La pantalla se oscureció. David Rosen se echó hacia atrás en su asiento, anonadado por lo que acababa de ver. Maggie se había quedado sin palabras, pero Uri estaba furioso.
Se puso a teclear furiosamente en el ordenador, buscando cualquier otra cosa que pudiera haber en el DVD, algún elemento que se le hubiera pasado por alto.
– ¡No puede acabar así! ¡No puede! -rebobinó la grabación y repitió la última parte. «Buena suerte, Uri.» La pantalla se oscureció de nuevo y Uri se llevó las manos a la cabeza. -¡Esto es típico del cabrón de mi padre! -masculló.
– ¿Qué es lo típico? -quiso saber Rosen.
– ¡Esto! ¡Otro de sus gestos grandilocuentes para llamar la atención! Está en posesión de un secreto que ha costado la vida a su mujer y podría costar la de sus hijos, y ¿qué hace? ¿lo desvela? ¡No, ni hablar! ¡En vez de eso se dedica a jugar a las adivinanzas!
– Pero, Uri -Maggie intentó suavizar la situación-, ¿acaso no ha intentado decirte dónde se encuentra? Ha dicho que debíamos empezar en Ginebra.
– ¡Por favor, no hagas caso de esas tonterías! ¡No tienen sentido!
– ¿Qué quieres decir?
– Que son una gilipollez de principio a fin.
– ¿Cómo puedes estar tan seguro?
Uri la miró con ojos llameantes.
– Está bien, empecemos por lo primero que ha dicho. Ya sabes, eso de «Lo he dejado en lugar seguro, un lugar que solo tú y mi hermano conocéis». Bien, pues no tiene sentido.
– ¿Por qué?
– Es muy simple, Maggie. -Hizo una pausa y la miró a los ojos-. Mi padre no tenía un hermano.
Tanto Maggie como Uri estaban demasiado aturdidos, demasiado confusos por lo que habían visto en la grabación, y también excesivamente absortos en su conversación para prestar atención a sus oídos cuando salieron del despacho de Rosen. De haberlo hecho, seguramente habrían oído cómo el veterano abogado descolgaba el teléfono y pedía hablar con el hombre a quien tanto él como el difunto Shimon Guttman consideraban un camarada y su alma gemela ideológica.
– Sí, enseguida -dijo por teléfono-. Tengo que hablar ahora mismo con Akiva Shapira.
Campamento de refugiados de Rafah, Gaza, dos días antes
Estaban quedándose sin lugares donde reunirse. La primera norma de un movimiento armado clandestino -«Nunca dos veces en el mismo sitio»- requería un número infinito de casas seguras, y Salim Nazzal empezaba a temer que estuvieran quedándose sin ellas. Las conversaciones de paz en Jerusalén no habían beneficiado al negocio: de repente las calles de Palestina se mostraban menos receptivas a los que ponían bombas en los autobuses y en los centros comerciales israelíes. Había que dar una oportunidad a los negociadores. Esa era la postura del hombre de la calle. Nadie decía que no pudiera volverse a la lucha si -cuando-las negociaciones fracasaran; pero durante unas semanas había que ver qué proponían los negociadores.
En ese ambiente, solo unos cuantos habitantes de Gaza estaban dispuestos a abrir sus puertas a un grupo escindido de Hamas que, como todos sabían, se proponía sabotear las conversaciones. El riesgo era altísimo. Bastaba que alguien se enterase de que tenías a uno de ellos bajo tu techo para que tu casa fuera arrasada por un obús israelí. O para recibir un balazo de los hombres de al-Fatah que, a pesar de haberse coaligado con Hamas, no olvidaban las luchas callejeras que habían librado con la organización hacía bien poco. O para que te asesinaran los antiguos camaradas de Hamas por haber desafiado las órdenes de un partido que contaba con la aprobación del mismísimo Alá.
Así pues, Salim hizo una respetuosa reverencia ante su anfitrión, un hombre de unos treinta años, como él, con la barba recortada propia de un islamista. La casa era como todas las demás: un cuadrado hecho con bloques de cemento, el suelo cubierto con delgadas alfombras, equipada con un televisor, una cocina y unos cuantos colchones en los que dormían todos los miembros de la familia. No era una ciudad formada por tiendas de campaña, tal como los visitantes extranjeros esperaban ver después de haber oído hablar del «campamento de refugiados». Se parecía más a un barrio marginal de barracas. No había calles propiamente dichas, sino un entramado de callejones que formaba una especie de vecindario. A ese lo llamaban Brasil por la nacionalidad de las tropas de Naciones Unidas que en su día habían tenido allí sus cuarteles.
La reunión de aquella noche era aún más clandestina de lo habitual. Salim disponía de una información crucial y altamente confidencial que debía comunicar. Un técnico de Jawwal, la compañía de teléfonos móviles palestina, se disponía a cerrar la cuenta del difunto Ahmed Nur cuando vio que en el buzón de voz del arqueólogo quedaba un mensaje sin abrir. El buzón estaba bloqueado con un código PIN, pero no le costó forzarlo. La curiosidad por el asesinato de Nur le llevó a escucharlo. Se trataba de un apasionado y confuso mensaje en inglés de algún académico israelí. El técnico, un fiel seguidor de Hamas con grandes reparos hacia la política de paz de su partido, se puso en contacto con Salim, y le dijo que quería pasar aquella información a los patriotas palestinos y a los devotos musulmanes.
– Masa al-kahir… -empezó a decir.
– Masa a-nur -respondieron la media docena de individuos allí reunidos.
– Somos afortunados por disponer de una información que tendrá grandes consecuencias en nuestra lucha. Un arqueólogo judío, famoso activista sionista, asegura que compró a un marchante árabe de Jerusalén una tablilla que recoge la última voluntad de Ibrahim. -Hizo una pausa para que sus palabras calaran en la audiencia-. Sí, de Ibrahim Jalilullah, Abraham, el amigo de Alá.
En el rostro de los hombres se dibujó una sonrisa de escepticismo y se oyó algún que otro bufido burlón.
– Esa fue también mi reacción, hermanos, pero todo parece indicar, y os ruego que no salga de aquí una palabra de esto, que la tablilla puede ser auténtica. Está claro que ese hombre asegurará que el texto apoya las pretensiones sionistas sobre Jerusalén.
– Todos sabemos lo que dirá la cúpula de Hamas: que esa tablilla ha sido robada en Irak y…
Se oyeron disparos en el exterior. En Rafah, pasada la medianoche eso no era algo demasiado infrecuente, pero los seis hombres, incluido Salim, comprobaron inmediatamente su teléfono móvil por si habían recibido el aviso de un ataque inminente. Tras unos segundos de tenso silencio, Salim prosiguió:
– Sabemos qué dirán nuestros líderes: o que se trata del robo sionista de un legado árabe, perpetrado casi con toda seguridad en Irak, o que se trata de una falsificación que solo los medios de comunicación sionistas se niegan a ver. Sabemos qué dirán porque es lo mismo que diríamos nosotros.
Los reunidos asintieron. Salim era más joven que la mayoría de ellos, pero lo respetaban. Durante la segunda Intifada había desempeñado un importante papel en las brigadas Ezzedin alQassam, el ala militar de Hamas. Era un artificiero especialista en la fabricación de bombas, uno de los pocos que habían conseguido escapar a los tiradores de élite del ejército de Israel. Eso le proporcionaba una doble credibilidad: había matado israelíes y no lo habían capturado.
– Pero nada de eso importará. La derecha israelí no cederá un palmo de Haram al-Sharif si puede presentar un texto en el que se afirme que Ibrahim se lo dio a ellos. Las conversaciones de paz habrán terminado.
– ¿y qué pasa si resulta que esa tablilla dice que Haram nos pertenece?
– Ya lo he pensado. Creo que no nos equivocaríamos al suponer que, si un erudito sionista hubiera desenterrado semejante fuente, la habría vuelto a enterrar a toda prisa.
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