Había confiado en Uri inmediatamente y totalmente. Tal vez había sido un error. Ya se había equivocado otras veces juzgando a la gente.
Se sentía mareada y aturdida; tenía las manos pegajosas. Se volvió para mirarlo. Pensó en el hombre que aquella mañana le había plantado la mano ahí. No había podido verle la cara ni identificar su voz; el acento le había parecido extraño. Entonces se le ocurrió que podía haber sido el de alguien que disfrazara la voz a propósito. ¿Era posible que Uri la hubiera seguido hasta allí? ¿Era posible que el tipo del pasamontañas fuera él? Esperó a que el tráfico les permitiera detenerse. Entonces intentó alcanzar el tirador de la puerta para abrirla.
Pero Uri fue más rápido. Presionó el mecanismo de su lado que bloqueaba las puertas. Maggie estaba atrapada. Uri la tenía acorralada.
Se volvió hacia ella y con voz firme y tranquila dijo: -No vas a ir a ninguna parte.
Jerusalén, jueves, 14.25 h
Uri, quiero salir!
– No vas a ir a ninguna parte, Maggie.
– ¡Déjame salir ahora mismo! ¿Me oyes? -Maggie casi nunca alzaba la voz y sabía que, cuando lo hacía, el sonido impactaba.
Uri cedió al fin.
– Escucha, Maggie, no puedes abandonarme ahora solo porque las cosas dan un poco de miedo. -Eres tú el que me da miedo, Uri.
– ¿Yo? ¿Te has vuelto loca?
– Cada vez que hemos descubierto un nombre, esa persona ha aparecido muerta. Primero Aweida. Ahora Kishon. Y yo no los he matado, eso lo tengo claro.
– ¿Y crees que he sido yo?
– Bueno, tú eres el único que sabes tanto como yo.
Uri meneaba la cabeza con incredulidad y la mirada gacha; el motor del coche seguía en marcha.
– Eso es absurdo, Maggie.¿Cómo iba yo a matar a alguien en Suiza si no me he movido de aquí?
– Puedes haber hablado con alguien.
– ¡Pero si no sabía que estaba en Suiza! – Intentó no perder la calma-. Escucha, lo único que quiero es saber qué les pasó a mis padres. Alguien mató a mi madre, Maggie. Estoy seguro de eso. Y quiero saber quién fue. Nada más.
Poco a poco, Maggie notó que la angustia remitía, como si la sangre se calmara en sus venas.
– Aun así, podrías estar pasando lo que sabes a los servicios de inteligencia israelíes.
– ¿Y por qué iba a hacer eso? No olvides que los servicios de seguridad abatieron a mi padre. Incluso es posible que estén detrás de todo esto desde el principio. ¿Por qué iba a ayudarlos?
Eso era verdad. Un agente secreto que perdía a su padre y a su madre solo para no ser descubierto: no tenía sentido. Se había dejado llevar por el pánico.
– De acuerdo, te creo. Ahora desbloquea las puertas.
Uri levantó el pestillo y esperó a que ella se apeara. Cuando vio que no se movía, dijo:
– Cerré las puertas porque te necesito. No puedo hacer esto solo.-Calló unos segundos y añadió-: No quiero que te vayas.
Ella lo miró a los ojos y vio lo mismo que la noche anterior.
La misma chispa, la misma calidez. Quería sumergirse en esa mirada, quedarse en ella. Sin embargo, volvió la cabeza y asintió para indicarle que se pusiera en marcha.
Apenas había recorrido cien metros cuando Uri, de repente, echó mano al volumen de la radio y lo subió. Luego recorrió el dial hasta que dio con una machacona música rap. El coche parecía estremecerse.
Maggie, aturdida por el ruido, intentó bajar la música, pero él no solo se lo impidió sino que la puso aún más fuerte y cubrió la radio con la mano para impedirle que la tocara.
– ¿Qué demonios haces? -preguntó ella a gritos.
Uri la miró con los ojos muy abiertos, como si acabara de hacer un gran descubrimiento.
«Micrófonos -dijo solo moviendo los labios-. Micrófonos en el coche.»
Naturalmente. La seguridad siempre había sido un elemento clave en los intentos de mediación del pasado, y también ella, en su época, había tomado medidas extremas de precaución: en una ocasión había informado a cierto primer ministro en el cuarto de baño de un hotel mientras corría el agua del grifo. Pero eso había sido cuando ella tomaba parte en las negociaciones. Había dado por hecho que aquello sería diferente. El miedo repentino hacia Uri y después eso… De pronto se sintió muy estúpida. El año que había pasado fuera de circulación, ayudando a matrimonios mal avenidos, la había dejado más oxidada de lo que suponía.
Uri tenía razón. Debían actuar como si los estuvieran espiando. Cuando se detuvieron en un semáforo, él se inclinó hacia ella para hablarle al oído y que no pudieran grabar su voz. -El ordenador, también.
Además de oír su voz, Maggie pudo notarla, percibir el aliento de Uri acariciándole el oído; el olor de su cuello.
– Seguro que han visto todo lo que hemos visto -añadió él-. A partir de ahora, hablemos con naturalidad. -Bajó el volumen de la música-. ¿No te gusta el rap? En Israel se ha puesto muy de moda.
Maggie se sentía demasiado aturdida para seguir la comedia.
Si habían espiado su sesión en el ordenador de casa de Guttman, entonces, fueran quienes fuesen los que lo habían hecho, sabían todo lo que ellos sabían, incluyendo la verdad acerca de Ahmed Nur. Y algo esa mañana los había sobresaltado, los había alterado lo suficiente para que decidieran asustarla. Al haber ido a ver a Aweida se había acercado demasiado.
Uri detuvo el coche, y ambos bajaron. Una vez fuera, Maggie empezó a hablar, pero él se llevó un dedo a los labios, indicándole silencio.
– Sí -dijo, fingiendo una conversación intrascendente-, esta es la música que todo el mundo escucha últimamente, sobre todo en Tel Aviv.
Con un gesto le indicó que lo siguiera. Maggie lo observó.
Llevaba barba de varios días y el pelo despeinado, con mechones que le caían por la cara. No se le ocurrió nada que decir, ni de música ni de cualquier otra cosa. Se limitó a mirarlo con la más absoluta perplejidad.
Uri se le acercó y le susurró al oído. -La ropa también.
Ella se palpó los bolsillos en busca de un micrófono invisible mientras Uri sonreía como diciendo: «No te molestes, no lo encontrarás».
Caminaron hacia lo que parecía un bloque de apartamentos y no de oficinas, que era lo que ella esperaba. ¿Acaso iban a ver al abogado de Guttman a su casa?
Uri llamó al interfono. -¿Orli?
Maggie oyó una voz de mujer a través del altavoz. -Mí zeh?
– Uri. Aní lo levad -dijo. Vengo acompañado.
La puerta se abrió y dos pisos más arriba encontraron la puerta de un apartamento abierta. En el umbral, y con aire de sorpresa, había una mujer a la que Maggie juzgó cinco años más joven que ella y guapísima. Pelo largo castaño, grandes ojos oscuros, una esbelta figura que ni los holgados vaqueros lograban afear… Maggie deseó que fuera la hermana de Uri y temió que en realidad se tratara de su novia.
Al instante los dos se fundieron en un abrazo que hizo que Maggie deseara que se la tragara la tierra. ¿Eran parientes? ¿Lo consolaba ella por su reciente pérdida? Unos segundos más tarde estaban los tres dentro del apartamento y Maggie seguía a un lado sin que la hubieran presentado.
Sin que nadie se lo indicara y sin pedir permiso, Uri fue hacia el aparato de música, puso un disco y subió el volumen. Mientras sonaba Radiohead, explicó a Orli lo que había ocurrido y sus sospechas. Luego, para sorpresa de Maggie, señaló lo que ella supuso que sería el dormitorio y la apremió para que lo siguiera. Una vez los tres dentro, y con la música sonando, Uri presentó a las dos mujeres y ambas intercambiaron una media sonrisa educada. Acto seguido, se volvió hacia Maggie y le explicó entre susurros que, primero, Orli era una antigua novia y, segundo, que Maggie tenía que desnudarse.
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