Sam Bourne - El Testamento Final

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Un trasdental hallazgo arqueológico podría cambiar radicalmente el destino de Israel y Palestina.
El profesor Guttman, un arqueólogo fundamentalista israelí, ha hallado, proveniente del saqueo del Museo Arqueológico de Irak, la tablilla que contiene el testamento de Abraham, donde se indica cómo deberán repartirse las tierras palestinos e israelíes. Tal descubrimiento le cuesta la vida a él y a su esposa, pero pone sobre la pista de la tablilla a Uri, hijo del malogrado matrimonio, y a Maggi, una mediadora política norteamericana. Ambos vivirán una apasionante aventura, perseguidos por los servicios secretos de sus respectivos países.

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– Ya sabe a qué nos referimos, Maggie Costello.

La voz era extraña, indeterminada. Sonaba extranjera, pero Maggie era incapaz de decir de dónde. ¿De Oriente Próximo? ¿De Europa? ¿Y cuántos hombres había? ¿Había un tercero al que no había visto? La sorpresa del ataque y la oscuridad la habían desorientado por completo. Era como si se hubiera producido un cortocircuito en sus sentidos, y no estaba segura de dónde procedía el dolor.

Notó que una mano le apretaba el muslo. -¿Me oye, Maggie?

El corazón le latía desbocado, toda ella se retorcía en una inútil resistencia. Intentaba averiguar qué clase de voz era aquella -¿árabe?, ¿israelí?- cuando notó una sensación que hizo que le flaquearan las piernas. El aliento en su oído se había convertido en algo húmedo y caliente: una lengua hurgaba en su oreja. Dejó escapar un grito, pero la mano le selló la boca de nuevo. La otra mano, la que le aferraba el muslo, relajó la presión y se deslizó hacia arriba… hasta posarse con fuerza en su entrepiema.

Las lágrimas le inundaron los ojos. Intentó lanzar una patada, pero el primer hombre la tenía aprisionada y apenas pudo mover las piernas. La mano seguía apretando, la tenía cogida por la entrepiema como aferraría las pelotas de un hombre al que quisiera infligir el máximo dolor.

– ¿Le gusta esto, Maggie Costello? -La voz, con su esquivo acento, sonaba caliente y húmeda en su oído. Podría ser árabe, podría ser israelí, podría no ser ninguna de las dos cosas-. ¿No? ¿No le gusta? -Notó que la cara y la lengua se apartaban un poco-. Entonces, ¡no meta las narices! -El primer hombre le soltó los hombros y la tiró al suelo-. De lo contrario, volveremos por más.

Capitulo 34

Jerusalén, jueves, 11.05 h

La tradición mandaba que esa hora se reservara para el forum, la reunión informal de los asesores del gabinete que habían acompañado a Yariv desde que, tres décadas atrás, consideró la posibilidad de dedicarse a la política. Todos los jueves por la mañana, con la semana de trabajo a punto de finalizar, analizaban y resumían los acontecimientos, señalaban los errores, ideaban soluciones y planeaban los siguientes movimientos. Así lo habían hecho cuando Yariv fue nombrado ministro de Defensa; cuando lo designaron ministro de Exteriores; cuando hizo su travesía del desierto en la oposición. Incluso, a decir verdad, cuando todavía llevaba el uniforme de jefe del Estado Mayor. Esa era la tarea de los políticos, por mucho que fingieran otra cosa; no había que creer a quien dijera lo contrario.

La única diferencia era que se había producido un cambio en el personal. Los dos antiguos camaradas del ejército -uno ahora en publicidad, y el otro en el negocio de la importación- seguían acudiendo a las reuniones. También Ruth, su mujer, cuyo consejo Yariv apreciaba seriamente. El único cambio fue forzado: su hijo, Aluf, había sido un habitual en el forum hasta que lo mataron en el Líbano hacía tres años. Su lugar lo había ocupado Amir Tal, hecho aireado por la prensa, que no había dejado de describir al joven asesor como el hijo adoptivo del primer ministro.

Normalmente, las reuniones se celebraban en casa, y Ruth servía café y Strudel. Pero no ese día. Según dijo a Amir, la situación era demasiado seria para salir de la oficina; el forum lo formarían únicamente ellos dos.

Las conversaciones de Govemment House se habían efectivamente interrumpido, ambos bandos se limitaban a mantener una presencia testimonial. Ni los palestinos ni los israelíes deseaban que los estadounidenses los acusaran de tirar la toalla, por eso no se atrevían a levantarse de la mesa. Sin embargo, nadie trabajaba en serio, y eso significaba que la obra culminante de Yariv -el proceso de paz- estaba desmoronándose ante sus ojos. Recibía todo tipo de críticas de los sectores de la derecha -los colonos y su maldita cadena humana alrededor de la ciudad- y estaba dispuesto a asumirlas, pero solo si tenía algo que ofrecer a cambio. Se acordó del hombre que había ocupado aquella silla hacía pocos años y que había visto derrumbarse su mandato después de que el intento de Camp David quedara en nada.

y lo peor, confesó a Amir Tal mientras escupía la cáscara de la pipa, era que estaba hecho un lío.

– Mira, una pigua, un terrorista suicida, de Hamas o de la Yihad, eso lo esperaba. Ya lo hicieron con Rabin y con Peres. ¡Por Dios!, si incluso se lo hicieron a Bibi… Cada vez que alguien se acerca a un acuerdo, allí están ellos con un autobús lleno de dinamita. Contaba con eso. -Alzó la mano para indicar que no había concluido-. Incluso contaba con que el Machteret volvería a hacerse oír.

Los dos habían dado por supuesto que una reaparición de aquel movimiento clandestino era previsible. En los años ochenta, un puñado de colonos y de fanáticos religiosos había enviado una serie de cartas-bomba y colocado otras bajo los coches de distintos políticos palestinos. Algunas de sus víctimas seguían en activo y aparecían en los programas de televisión sentados en una silla de ruedas o exhibiendo terribles desfiguraciones.

– Cabía la posibilidad de que bombardearan un par de parques infantiles árabes -prosiguió Yariv-. la mezquita.

No hacía falta que dijera qué mezquita. Los dos sabían que los elementos más radicales dellvlachteret soñaban con hacer saltar por los aires la Cúpula de la Roca, el lugar más sagrado del islam en Tierra Santa, y de paso despejar la zona para levantar allí el Templo Judío.

– Pero ¿estos ataques? No tienen sentido ¿Por qué iban a querer los palestinos cargarse el centro para visitantes de un kibutz del norte? ¿Y por qué hacerlo de noche, cuando no hay nadie cerca? Si lo que quieres es cargarte las negociaciones, ¡hazlo de día! ¡Mata a un montón de gente!

– A menos que fuera un aviso.

– Pero lo otro eran avisos. Así era como nos transmitían los mensajes en el pasado.

– Al-Shafi ha negado cualquier responsabilidad por su parte -dijo Tal.

– Claro, pero ¿y Hamas?

– Ellos también, pero…

– Pero no sabemos si podemos creerlos. Y luego está ese apuñalamiento en pleno Jerusalén. No me creo a los que lo han reivindicado, los Defensores de Jerusalén Unido o como quiera que digan llamarse. ¿Cómo es que no hemos sabido de ellos hasta ahora? Siempre hay aficionados dispuestos a llevarse la fama de actos cometidos por otros. Podría tratarse de un simple delito callejero.

– No necesariamente.

– ¿A qué te refieres? -El primer ministro devoraba y escupía las pipas a velocidad de vértigo.

– Ya sabe que hemos proseguido con la investigación del caso Guttman. Tenemos a su hijo, Uri, bajo vigilancia. Está trabajando estrechamente con Maggie Costello, del departamento de Estado…

– ¿La mediadora? ¿Qué demonios hace metida en todo esto?

– Según parece, Rachel Guttman le comunicó algo. Estancadas como están las conversaciones, Estados Unidos le permite que continúe con sus pesquisas. Costello está convencida de que mientras el asunto de Guttman no se resuelva, no habrá paz que negociar.

– ¿Y?

– Pues que, como usted sabe, Costello y Uri Guttman han descubierto que existe una relación entre el profesor y el arqueólogo palestino muerto, Nur. Nosotros opinamos que también puede haber una conexión con el asesinato de anoche en Jerusalén.

– Sigue.

– No nos dio tiempo de montar una unidad de vigilancia en el apartamento que Guttman y Costello fueron a visitar anoche en Tel Aviv, la casa de Baruch Kishon, pero sí conseguimos grabar las voces. Nuestros técnicos dicen que, justo antes de marcharse, Guttman y Costello encontraron algo, un nombre escrito en un papel.

– ¿Qué nombre?

– Afif Aweida.

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