Sam Bourne - El Testamento Final

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Un trasdental hallazgo arqueológico podría cambiar radicalmente el destino de Israel y Palestina.
El profesor Guttman, un arqueólogo fundamentalista israelí, ha hallado, proveniente del saqueo del Museo Arqueológico de Irak, la tablilla que contiene el testamento de Abraham, donde se indica cómo deberán repartirse las tierras palestinos e israelíes. Tal descubrimiento le cuesta la vida a él y a su esposa, pero pone sobre la pista de la tablilla a Uri, hijo del malogrado matrimonio, y a Maggi, una mediadora política norteamericana. Ambos vivirán una apasionante aventura, perseguidos por los servicios secretos de sus respectivos países.

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– Ya veo.

– Así pues -prosiguió Tal-, al parecer el profesor Guttman habló con Kishon y mencionó el nombre de Aweida. y, de repente, tenemos un Aweida muerto.

Yariv permaneció en silencio, durante un instante, solo se oyó el ruido de una pipa especialmente grande al partirse entre sus dientes.

– Eso quiere decir que había alguien más escuchando.

– Por eso me alegro de que hoy nos hayamos reunido a solas, primer ministro.

– No estarás pensando…

– Los servicios de inteligencia militar son los únicos, aparte de nosotros, que tienen acceso a nuestra vigilancia.

– Eso es una tontería. ¿Crees que Yossi Ben-Ari, el ministro de Defensa, está llevando a cabo sus propias operaciones clandestinas y que ha matado a ese árabe en el mercado?

– Si su gente estaba escuchando anoche, él tuvo que enterarse del nombre.

– ¿Y por qué iba a hacer algo así?

– Ignoro por qué querría liquidar a ese hombre en concreto.

Para entenderlo, antes tendríamos que saber de qué va todo ese asunto de Guttman. Pero si miramos el cuadro en conjunto… -Veremos que intenta sabotear las conversaciones de paz, hacerme caer y ocupar mi puesto. ¡Cielos! -Ya sé que no es…

– ¿Posibles aliados?

– Tal vez Mossek. Quizá el jefe del Estado Mayor.

– ¡Un golpe militar!

– No podemos estar seguros.

– ¿Por qué no? ¿Quién más podría haberlo hecho?

– Si aceptamos que no ha sido un asesinato al azar, sino que se trataba realmente del hombre que Kishon conocía, cualquiera que conociera su identidad y su relación con el asunto Guttman podría ser sospechoso.

– Pero esos solo pueden ser la mujer estadounidense y el hijo de Guttman.

– No podemos descartar nada.

– No tiene sentido. Esto no es uno de tus disparatados videojuegos, Amir. Esto es el mundo real.

– Tenemos que considerar cualquier posibilidad.

El primer ministro se recostó en su asiento e hizo una pelota con la bolsa de papel vacía que momentos antes estaba llena de pipas. Suspiró.

– Lo que estás insinuando…

– No insinúo nada, señor.

– … es que dentro de los estamentos militares del estado de Israel hay elementos incontrolados que están matando a gente y haciendo Dios sabe qué para derribar al gobierno democráticamente elegido y, de paso, liquidar la mejor oportunidad para la paz que este país ha tenido en generaciones.

– Usted sabe qué opina el ejército respecto a lo que estamos haciendo. Nunca aprobó la retirada de Gaza. ¿Cree que desmontar los asentamientos de Cisjordania y entregar la mitad de Jerusalén les gustará?

Yariv sonrió; la sonrisa melancólica de un anciano que creía haberlo visto todo.

– ¿Sabes?, yo ascendí a Ben-Ari. Yo lo nombré general. «Pero Bruto es un hombre honorable…»

– ¿Qué quiere que haga, primer ministro?

– Creo que deberías organizar un equipo de vigilancia que solo responda ante este despacho. Comprueba la tendencia política de sus miembros, asegúrate de que apoyan las conversaciones de paz. Si hace falta, recurre a los izquierdistas y a los marginales. Simplemente asegúrate de su lealtad. Corta el contacto con Defensa y el ejército, déjalos fuera. Y cuando tengas a tu equipo en posición, lánzalo sobre Mossek y Ben-Ari. Pincha sus llamadas telefónicas y sus reuniones. Quiero ver su correo electrónico, sus mensajes por móvil, el color del papel con el que se limpian el culo.

– Délo por hecho.

– Solo pretendo demostrar que te equivocas.

– Bien.

– Ah, otra cosa… No pierdas de vista a Costello y al hijo de Guttman. Si resulta que están a punto de encontrar la explicación a este sin sentido, tanto mejor. Así nos llevarán hasta ella.

Capitulo 35

Jerusalén, jueves, 11.11 h

No tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba tirada en el suelo. Podía ser un minuto, cinco o diez. La empujaron, se largaron sin que ella viera por dónde, y se quedó allí inmóvil. Ni siquiera telefoneó para pedir ayuda. Estaba demasiado paralizada, temporalmente aturdida por lo ocurrido. Desgraciadamente, su cuerpo insistía en evocar la sensación de la lengua en su oreja y la mano en su entrepiema. Su piel, su carne, recordaban esa invasión con cruel exactitud.

Maggie se obligó a calmarse, a convencerse de que podría haber sido mucho peor, que podrían haberla matado, cuando vio que le tendían una mano.

Una mujer la miraba con cara de preocupación y desconcierto. Al cabo de un momento, las arrugas de su rostro se relajaron.

– Usted es la mujer estadounidense. La vi en casa de Aweida. -De nuevo se puso tensa-. ¿Qué hace aquí?

Maggie se vio obligada a levantarse, a sacudirse el polvo y a colocarse la coraza que había desarrollado en los últimos años. No dijo nada, solo dio un respingo cuando, al ponerse de pie, una punzada le atravesó la espalda como un relámpago, un destello que le llenó los ojos de lágrimas.

La mujer iba delante, la guiaba por el callejón hacia el cable de tender la ropa. Al final había un par de peldaños que daban a un patio de unos pocos metros cuadrados. Luego, una habitación con una cocina en un rincón, un televisor y un niño dibujando en una mesa. Tal vez era uno de los chicos a los que había visto jugar al fútbol. Quizá el niño había visto algo. O tal vez no era allí donde los chicos estaban jugando al fútbol, si no en el otro extremo del callejón. Estaba completamente desorientada.

Se sentó en un sofá mientras su rescatadora encendía un hornillo de gas para prepararle un poco de té con menta; sin embargo, lo único que Maggie anhelaba era una taza del Typhoo de su madre como solía tomarlo su padre: con tres terrones de azúcar. Se miró las manos, que le temblaban, y se dio cuenta de lo lejos que se hallaba de casa. Habían pasado casi veinte años y seguía estando en el mismo sitio: en medio de ninguna parte, rodeada por gente dispuesta a ejercer la más implacable violencia.

– Bienvenida a mi casa.

Era una voz masculina, y Maggie se sobresaltó. Alzó la vista y se encontró con un hombre con un gastado traje azul, de cara larga y delgada, y un pelo denso, negro y muy corto que empezaba a encanecer.

La mujer se dio la vuelta, y los dos empezaron a hablar en árabe. Ella le explicaba lo ocurrido, señalaba a Maggie y gesticulaba constantemente.

– Ahora está usted a salvo -dijo él con una breve sonrisa que la inquietó.

Le dio la espalda y Maggie suspiró de alivio. No quería ver a aquel hombre. Sin embargo, no se había marchado, solo había ido a por un cenicero.

– Así que es usted estadounidense…

– Soy irlandesa -repuso en voz baja y con tono distante.

– ¿Ah, sí? Nos gustan mucho los irlandeses, pero usted trabaja para Estados Unidos, ¿me equivoco?

Exhibía una forzada sonrisa que hacía que Maggie evitara mirarlo. Cuando la mujer llevó el té, Maggie agradeció la distracción, la oportunidad de concentrarse en el vaso y la cucharilla para evitar hablar con aquel individuo.

– ¿y qué hacía usted por aquí?

– ¡Nabil!

Maggie supuso que la esposa estaba diciendo a su marido que la dejara en paz. Mientras los dos hablaban, se metió la mano en el bolsillo y sacó el móvil. Tenía un mensaje de Uri: «¿Dónde estás?»,

Se disponía a responder cuando su anfitrión se inclinó sobre ella, como si quisiera quitarle el aparato.

– No necesita llamar a nadie. Nosotros nos ocuparemos de usted. ¿Qué necesita? Cualquier cosa que necesite, solo tiene que pedirla.

Maggie sintió de repente la urgente necesidad de marcharse, de salir de aquel laberinto de oscuras callejuelas y ver la luz del sol. Deseaba quitarse la ropa que llevaba y meterse bajo la ducha el tiempo necesario para limpiarse de…

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