía una carta de mi padre.
– Sí, es cierto.-Empezó a toquetear los montones de papeles que abarrotaban el escritorio-. Si no recuerdo mal, la trajo en mano la semana pasada y… -De repente se interrumpió, se levantó y dijo-. -": Lo siento, Uri. No sé en qué estaba pensando. Por favor, ven aquí. -Uri se acercó y se agachó un poco, igual que un adolescente que recibe un beso de una abuela menuda. Rosen lo estrechó entre sus brazos mientras murmuraba lo que parecía una plegaria. Luego, en inglés, añadió-: Os deseo a ti y a tu hermana una larga vida, Uri.
Maggie lanzó una mirada a Uri.
– Disculpe, señor Rosen, quiero presentarle a Maggie Costello, de la embajada estadounidense. Me está ayudando un poco.
Maggie se dio cuenta de lo que Uri pretendía.
– ¿De la embajada de Estados Unidos? ¿A qué te refieres? No había funcionado.
– Es una diplomática. Está aquí por las conversaciones de paz.
– Ya entiendo, pero ¿en qué está ayudándote exactamente la señorita Costello?
«Rosen es viejo y está medio dormido -pensó Maggie-, pero no es idiota.»
Uri hizo lo que pudo para explicarse sin dar detalles concretos. Dijo que su madre había confiado en aquella mujer y que también él confiaba en ella. Maggie estaba ayudándole a resolver un problema que parecía aumentar exponencialmente. Pero los ojos de Uri decían algo más sencillo: «Yo confío en ella, de modo que usted también debería confiar en ella».
– Muy bien -dijo Rosen al fin-. Aquí está.
Y sin más ceremonias le entregó un sobre blanco.
Uri lo abrió lentamente, como si fuera una prueba en un juicio. Miró dentro con expresión de perplejidad y sacó una funda de plástico que contenía un disco. No había ninguna nota. -Un DVD. ¿Podemos utilizar su ordenador? -preguntó Uri.
Rosen puso en marcha el aparato. Uri se situó junto a él, lo apartó suavemente, cogió una silla y se sentó frente al teclado. No había tiempo para cortesías.
Insertó el disco y esperó con impaciencia mientras el programa de reproducción se cargaba. A Maggie la espera se le hizo interminable.
Por fin apareció una pantalla dentro de la pantalla; primero negra, hasta que un par de segundos después se llenó con caracteres hebreos.
– «Mensaje para Uri» -tradujo Uri.
Luego, saliendo del fundido, apareció una imagen animada:
Shimon Guttman sentado ante el mismo escritorio donde Maggie se había instalado la otra noche. Parecía estar mirando la pantalla del ordenador. Maggie recordó la cámara de vídeo que había visto y los aparatos electrónicos que había en el despacho y dedujo que Guttman se había filmado a sí mismo.
Contempló aquel rostro, tan distinto de la persona que había visto en las imágenes de archivo de intemet. No había en él ni rastro de la arrogancia que mostraba en las fotos de los discursos. Al contrario, Guttman parecía aturdido y preocupado, como un hombre al que hubieran perseguido toda la noche y que apenas hubiera dormido. Estaba inclinado hacia delante, con el rostro demacrado y cansado.
«Uri yakiri.»
– «Mi querido Uri -empezó a traducir su hijo con un murmullo-, espero que nunca tengas que ver esto, espero que podré volver al despacho de Rosen la semana que viene para recuperar este sobre que le confío para que te entregue en caso de que yo desaparezca o, Dios no lo quiera, en el caso de que muera. Con un poco de suerte podré resolver este asunto yo solo y no hará falta que te arrastre a él.
»Pero si por alguna razón no lo consigo, no puedo permitir que este conocimiento muera conmigo. Mira, Uri, resulta que he visto algo tan valioso, tan antiguo e importante que de verdad creo que cambiará a cualquiera que lo vea. Me consta que tú y yo no estamos de acuerdo en casi nada, y sé que crees que tu padre es un exagerado. A pesar de todo, estoy convencido de que comprenderás que esto es distinto.
De repente Uri se inclinó bruscamente sobre el teclado y detuvo el reproductor. Luego se volvió hacia Maggie y, con una expresión donde se leía claramente «¡Seré idiota!», le dijo con los labios: «¡Micrófonos!».
Tenía razón. Rosen lo había llamado. Si Uri tenía el teléfono intervenido, los servicios de información israelíes, o quien fuera, había tenido tiempo de infiltrarse en el despacho del abogado y colocar micrófonos. Incluso podían haberlo hecho mientras la Bella Durmiente sesteaba encima de la mesa.
Uri se levantó y recorrió el despacho hasta que vio el televisor. Lo encendió, sintonizó un canal que emitía un programa de variedades estadounidense -con muchos aplausos y gritos-, subió el volumen y volvió al ordenador. Luego lo pensó mejor, volvió al televisor y le dio la vuelta, con la pantalla cara a la pared.
– Cámaras ocultas -le susurró a Maggie-. El lugar más típico para esconderlas es dentro de un televisor.
Rosen parecía más desconcertado que nunca.
Cuando Uri puso nuevamente en marcha el reproductor y siguió traduciendo lo hizo directamente al oído de Maggie. Sin querer, ella cerró los ojos y se dijo que era para concentrarse mejor en sus palabras.
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