El hombre que había hecho la pregunta sonrió y asintió. -Así pues -continuó Salim-, nos encontramos en la siguiente situación: estoy seguro de que algunos palestinos harán todo lo posible para evitar que ese documento salga a la luz porque pensarán lo obvio: que si se conoce la última voluntad de Ibrahim, las reclamaciones palestinas sobre Jerusalén perderán fuerza. Esa gente matará y se dejará matar con tal de evitar que ese texto antiguo sea revelado. Lo más probable es que ya se hayan puesto manos a la obra.
»Pero también hay otro punto de vista, y es que si esa tablilla sale a la luz y da a los sionistas lo que quieren, no estarán dispuestos a firmar los acuerdos que se han estado discutiendo en Govemment House. ¿Por qué iban a compartir Jerusalén si resulta que Ibrahim se lo dio en testamento?
– Interrumpirán las conversaciones inmediatamente -intervino uno de los hombres de confianza de Salim.
– Lo harán, y con ello concluirá esta farsa que es el proceso de paz. Ya no se hablará más de la necesidad de reconocer al ente sionista. Se acabarán las tonterías de establecer treguas con el enemigo. Podremos volver a la verdadera lucha, la que el Profeta, la paz sea con él, ha determinado que ganaremos.
– Así pues -dijo otro-, crees que nos interesa que ese testamento se haga público, ¿no?
– Si queremos poner fin a la traición que se está cometiendo con nuestro pueblo, sí, lo creo. De todas maneras, no tenemos que decidirlo ahora.
– ¿A qué te refieres?
– A que solo podremos decidir qué hacemos con esa tablilla cuando obre en nuestro poder. Hasta ese momento debemos dedicar todas nuestras energías a encontrarla y apoderamos de ella. Ese es nuestro sagrado deber. Sea lo que fuere lo que haya que hacer para conseguirla, debemos hacerlo. ¿Estamos de acuerdo?
Los hombres se miraron. Luego, a coro, respondieron: -¡Alá es grande!
Jerusalén, jueves, 18.23 h
Regresaron al hotel en silencio. Uri había vuelto a poner música rap a todo volumen para saturar cualquier micrófono con el que pudieran escucharlos, pero a Maggie le parecía insoportable. Prefirió no hablar a tener que aguantar aquel ruido.
En cualquier caso, le dolía la cabeza. Había tomado algunas notas mientras escuchaba la grabación de Guttman y les echó un vistazo.
… en lugar seguro, un lugar que solo tú y mi hermano conocéis.
¿Qué sentido había en eso si el padre de Uri no tenía un hermano? Había demasiadas preguntas en el aire. Deseó sentarse en algún sitio tranquilo donde pudieran hablar sin tener que gritar con la música a tope o mirando constantemente por encima del hombro. Si los espiaban, casi con toda seguridad también los seguían.
Cuando llegaron al hotel, Maggie llevó a Uri directamente al bar. Pidió un par de whiskies y casi lo obligó a tomarse el suyo antes de pedir otra ronda. Dobles. La temprana penumbra del anochecer que bañaba el bar le resultó relajante.
– Bueno, Uri, ¿qué me dices de ese hermano?
– No existe.
– ¿Estás seguro? ¿No pudo tu abuelo haberse casado anteriormente y haberlo mantenido como un secreto de familia?
Uri la miró por encima del vaso, y sus ojos reflejaron el licor ambarino mientras sonreía ligeramente.
– Después de todo esto, después de lo de Nur y del testamento de Abraham, no me sorprendería que mi padre tuviera un hermano secreto. Creo que ya nada me sorprendería.
– O sea, que puede ser.
Uri parecía cansado.
– Sí, supongo que puede ser. Si puedes guardar un secreto, imagino que puedes guardar varios.
Maggie, sin pensarlo, puso su mano en la de él. Estaba cálida.
La dejó ahí unos segundos, hasta que se dio cuenta de que sería mejor retirarla.
– Bien. De momento dejemos a un lado la cuestión del hermano -dijo-. Ya volveremos después a eso. -Maggie vio en el extremo de la barra a un judío ortodoxo que comía cacahuetes mientras leía el Jerusalem Post, como si esperara a alguien. No recordaba haberlo visto allí al entrar-. Vamos -dijo de repente en voz alta-. Necesito sentarme en una silla cómoda.
Se bajó del taburete e hizo un gesto a Uri para que la siguiera. Cuando llegó a una mesa a cierta distancia de la barra y de espaldas al devorador de cacahuetes, dejó su vaso y se sentó para tener una amplia perspectiva. Si ese hombre quería observarlos o leer sus labios tendría que darse la vuelta y ponerse en evidencia. Miró alrededor. En el bar no había nadie más, aparte de ellos.
Llamó a un camarero y pidió algo de comer. Esperaron un momento y entonces, sin haberlo planeado, obedeciendo a un impulso, le contó a Uri lo que le había sucedido aquella mañana. Fue breve, se ciñó a los hechos e hizo lo posible por no mostrar autocompasión. Evitó los detalles anatómicos, pero vio que aun así la expresión de Uri pasó del espanto al enfado. -¡Qué hijos de puta! -exclamó al tiempo que se levantaba.
– ¡Siéntate, Uri! -Lo agarró de la muñeca y tiró de él-.
Escucha, yo también estoy furiosa, pero solo daremos con esa gente si mantenemos la calma. Si perdemos la cabeza, ganarán. -Lo miró a los ojos-. Ganarán los que mataron a tu madre.
Lentamente, Uri tomó asiento, justo cuando el camarero se acercaba con un par de sándwiches. Maggie agradeció el breve respiro,
– Escucha -dijo cuando estuvo segura de que Uri no volvería a saltar-, ¿sabes qué no logro entender? Por qué nos siguen pero no dan el golpe, por qué no nos borran del mapa. A todos los demás los han matado.
Uri comió en silencio durante un rato, como si se tragara su rabia. Al fin, haciendo un esfuerzo evidente por sonar menos preocupado de lo que estaba, habló:
– Como ex oficial de inteligencia de las fuerzas israelíes, yo diría que cuando siguen a alguien de ese modo solo puede significar dos cosas.
– ¿Cuáles?
– La primera, que eliminar el objetivo es demasiado arriesgado. Hablo de ti. Si los que nos están siguiendo son palestinos, lo último que necesitan es matar a un representante del gobierno de Estados Unidos, y más tratándose de una mujer guapa.
Maggie bajó la vista, no sabía cómo reaccionar. Los diplomáticos de mediana edad solían piropearla, y ella les devolvía el cumplido con una caída de ojos, pero con Uri no se sentía capaz de semejante maniobra. Sobre todo porque ese comentario, a diferencia de los otros, significaba algo para ella.
– Imagina cómo reaccionaría la gente en Estados Unidos si tu cara apareciera en las noticias y qué pensaría de los malvados árabes que te habían matado.
– De acuerdo, he captado la idea. -A Maggie le quedaba todavía un poso del tiempo que pasó interna en el colegio de monjas para temer tentar al destino-. Y eso valdría lo mismo para los israelíes.
– En cierto sentido para ellos incluso sería peor -dijo Uri, un poco más relajado con la ayuda del whisky-. Espiar a los estadounidenses ya es bastante malo, aunque lo hemos hecho algunas veces, pero ¿matarlos? No sería buena idea. Además, tú sigues siendo ciudadana irlandesa, ¿no?
– Sí. No he renunciado.
– Pues si te mataran se montaría una bronca de cuidado con los europeos.
– ¿y cuál es la otra posibilidad? Dijiste que había dos.
– No matas a la persona a la que estás siguiendo porque quieres que te lleve a alguna parte.
Maggie tomó un sorbo de su whisky y dejó que un cubito de hielo se deslizara entre sus labios. Lo hizo rodar dentro de la boca, disfrutando de su frescor en la lengua. Así pues, alguien, fuera quien fuese, quería que ella siguiera la pista del caso Guttmano No le harían nada mientras les fuera de utilidad.
– Pero la gente que me agredió esta mañana me dijo que me mantuviera alejada, que no husmeara más.
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