Sonrió para sus adentros al pensarlo. El jefe de la CIA había dicho que la muerte de Nur era el típico asesinato de un colaboracionista. Quizá tuviera razón y tal vez solo se equivocara en cuanto al tipo de colaboracionismo.
Su mirada se fijó entonces en el brazo que rodeaba los hombros de Nur. ¿Sería posible que el fondo de aquella foto fuera la misma librería que ella había visto el lunes por la tarde, allí mismo, en Jerusalén? ¿Pertenecía ese brazo que abrazaba al palestino ni más ni menos que a un fiero halcón israelí llamado Shimon Guttman?
Había cogido el móvil con la intención de llamar a Davis y contarle su descubrimiento o incluso saltarse un nivel y hablar con el vicesecretario de Estado, quien la había enviado a entrevistarse con Jalil al-Shafi, pero lo pensó mejor. ¿Qué tenía exactamente? Una coincidencia de lo más llamativa, sin duda, pero no la prueba de algo concreto. Por otra parte, las posibilidades de que hubiera realmente un Ehud Ramon trabajando en alguna universidad sin que existiera constancia de ello en Google resultaban de lo más remotas.
La verdad era que la conexión entre aquellos dos hombres muertos la intrigaba debido a la conversación que había tenido con Rachel Guttman la tarde del pésame. Hasta el momento no había hablado de ello con nadie. Si alguien le hubiera preguntado, habría dicho que no se había tomado en serio las palabras de la anciana y que le habían parecido el delirio de una viuda desconsolada. Era una verdad a medias. Pero, las palabras de Rachel Guttman seguían acosándola. Y por si fuera poco, había descubierto ese vínculo -si de verdad lo había- con el palestino asesinado.
En conjunto eran demasiadas especulaciones para que tuviera que informar a sus colegas. No quería que pensaran que el tiempo que llevaba en el desierto la había convertido en una fanática de las conspiraciones. Por otra parte, tampoco estaba dispuesta a olvidar el asunto. La solución estaba en hacer aquella visita, averiguar lo que pudiera y, después, presentar sus hallazgos a sus superiores. El jefe de la delegación de la CIA era el candidato natural. Le contaría todo lo que sabía y él juzgaría. Todo lo que necesitaba era formular unas cuantas preguntas a Rachel Guttman.
Había tomado la decisión apenas media hora antes. En ese momento el taxi se detenía en la esquina de la calle donde estaba la casa de los Guttman. No tardaría en tener respuesta a sus preguntas.
– Iré caminando desde aquí -le dijo al taxista.
De la multitud que había estado velando ante la casa desde el sábado por la noche -derechistas y colonos de los asentamientos decididos a mantener la presión sobre el gobierno -solo quedaba un puñado de activistas que sostenían velas y se mantenían a una prudente distancia de la vivienda.
Maggie miró la hora. Era tarde para una visita como aquella, sin previo aviso; pero algo le decía que Rachel Guttman no estaría dormida. Buscó el timbre y vio un interruptor con una inscripción en hebreo que supuso sería el nombre de la familia. Lo apretó brevemente para molestar lo menos posible. No hubo respuesta.
Sin embargo, las luces de la casa estaban encendidas, y del interior le llegaba el sonido de un tocadiscos. Sonaba una melodía melancólica y atormentada. «Mahler», se dijo. Sin duda había alguien en casa. Probó con la aldaba de la puerta, primero suavemente y después un poco más fuerte. Al segundo intento la puerta se entreabrió. La habían dejado entornada, como ella recordaba que se hacía en Dublín cuando moría alguien: dejaban la casa abierta día y noche a quien quisiera entrar.
No había nadie en el vestíbulo, pero la casa estaba cálida.
Además, se olía a cocina; Maggie estaba segura de ello. -¿Hola? ¿Señora Guttman?
No hubo respuesta. Quizá la anciana se había quedado dormida en un sofá. Maggie entró con paso vacilante, reacia a adentrarse en una casa que no era la suya. Se dirigió hacia el salón, que la noche anterior estaba abarrotado de gente. Tardó unos segundos en orientarse, pero no le costó encontrarlo. Allí, en un hueco entre los grandes libros encuadernados en piel, estaba el plato de cerámica. No había duda: el dibujo era idéntico al de la foto de Nur que aparecía en el periódico.
– ¿Hola? -Siguió sin tener respuesta.
Maggie estaba confundida. No había nadie en la casa, pero todo apuntaba que estaba ocupada.
Echó otro vistazo al plato, salió del salón e intentó seguir el rastro del olor a comida. Entró en un pasillo y fue hasta una puerta que supuso sería la de la cocina.
La empujó pero estaba cerrada. Llamó con los nudillos mientras susurraba:
– ¿Señora Guttman? Soy Maggie Costello. Nos presentaron ayer.
Giró el picaporte y abrió. Se asomó a la oscuridad. Sus ojos tardaron unos segundos en acostumbrarse a la penumbra y en distinguir una mesa y unas sillas en un rincón, todas vacías. Miró hacia el fregadero y los fogones. Nadie.
Solo entonces su mirada recorrió el suelo y vio una silueta que parecía un cuerpo. Maggie se agachó para verlo mejor. No había duda.
Allí, frío y sin vida, con la mano cerrada en tomo a un frasco de píldoras vacío, yacía el cuerpo de Rachel Guttman.
Bagdad, abril de 2003
Lo único que podía hacer era seguir la pista de los rumores. Su cuñado lo había mencionado en el garaje el día anterior. No se atrevía a preguntárselo en ese momento. Si lo hacía, querría saber por qué le interesaba y su mujer no tardaría en estar informada.
No. Tenía que averiguarlo por sí mismo. Sabía dónde estaba el café. Justo pasado el mercado de la fruta de la calle Mutannabi. Al parecer, todo el mundo había pasado por allí.
Abd al-Aziz al-Askari eligió un asiento cerca del fondo, un puesto de observación desde donde pudiera ver quién entraba y quién salía. Pidió un té con menta, que allí servían humeante y en un stikkam, un vaso estrecho y alto como un dedo, y miró alrededor. Unos cuantos vejestorios jugaban a sheshbesh y fumaban en un narguile; un grupo reunido en tomo a un televisor miraba las imágenes del derribo de la estatua de Saddam en lo que parecía un bucle que se repetía una y otra vez. Eran hombres, y hablaban más 'alto de lo habitual, pero Abd al-Aziz no vio nada de la euforia que siempre había imaginado que ese día provocaría. ¡La liberación! ¡La caída del dictador! Había imaginado escenas de gente que gritaba y bailaba extasiada; abrazos espontáneos entre extraños en la calle; se había visto a sí mismo besando a hermosas mujeres, a cada uno echándose en los brazos del otro, saboreando la delicia del momento.
Pero no había sido así. La gente se refrenaba, por si acaso. Porque ¿y si la policía secreta entraba de repente anunciando que los estadounidenses habían sido derrotados y que todo aquel que hubiera sonreído ante la caída del dictador sería ahorcado? Al fin y al cabo, eran muy pocos los que creían que el odiado Mahabarat hubiera desaparecido de la noche a la mañana. ¿Y si las imágenes de al-Arabiya no eran más que una sofisticada manipulación urdida por Uday y Qusay para poner a prueba la fidelidad del pueblo iraquí y deshacerse de los desafectos al régimen? Y sobre todo, ¿y si Saddam no se había marchado?
Así pues, los clientes de aquel café, como en cualquier otro lugar de la ciudad, observaban y aguardaban, contentos de poder charlar pero remisos aún a comprometerse. Incluso los que estaban mirando las imágenes del televisor se limitaban a hacer comentarios imparciales.
– Realmente es un acontecimiento histórico -dijo uno.
– La gente lo estará viendo en las televisiones de todo el mundo -comentó otro.
Pero ninguno de los dos descartaba la posibilidad de que se tratara de «una conspiración sionista cuyos culpables debían ser castigados sin demora».
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