Sam Bourne - El Testamento Final

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Un trasdental hallazgo arqueológico podría cambiar radicalmente el destino de Israel y Palestina.
El profesor Guttman, un arqueólogo fundamentalista israelí, ha hallado, proveniente del saqueo del Museo Arqueológico de Irak, la tablilla que contiene el testamento de Abraham, donde se indica cómo deberán repartirse las tierras palestinos e israelíes. Tal descubrimiento le cuesta la vida a él y a su esposa, pero pone sobre la pista de la tablilla a Uri, hijo del malogrado matrimonio, y a Maggi, una mediadora política norteamericana. Ambos vivirán una apasionante aventura, perseguidos por los servicios secretos de sus respectivos países.

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– Si eres capaz de confiar en mí lo suficiente para decirme cómo te llamas, te diré lo que sé.

– Me llamo Uri.

– Muy bien, Uri. Mi nombre es Maggie, Maggie Costello.

Será mejor que nos sentemos y hablemos.

Maggie llenó un vaso con agua del grifo y se lo dio. A continuación, lo sacó de la cocina y lo sentó en el salón. La adrenalina hacía que le temblara el cuerpo.

– Tú crees que lo que ha ocurrido esta noche tiene algo que ver con la información de tu padre.

Uri asintió.

– ¿Crees que tu padre fue asesinado deliberadamente por esa información?

– No lo sé. Hay gente que dice que sí, pero yo no lo sé. Lo que te aseguro es que descubriré quién ha hecho esto a mi familia. Lo averiguaré y se lo haré pagar.

Maggie deseaba decirle que la muerte de su madre era, casi con toda seguridad, el resultado de una pena insoportable. Su padre había sido abatido por accidente, y su viuda se había quitado la vida. Tan sencillo como eso. Pero no lo dijo porque ni ella misma estaba convencida.

Lo que sí le contó fue lo que había descubierto: que Ahmed Nur, el arqueólogo palestino acribillado a tiros el día antes, había trabajado en secreto con Guttman.

Al principio, Uri se negó a aceptarlo y permaneció sentado en el sillón con una sonrisa amarga y cruel. «Imposible», dijo más de una vez. «¿Un anagrama? Absurdo.» Pero cuando Maggie le recordó que tanto su padre como Nur se habían especializado en arqueología bíblica y le habló del curioso diseño del plato de cerámica, Uri guardó silencio. Era evidente que Maggie no podría haber sacado ningún hecho más sorprendente a propósito de Shimon Guttman. Si le hubiera hablado de una amante de toda la vida o de un secreto familiar, Maggie estaba segura de que Uri lo habría aceptado más fácilmente que la posibilidad de que su padre hubiera mantenido una colaboración profesional con un palestino.

– Mira, si estoy en lo cierto, eso significa que se está tramando algo. Fuera cual fuese el secreto que tu padre guardaba, al parecer está perjudicando gravemente a las personas que lo conocen.

– Pero mi madre no sabía nada.

– Como tú mismo has dicho, es posible que el que lo hizo no lo supiera o… no quisiera arriesgarse.

– ¿Crees que los que asesinaron al palestino son los mismos que han matado a mi madre? -No lo sé.

– Si han sido ellos, sé quien será el siguiente en morir.

– ¿Quién?

– Yo.

Capitulo 17

Bagdad, abril de 2003

Mahmud empezaba a lamentar su decisión. Mientras salía disparado hacia arriba otra vez, y su trasero aterrizaba en el duro asiento de plástico del autobús, que se batía con el enésimo bache de la carretera, se dijo que ya tendría que haber superado todo aquello. Él debería ser el tío importante que contrataba los correos; sin embargo, allí estaba, trabajando como un correo cualquiera. Llevaba diez horas y todavía le quedaban otras cinco en aquel montón de chatarra al que, en un alarde de sentido del humor, llamaban el Cohete del Desierto.

Durante las últimas dos semanas había estado trabajando en un nuevo tipo de negocio. Hasta entonces, se sentaba en el café de la calle Mutannabi, esperaba que las piezas llegaran a sus manos -y, Alá sea loado, no habían dejado de afluir- y después las pasaba a través de alguno de los incontables muchachos que habían surgido, como ratas de una cloaca, con el derrocamiento de Saddam. A Mahmud le maravilló la súbita proliferación de aquellos negociantes adolescentes. Nadie lo había planeado; nadie había hablado de ello; nadie los había enseñado. Ni siquiera había corrido el rumor de que habría dinero que ganar el día en que faltara el que todos sabían. Y aun así, allí estaban, salidos de los callejones y los agujeros infestados de moscas.

El negocio era rápido, y el teléfono móvil era el medio de comunicación preferido. Mahmud podía llamar, por ejemplo, a Tariq, de quien sabía que esa noche haría un envío a Jordania, y decirle que necesitaba enviar un par de cosas. Luego entregaría la mercancía a uno de los chicos, y este atravesaría la ciudad. A continuación, Tariq se la pasaría a otro mensajero y este tomaría el Cohete del Desierto hasta Ammán. Allí se encontraría con al-Naasri o con alguno de sus competidores entre los marchantes jordanos. Al-Naasri marcaría un precio, y el correo regresaría con el dinero a Irak. Gracias a la conexión telefónica, los correos sabían que no les convenía quedarse con un pellizco: a lo largo del Tigris había un montón de zanjas donde era fácil desaparecer sin dejar rastro.

Mahmud había estado traficando provechosamente de ese modo durante un tiempo. El negocio había sido constante desde la caída de la estatua, pero él ya estaba metido en él antes. No se hablaba de ello, ni siquiera se rumoreaba, pero desde la primera guerra, la madre de todas las guerras, en 1991, no había dejado de haber cierto «movimiento» de antigüedades. Hasta entonces, el saqueo era algo inaudito, pero los bombardeos estadounidenses aflojaron un poco la seguridad. Ni siquiera Saddam era capaz de vigilarlo todo cuando los misiles Cruise caían del cielo. Aunque eso no significaba que no fuera capaz de castigar a los culpables. Mahmud, como cualquier «comerciante» de Irak, recordaba lo que les había pasado a los once individuos considerados culpables de haber cortado la cabeza de un precioso toro alado de Mesopotamia porque era demasiado pesado para transportarlo entero. Saddam se encargó de que todo el mundo supiera que él había firmado la sentencia de muerte y, con el don que tenía para esas cosas, decretó que aquellos ladrones sufrirían el mismo trato que ellos habían infligido a la magnífica estatua de bronce. El verdugo empuñó la sierra eléctrica y les rebanó la cabeza, uno después de otro. Y cada uno, mientras aguardaba su propia muerte, tuvo que mirar lo que les hacían a sus compañeros. Cuando el undécimo fue ajusticiado, había presenciado diez veces el castigo que le esperaba.

A pesar del efecto disuasorio de semejantes medidas, algunas piezas importantes lograron salir del país. Aunque no lo había visto, Mahmud había oído hablar del fragmento de bajorrelieve salido del palacio de Nemrod y sabía que contenía una conmovedora escena de esclavos encadenados. No le costó imaginar aquella escena, llevada de contrabando a Occidente por el oprimido pueblo de Irak, como el símbolo de una petición de ayuda.

La ruta, entonces, y en ese momento, era Jordania. Y el conducto, entonces y en ese momento, la familia al-Naasri. El tráfico de tesoros por dicha ruta nunca había sido más intenso: utensilios y cerámicas de todas las eras del hombre, desde los asirios y los babilonios, pasando por los sumerios hasta llegar a los persas y los griegos. En su mayoría eran fragmentos, aunque circulaba la historia de que los muchachos de Tarig habrían hecho llegar una estatua entera hasta Ammán escondida en el maletero del Cohete del Desierto. Se decía que le habían dado una pequeña propina al chófer diciéndole que se trataba del cuerpo de un difunto. Tal era el desorden moral que reinaba en Bagdad en la primavera de 2003.

Mahmud había enviado a una docena de correos a Ammán durante la última quincena, y todos ellos habían tomado la misma ruta que él cuando empezó en el negocio. Sin embargo, algo le dijo que había llegado el momento de hacer una visita en persona. Tenía que verse con al-Naasri cara a cara. Con el negocio creciendo a aquel ritmo y con tanto dinero en juego, abundaban las ocasiones para saltarse las normas. Mahmud no quería que le tomaran el pelo. Necesitaba tener la seguridad de que al-Naasri jugaba limpio.

Así pues, había llenado una bolsa con las últimas tres o cual ro cosas que habían llegado a sus manos: un par de sellos antiguos, la tablilla de barro que le había comprado a aquel tipo tan nervioso en el café, y la piéce de résistance, un par de pendientes de oro cuya antigüedad estimaba en cuatro mil quinientos años. No estaba dispuesto a confiar aquello a un chaval de catorce años de Saddam City. Otra razón para pasarse quince horas en compañía del petardeo y las sacudidas del Cohete del Desierto.

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