Sam Bourne - El Testamento Final

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Un trasdental hallazgo arqueológico podría cambiar radicalmente el destino de Israel y Palestina.
El profesor Guttman, un arqueólogo fundamentalista israelí, ha hallado, proveniente del saqueo del Museo Arqueológico de Irak, la tablilla que contiene el testamento de Abraham, donde se indica cómo deberán repartirse las tierras palestinos e israelíes. Tal descubrimiento le cuesta la vida a él y a su esposa, pero pone sobre la pista de la tablilla a Uri, hijo del malogrado matrimonio, y a Maggi, una mediadora política norteamericana. Ambos vivirán una apasionante aventura, perseguidos por los servicios secretos de sus respectivos países.

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– Por favor, explíquemelo: si trabaja para el gobierno de Estados Unidos, ¿cómo es que está aquí sola? ¿Dónde está su escolta? -La sonrisa era tan amplia como antes, dejaba al descubierto todos los dientes-. ¿De verdad que no hay nadie aquí para protegerla?

Maggie notó que las manos, hasta entonces tan frías e inertes como el resto de su cuerpo, empezaban a sudarle. Instintivamente miró hacia la puerta por donde había llegado. Estaba cerrada.

La mujer llevó un poco más de té y a continuación se dirigió a la habitación contigua con sus hijos. Maggie se quedó sola con aquel individuo. Quería llamar a Davis al consulado, o a Uri, o a Liz, en Londres, a quien fuera; pero temía la reacción del desconocido. ¿Le arrebataría el teléfono? ¿Se lanzaría contra ella? ¿Quién era?

Con toda la naturalidad de la que fue capaz, se levantó, se estiró y, como si estuviera intentando librarse educadamente de una cita para tomar el té con una tía abuela muy pesada, declaró que tenía que marcharse, -Pero ¿adónde va a ir?

Maggie no sabía dónde se encontraba ni cómo salir de allí. -Mi hotel está en Jerusalén Occidental.

– ¿y por qué no se aloja en Jerusalén Oriental? Es bonito.

Tiene el hotel American Colony. Todos los europeos se hospedan ahí. ¿Por qué nunca hay ningún estadounidense? Ustedes solo quieren ver a los israelíes.

Maggie estaba demasiado cansada para soportar aquello, un conflicto tan enconado que hasta la elección de un hotel podía provocar un incidente diplomático.

– No, no -empezó a decir-, no es eso.

Mientras hablaba, se dirigió a la puerta del pasillo. Apoyó la mano en el picaporte y lo giró, pero no se abrió. Cerrado.

Notó entonces al hombre a su espalda, inclinándose y tendiendo la mano para coger el tirador. Su proximidad la hizo estremecer, le recordó el oscuro callejón y el húmedo aliento. Deseó poder quitárselo de encima.

Pero antes de que tuviera oportunidad de hacerlo, él abrió la puerta que daba al pequeño patio. Maggie salió con el hombre pisándole los talones.

– Por favor, se lo vuelvo a preguntar: ¿qué hacía usted aquí?

– Fui a casa de Afif Aweida.

– Sí, y luego ¿adónde se dirigía?

– Quería ir a ver a su primo, al otro Afif Aweida.

– Bien, yo la llevaré.

– No, no hace falta. Lo único que quiero es volver a mi hotel.

Pero el hombre no la escuchaba. La cogió por el codo y se internó con ella por el laberinto de callejuelas de la Ciudad Vieja. «¿Me habré vuelto loca?», se preguntó Maggie por segunda vez en… ¿cuánto tiempo? ¿una hora? ¿dos?, mientras seguía al desconocido por aquella extraña ciudad. Sin embargo, en esos momentos no sentía ni rastro de la despreocupación anterior. Su corazón latía desbocado, miraba a izquierda y derecha, se giraba constantemente, pero sobre todo no quitaba ojo al individuo que la guiaba. ¿Era una trampa? ¿La había conducido Sari Aweida hasta sus agresores? ¿Haría lo mismo aquel hombre?

Pensó en la posibilidad de echar a correr, pero ¿adónde? En aquel laberinto de callejuelas se perdería sin remedio. A medida que se aproximaban al mercado, las calles cada vez estaban más llenas de gente. Vio a un grupo de mujeres algo más jóvenes que ella; parecían turistas. Podía correr hasta ellas, pero luego ¿qué?

Nabilla conducía por un camino que giraba y serpenteaba entre los puestos de los comerciantes, rebosantes de bongos de piel de cabra, gruesas alfombras y recuerdos tallados en madera. Había parejas de ancianos que paseaban tranquilamente; incluso un grupo de turistas japoneses. Según parecía, los informes que había leído en el avión estaban en lo cierto: la actividad de aquel mercado, que en los años de la Intifada había cesado casi por completo, se recuperaba a medida que los turistas volvían a pasear por la Ciudad Vieja. El mérito correspondía a las conversaciones en Govemment House: la simple perspectiva de la paz era suficiente para que la gente volviera, ya fueran cristianos deseosos de recorrer la vía Dolorosa, musulmanes que iban a rezar a la Cúpula de la Roca o judíos impacientes por deslizar una nota con unas palabras dirigidas a Dios en las grietas del Muro de las Lamentaciones.

Giraron a la izquierda y se metieron por el mercado de la carne. A Maggie le entraron náuseas al ver las hileras de reses muertas, con las costillas al aire y la carne roja y sangrienta. Vio una hilera de cabezas de cordero en una tabla de cortar, apartó la vista y se topó con los charcos de sangre del suelo.

– Ya no falta mucho, casi hemos llegado -dijo Nabil.

De repente volvieron a verse rodeados de recuerdos para turistas y souvenirs kitsch. Para Maggie fue un alivio perder de vista los puestos de carne y sentirse rodeada de gente. Se detuvieron ante una joyería.

– Por favor, es aquí. Esta es la tienda de Afif Aweida. Maggie entró apresuradamente, seguida por Nabil, que estrechó la mano a un joven que estaba sentado tras el mostrador. Oyó que Nabille decía algo en árabe y la palabra «americana» mientras la señalaba.

Instantes después, un hombre de mediana edad, con gafas de pasta negra y un jersey de cuello de pico, salió de detrás de un aparador de cristal lleno de joyas de oro y plata. Para Maggie fue casi como si lo conociera: había visto muchos hombres como él en África, de mediana edad, bien vestidos, intentando ofrecer una apariencia occidental, como si así desafiaran el caos y la pobreza que los rodeaba.

– Ha sido un placer verte. Gracias, Nabil.

Maggie se dio la vuelta y vio que Nabil saludaba tímidamente por encima del hombro y se iba. Ella le dio las gracias en voz alta, pero sin excesiva convicción. Unos segundos antes había albergado todo tipo de sospechas hacia él, incluso había temido que la agrediera. Después de lo que le había ocurrido, no era de extrañar. Y sin embargo había resultado ser igual que su esposa, un desconocido que simplemente quería ayudar. Se sintió confundida y, de repente, tomó de nuevo conciencia de cómo la habían tocado. Y con ello volvió el recuerdo de la voz del segundo agresor, caliente y jadeante: «De lo contrario, volveremos por más». ¿Quién era? Apartó la pregunta de su mente, se acercó a Aweida y le tendió la mano con una sonrisa.

– Me alegro de verlo, señor Aweida, pensaba que estaba muerto.

– Lo dice por lo que le ha ocurrido a mi primo. Un crimen terrible. Terrible.

– ¿Cree que usted era el verdadero objetivo?

– Lo siento, no la entiendo.

– ¿Cree que los hombres que asesinaron a su primo mataron al Afif Aweida equivocado?

– ¿Cómo puede haber un «Afif Aweida equivocado»? A mi primo lo apuñalaron porque sí. Podría haberle pasado a cualquiera.

– Yo no estoy tan segura. ¿Sabe de alguna razón por la que su vida pueda correr peligro, señor Aweida?

Para sorpresa de Maggie, el comerciante parecía realmente perplejo ante sus preguntas. Estaba de luto por la muerte de su primo, pero los palestinos estaban acostumbrados a llorar a sus muertos. El hombre lo sentía, eso de compartir el mismo nombre creaba un vínculo. Pero eso no significaba que tuviera que estar asustado, ¿no? Maggie comprendió que debía comenzar por el principio.

– ¿Podemos hablar en algún lugar privado, señor Aweida?

Quizá en su trastienda… -Señaló con la cabeza la puerta por la que él había aparecido al llegar ella.

– No, no hace falta. Podemos hablar con libertad aquí mismo.-Dio una palmada para indicar al joven del mostrador que se fuera.

Maggie se levantó y se encaminó hacia la puerta del fondo.

Quería poner a prueba a Aweida. Como esperaba, el hombre se levantó y le cerró el paso.

– .-Señor Aweida, trabajo para el gobierno estadounidense en las negociaciones de paz. No me interesan los negocios que haga en esta tienda ni nada de lo que pueda guardar usted tras esa puerta, pero necesito que me ayude porque su primo no fue asesinado por azar y mucha más gente morirá si no descubrimos qué está pasando.

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