Sam Bourne - El Testamento Final

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Un trasdental hallazgo arqueológico podría cambiar radicalmente el destino de Israel y Palestina.
El profesor Guttman, un arqueólogo fundamentalista israelí, ha hallado, proveniente del saqueo del Museo Arqueológico de Irak, la tablilla que contiene el testamento de Abraham, donde se indica cómo deberán repartirse las tierras palestinos e israelíes. Tal descubrimiento le cuesta la vida a él y a su esposa, pero pone sobre la pista de la tablilla a Uri, hijo del malogrado matrimonio, y a Maggi, una mediadora política norteamericana. Ambos vivirán una apasionante aventura, perseguidos por los servicios secretos de sus respectivos países.

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– Lo sé, señor Miller.

Maggie, había percibido la casi lastimera nota de desesperación en la voz de Miller. Sintió una punzada de culpabilidad; le habían confiado una tarea vital y se estaba entreteniendo con otras cosas. Miller no era solo un tipo duro en política: detrás de su apariencia había alguien que deseaba sinceramente la paz. y ella, en lugar de ayudar, no había conseguido nada. Colgó después de haber prometido un nuevo informe con sus progresos un poco más tarde esa noche. Cuando volvió al coche, su anterior preocupación respecto a Orli le pareció vergonzosamente trivial.

Permaneció durante un rato sentada en silencio, contemplando un terror mucho más espantoso: un segundo fracaso letal. Uri conducía sin hacer preguntas.

Cuando se detuvieron ante el edificio donde el abogado de Guttman tenía su despacho, la luz empezaba a teñirse con el tono del atardecer. Se trataba de una vieja casa de dos plantas hecha de la piedra que abundaba por doquier y que Maggie ya había dado como característica de todas las construcciones.

Subieron por la escalera y llegaron a una puerta con un rótulo en el que se leía: DAVID ROSEN, ABOGADO.

Uri llamó suavemente y acto seguido empujó la puerta. No había nadie en el mostrador de recepción, pero aquello no pareció preocupado.

– Habrá salido un momento -dijo Uri en voz alta. Después de haberse desprendido de su ropa, confiaba en que ya no llevaba encima ningún micrófono. y tampoco Maggie.

Llamó en hebreo, pero no respondió nadie. La oficina parecía desierta. Se asomaron juntos al primer despacho: nadie, luego al siguiente, y lo mismo.

– ¿A qué hora nos esperaba? -preguntó Maggie.

– Le dije que iríamos enseguida.

– Pero de eso hace una eternidad. Perdimos un montón de tiempo en casa de Orli…

Uri buscó el que tenía que ser el despacho principal. Cuando por fin abrió la última puerta, la que daba al cuarto más amplio, su expresión cambió y palideció.

Maggie entró tras él y abrió unos ojos como platos. Ese despacho no estaba vacío. David Rosen se hallaba sentado a su mesa. Mejor dicho, estaba caído sobre ella, inmóvil como un cadáver.

Capitulo 39

Tekoa, Cisjordania, jueves, 15.13 h

No por primera vez desde que había llegado a Israel, y de eso hacía ya casi veinticinco años, Akiva Shapira maldijo su educación estadounidense. Contempló a los jóvenes que hacían sus prácticas de adiestramiento en los viñedos cercanos, cargando de tres en tres, blandiendo sus cuchillos, dispuestos a hundirlos en los blandos cuerpos de los maniquíes rellenos de paja, y lamentó no poder ser como ellos. Ya era demasiado tarde, desde luego. A sus cincuenta y dos años y pesando más de cien kilos, Akiva Shapira nunca podría unirse a aquel glorioso ejército de la resistencia judía de un modo que implicara acción. Lo que le dolía no era que su momento hubiera pasado, sino el saber que nunca había llegado realmente.

Había crecido en un acomodado barrio periférico de Nueva York, en Riverdale, para mayor precisión. Mientras los jóvenes israelíes aprendían el lenguaje de los tanques, la artillería y la infantería como lengua materna y eran educados como guerreros desde la infancia, él lo había sido para unirse a un ejército de abogados, contables y médicos. Cuando llegó a Israel tenía veinti pocos años, a tiempo de cumplir tres meses de entrenamiento básico, pero entonces ya era demasiado tarde: nunca podría compartir los conocimientos marciales que cimentaban buena parte de la cultura propia de esa sociedad. Nunca lo admitiría públicamente debido a su militancia nacionalista y su influencia política en Israel, pero Akiva Shapira seguía sintiéndose un extraño.

Por lo que sabía, los hombres que estaban con él no sentían eso. Todos tenían a su espalda un largo historial en el ejército, los tres años de rigor en el servicio militar y la experiencia de un par de guerras. Eran capaces de asistir a la exhibición y después hablar de las tácticas de combate con absoluto conocimiento. Cuando fueran al campo de tiro y vieran a los equipos de jóvenes tiradores surgir de la maleza y disparar a la hilera de sandías que servían de blanco, todos ellos, de la misma edad que Shapira o incluso mayores, sabrían qué comentarios hacer a los instructores. Shapira permaneció en silencio, intimidado por el estruendo de los disparos que, sin el menor fallo, convertían las frutas en una masa informe.

Para él fue un alivio cuando la demostración concluyó y los jóvenes reclutas se dispersaron. A partir de ese momento, los mayores hablarían de estrategia, y él ocuparía su lugar en la mesa con ellos como un igual.

Solo habían acudido cuatro a aquella reunión cuya existencia todos estaban de acuerdo en negar. Shapira y el hombre que tenía a su derecha eran los únicos que ocupaban cargos formales en el seno del movimiento colono. El hombre de la silla presidencial se había hecho famoso de otra manera: como fundador del Machteret, el movimiento clandestino judío que veinte años antes había llevado a cabo atentados terroristas contra políticos árabes. Había pasado un tiempo en la cárcel y en esos momentos se encontraba oficialmente retirado de la vida pública. La mayoría de los periodistas israelíes creían que vivía en el extranjero; sin embargo, allí estaba, en el corazón de Samaria, como Shapira y sus camaradas habrían llamado al lugar.

De todas maneras, si un equipo de la televisión irrumpiera allí -cosa bastante improbable teniendo en cuenta que un perímetro fuertemente armado protegía la zona-, lo que más le llamaría la atención no sería la presencia del fundador del Machteret, sino la figura que se sentaba a la mesa de picnic justo delante de Shapira: el ayudante personal del mismísimo Yossi Ben Ari, el ministro de Defensa del estado de Israel.

– Bien -empezó diciendo el fundador del Machteret-, como sabéis estamos aquí para hablar de la operación Bar Kochba.

A Shapira le gustaba aquel nombre. Había sido sugerencia suya bautizar aquella revuelta judía del siglo XXI en honor de quien había conducido su equivalente del siglo 11. (El hecho de que el alzamiento de Bar Kochba contra los romanos hubiera acabado en desastre y supuesto el exilio de los judíos de Palestina era algo que Shapira prefería pasar por alto.)

– La opción que seguimos prefiriendo es la desobediencia en masa en el seno del ejército -prosiguió el fundador-. Yariv no tendrá su plan de paz si las fuerzas armadas se niegan a hacerlo efectivo. Si da orden de desmantelar un asentamiento como este, como Tekoa, nuestra gente se negará a obedecer.

– Sí, pero debemos tener en cuenta el precedente de Gaza

– dijo el hombre de Ben-Ari.

– Precisamente. En Gaza esperábamos un rechazo masivo

a obedecer que no se produjo. Así pues, necesitamos un plan B. Y eso es lo que acabamos de ver: jóvenes muy entrenados y dispuestos a quitarse el uniforme y tomar las armas con tal de defender su patria.

Shapira no pudo evitar mirar al ayudante del ministro de Defensa. El hecho de que estuviera allí ya era suficientemente significativo, pero que escuchara sin protestar cómo un grupo de compatriotas planeaban tomar las armas contra el ejército, el mismo ejército al que su jefe mandaba, era extraordinario. Tener de su lado a aquel hombre -'y por derivación a su superior- era la mejor prueba de su fuerza y de la debilidad de Yariv.

– Repito, desplegaremos estas fuerzas únicamente cuando el acuerdo se haya firmado y el gobierno empiece a hacerlo efectivo.

– Pero entretanto… -dijo Shapira en su deseo de intervenir y dar lo mejor de sí mismo.

– Entretanto -el fundador lo fulminó con la mirada-, podemos dar algunos pasos para evitar que el tratado llegue a buen fin. De hecho, ya los estamos dando. Sin duda habrán oído que hemos reivindicado la autoría de nuestra última acción en el mercado de Jerusalén.

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