Aweida palideció. -Siga.
– ¿Conocía a Shimon Guttman?
Aweida pareció de nuevo nervioso.
– De nombre, sí. Era un hombre famoso en Israel. Lo mataron el sábado.
Maggie estudió su rostro y vio el mismo nerviosismo que había visto un momento antes, cuando mencionó la trastienda. Empezó a comprender.
– Afif, escuche, no soy policía. No me importa qué compra o vende aquí. Lo que sí me importa es asegurarme de que el proceso de paz no se interrumpa. En caso contrario, morirán muchos palestinos como su primo y muchos israelíes como el profesor Guttman. Así pues, volveré a preguntárselo. Le juro que su respuesta no saldrá de estas cuatro paredes. ¿Conocía a Shimon Guttman?
Aweida miró por encima del hombro de Maggie para asegurarse de que no hubiera nadie y respondió en voz baja:
– Sí.
– ¿Y tiene idea de por qué pudo haber mencionado su nombre a otra persona la semana pasada?
Aweida frunció el entrecejo.
– No. No sé por qué iba a mencionar mi nombre a nadie.
– ¿Cuándo fue la última vez que lo vio?
– La semana pasada.
– ¿Puede contarme lo que pasó?
A regañadientes, Aweida se sentó y le contó la breve e inesperada visita que Guttman le había hecho en la tienda, la primera desde hacía mucho. A medida que Maggie iba tirándole de la lengua, Aweida, con frases cortas le habló de su «acuerdo», según el cual Guttman le descifraba los textos de las tablillas antiguas y se llevaba una a cambio.
– . -¿Y dice usted que ninguna de esas tablillas parecía especial?
– Todas eran normales: trabajos escolares, listas e inventarios caseros.
– ¿Nada más?
Nuevamente asomó la expresión de inquietud.
– Bueno, había una que era… una carta de una madre a su hijo.
– ¿Y el profesor Guttman se la llevó?
– Intentó convencerme para que se la diera, pero al final renunció. Dejó que me la quedara y se llevó otra en su lugar.
Maggie se echó hacia atrás. Algo en esa escena le resultaba familiar.
– Dígame, ¿se puso pesado con esa tablilla nada más haberla leído o fue después de haber descifrado el resto? -Señorita Costello, hace una semana de esto.
– Intente recordar.
– Las leyó todas y luego decidió que aquella era la más interesante.
«No, no fue así», se dijo Maggie. Por supuesto que esa escena le resultaba familiar. Ella había hecho lo mismo en otras ocasiones. Durante una ronda de negociaciones en los Balcanes insistió en que cierta carretera que daba acceso al mar era un punto irrenunciable y que la entrega de las armas podía esperar. No podía presentarse ante su gente sin aquella carretera. Tal como había previsto, el otro bando propuso inmediatamente entregar las armas, pero se mantuvo inflexible en la cuestión de la carretera. Con expresión sombría, contestó que vería qué podía hacer. Luego se levantó y fue a la sala donde la esperaban los otros para decirles que había conseguido lo que más deseaban: la entrega de las armas.
Guttman también había empleado el mismo truco: había luchado por las manzanas cuando lo que deseaba realmente eran las naranjas.
– ¿Y tiene usted alguna idea de lo que ponía en la tablilla que se llevó?
– Dijo que era un inventario, de una mujer.
– ¿Y usted lo creyó?
– No sé leer la escritura cuneiforme, señorita. Solo sé lo que el profesor me dijo.
– Una última cosa: ¿de qué humor estaba cuando se marchó?, ¿qué aspecto tenía?
– Ah, eso sí lo recuerdo. No parecía encontrarse bien. Como si necesitara un vaso de agua. Se lo ofrecí, pero no lo quiso y se marchó con mucha prisa.
«No me cabe la menor duda.»
– ¿y esa fue la última vez que lo vio o supo de él?
– Sí, hasta que oí las noticias.
– Gracias, señor Aweida. Se lo agradezco enormemente.
Mientras se levantaba y caminaba hacia la salida, comprendió la sensación que Guttman había experimentado: la certeza de haber realizado un importante descubrimiento y la necesidad de compartirlo con alguien.
Una vez fuera y sintiéndose a salvo entre la marea de turistas, sacó el móvil y marcó el número del hijo de Guttman. -Uri, creo que ya sé de qué va esto.
– Bien, ya me lo contarás por el camino.
– Por el camino ¿adónde?
– ¿No has recibido mi mensaje? El abogado de mi padre acaba de llamarme. Me ha dicho que tiene algo para mí. Un mensaje.
– ¿De quién?
– De mi padre.
Lago Lemán, Suiza, el lunes anterior
Oficialmente, se suponía que Baruch Kishon odiaba Europa. Como ideólogo conservador que llevaba cuatro décadas dedicado a escribir punzantes columnas en la prensa israelí, se había ganado la vida fustigando a los pusilánimes apaciguadores del Viejo Mundo y comparándolos siempre desfavorablemente con los recios campeones de la libertad del Nuevo Mundo. Mientras los estadounidenses sabían diferenciar el bien del mal, los europeos -los franceses eran los peores, pero los ingleses no se quedaban atrás- se hincaban de rodillas cada vez que cualquier dictador bigotudo subía al poder. Se habían desmoronado ante Hitler, encogido ante Saddam y en ese momento estaban dispuestos -mejor dicho, impacientes- a quitarse de encima a Israel del mismo modo que habían hecho con los judíos en los años treinta. En ellos era algo congénito. Kishon lo había escrito en más de una ocasión. La Unión Europea no necesitaba un lema, afirmaba recientemente en una de sus columnas, le bastaba con una palabra: «rendición».
Sin embargo, Baruch Kishon tenía un secreto inconfesable, común entre muchos de los israelíes que compartían su inflexible orientación política. Por mucho que odiase todo lo que Europa representaba, el lugar le encantaba. No se cansaba nunca de las terrazas de los cafés parisinos, con sus café au laít y sus croíssants; el esplendor de los Ufizzi o de la plaza de San Pedro; los teatros del West End londinense y las tiendas de Bond Street. Después del caos, la tosquedad, el polvo y la suciedad de Israel, resultaba un alivio llegar a un lugar que no solo era más fresco, sino también más tranquilo y sereno; un lugar donde las colas del autobús no se convertían en algaradas y donde los trenes llegaban puntualmente.
y en ningún otro lugar del mundo sentía aquello tan intensamente como en Suiza, donde podías comer en el andén de una estación y poner en hora el reloj viendo llegar los trenes. Por eso sintió esa alegría cuando Guttman mencionó Ginebra en aquel largo y confuso monólogo que le largó por teléfono el sábado anterior. Kishon se daba cuenta de que aquella tal vez había sido la última llamada del profesor.
Él y Guttman hablaban con frecuencia. Decir que eran periodista y fuente habría sido describir demasiado someramente su relación. Sus respectivos papeles se habían desdibujado más que eso: eran colegas de conspiración, almas gemelas del campo nacionalista cuya principal preocupación era siempre cómo servir mejor a la causa. Si Kishon conseguía de paso un buen artículo, y Guttman un poco más de publicidad, tanto mejor. Por encima de todo, su objetivo era la soberanía del pueblo judío sobre el que históricamente constituía su hogar: la Tierra de Israel.
No le sorprendió especialmente que Guttman lo llamara el sábado por la tarde. Aquella noche Yariv iba a celebrar su gran manifestación en favor de la paz. Que la derecha planeara su contraataque era lo normal.
Pero no era de eso de lo que Guttman quería hablarle. Empezó a parlotear como una quinceañera sobre algo que acababa de descubrir, algo que iba a cambiarlo todo. Las palabras brotaban atropelladamente: calles del mercado de Jerusalén, escritura cuneiforme, tablillas de arcilla, alguien llamado Afif Aweida y, algo increíble, las últimas palabras de Abraham. Bueno, no sus últimas palabras, sino su última voluntad.
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