Sam Bourne - El Testamento Final

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Un trasdental hallazgo arqueológico podría cambiar radicalmente el destino de Israel y Palestina.
El profesor Guttman, un arqueólogo fundamentalista israelí, ha hallado, proveniente del saqueo del Museo Arqueológico de Irak, la tablilla que contiene el testamento de Abraham, donde se indica cómo deberán repartirse las tierras palestinos e israelíes. Tal descubrimiento le cuesta la vida a él y a su esposa, pero pone sobre la pista de la tablilla a Uri, hijo del malogrado matrimonio, y a Maggi, una mediadora política norteamericana. Ambos vivirán una apasionante aventura, perseguidos por los servicios secretos de sus respectivos países.

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Abd al-Aziz tomaba su té y de vez en cuando acariciaba la mochila de colegio de Salam para asegurarse de que el descubrimiento de su hijo seguía allí. Llevaba un cuarto de hora en el café cuando entró un hombre más joven, de unos treinta años, todo sonrisas y fanfarronería.

– Buenas tardes, hermanos -dijo, radiante. ¿Cómo van los negocios? -Rió ruidosamente.

Hubo gestos de asentimiento e incluso le tendieron un par de manos.

– Bienvenido seas, Mahmud -dijo alguien a modo de saludo.

«Mahmud.» Abd al-Aziz carraspeó. «Tiene que ser ese -se dijo-. Debo aprovechar la ocasión y hablar con él sin tardanza. Pero con cuidado, que no parezca que estoy impaciente.»

Pero era demasiado tarde. El recién llegado, vestido con una cazadora de cuero y una especie de brazalete en la muñeca, ya había visto que Abd al-Aziz lo miraba.

– Hola, amigo. ¿Estás buscando a alguien?

– Busco a Mahmud.

– Bueno, quizá yo pueda ayudarte. -Fue hasta la puerta del café, se asomó e hizo ver que gritaba-: ¡Mahmud, Mahmud! -Luego, volviéndose hacia Abd al-Aziz exclamó con una falsa risotada-: ¡Oh, vaya, si resulta que estoy aquí!

– He oído que tú…

– ¿Qué has oído?

– Que la gente que tiene…

– y que tienen que decir de Mahmud, ¿eh?

– Lo siento. Quizá me haya equivocado. -Abd al-Aziz se levantó para marcharse, pero la mano de Mahmud, lo obligó a sentarse de nuevo. Era sorprendentemente fuerte.

– Veo que en esa bolsa llevas algo muy pesado. ¿Es algo que quieras enseñar a Mahmud?

– Mi hijo lo cogió ayer en el…

– En el mismo sitio que todo el mundo. No te preocupes, no se lo diré a nadie. Sería malo para ti, malo para mí y malo para el negocio. -Rió otra vez con su falsa risa y calló de golpe-. También sería malo para tu hijo.

A Abd al-Aziz le entraron prisas por marcharse. No se fiaba de aquel hombre. Miró al resto de los parroquianos. Casi todos estaban pendientes del televisor, que emitía una rueda de prensa en directo desde el cuartel general de las fuerzas de Estados Unidos de Centcom desde Doha, en Qatar. Anunciaban la captura de otro palacio presidencial.

– Bueno, ¿hacemos negocios o no?

– ¿Es seguro? ¿Puedo enseñártelo aquí?

Con un simple y brusco movimiento, Mahmud giró la silla de Abd al-Aziz y lo puso de espaldas al resto de la gente. Luego, se sentó junto a él, hombro con hombro. Entre los dos ocultaban la pequeña mesa de la vista de los demás.

– Enséñamelo.

Abd al-Aziz abrió la mochila y se la ofreció a Mahmud para que inspeccionara el contenido. -Sácalo.

– No sé si…

– Si quieres que hagamos negocios, Mahmud tiene que ver la mercancía.

Abd al-Aziz puso la mochila encima de la mesa y sacó el contenido. La expresión de Mahmud se mantuvo imperturbable. Sin inmutarse, cogió la tablilla y la sacó de su funda.

– De acuerdo.

– ¿De acuerdo?

– Sí, ya puedes guardarla.

– ¿No te interesa?

– Normalmente a Mahmud no le interesaría semejante mazacote. Los trozos de arcilla como este van a céntimo la docena. -Pero las inscripciones que tiene…

– ¿A quién le importan las inscripciones? No son más que unos símbolos cualquiera. Podría ser una lista de la compra. ¿A quién le interesa lo que un viejo desgraciado podía querer de unos pescadores hace diez mil años?

– Pero…

– Pero -Mahmud levantó el dedo para acallar a Abd al- Aziz-, pero tiene una funda y está en buen estado. Te daré veinte dólares por todo.

– ¿Veinte?

– ¿Querías más?

– Pero viene del Museo Nacional…

– No, no. -El dedo volvió a levantarse-. Recuerda, Mahmud no quiere saberlo. Lo que tú dices es que este objeto ha pertenecido a tu familia durante generaciones y que…, digamos que a causa de los recientes acontecimientos, crees que ha llegado el momento de venderlo.

– Pero seguro que es un objeto muy raro…

– Me temo que no, ¿señor…?

– Me llamo Abd al-Aziz. -«Mierda.» ¿Por qué le había dicho su verdadero nombre?

– En estos momentos hay cientos de objetos como este dando vueltas por Bagdad. Podría salir de aquí y conseguir una docena con solo chasquear los dedos. -Los chasqueó como si así demostrara algo-. Si prefieres hacer negocios con otro… -Se levantó.

Esa vez fue Abd al-Aziz quien le echó la mano para retenerlo.

– Por favor, ¿qué tal veinticinco dólares?

– Lo siento. Veinte ya son demasiados.

– Tengo familia. Un hijo, una hija.

– Lo entiendo. Como pareces un buen hombre, te haré un favor y te pagaré veintidós dólares. ¡Mahmud tiene que haberse vuelto loco! En vez de ganar dinero, ¡te hace rico a ti!

Se estrecharon la mano. Mahmud se levantó y pidió al dueño del café una bolsa de plástico. Cuando la tuvo, metió dentro la tablilla, contó veintidós dólares de un grueso fajo y se los entregó a Abd al-Aziz, que se marchó del café inmediatamente; colgada del hombro llevaba la mochila del colegio de su hijo, ligera y vacía.

Capitulo 16

Jerusalén, martes, 22.13 h

Maggie había visto muchos cadáveres en su vida. Había formado parte de una O N G que intentó negociar un alto el fuego en el Congo, donde la única mercancía abundante y barata eran los cadáveres humanos: cuatro millones de personas asesinadas en unos pocos años. Te los encontrabas en los bosques, entre los matorrales, en las cunetas de las carreteras…, tan abundantes como las flores silvestres.

Pero nunca había estado tan cerca de un cadáver tan… reciente. Cuando lo tocó, la tibieza del cuerpo la confundió y la repugnó. Se estremeció mientras tiraba instintivamente del brazo de la mujer para incorporarla y que no yaciera en el suelo como… como un cadáver.

Fue entonces cuando oyó el crujido de unos pasos en el parquet, al otro lado de la puerta. Quiso gritar pidiendo ayuda, pero un acto reflejo le hizo un nudo en la garganta y evitó que las palabras salieran.

Los pasos sonaban cada vez más cerca. Estaba petrificada. La puerta de la cocina se abrió por completo. Maggie vio la figura de un hombre que se perfilaba en el umbral y, en la penumbra, la nítida silueta de una pistola.

Si algo había aprendido en los controles de carretera de Afganistán era que, cuando a uno lo encañonaban, lo que había que hacer era levantar las manos y quedarse muy quieto. Y si era necesario decir algo, había que hacerlo en voz baja.

Con los brazos en alto, Maggie contempló el cañón del revólver que la apuntaba. En la penumbra apenas podía distinguir nada más.

De repente, la mano del pistolero se movió. Maggie se preparó para recibir un balazo, pero, en lugar de disparar, el hombre palpó a su izquierda hasta encontrar el interruptor de la luz. En un abrir y cerrar de ojos, vio a Maggie y también el cuerpo sin vida en el suelo.

– Bemal

Cayó de rodillas y la pistola se le escapó de la mano. Empezó a hacer lo mismo que Maggie había hecho: tirar del brazo, tocar el cuerpo. Arrodillado junto al cadáver, hundió la cabeza en su espalda; su cabeza se sacudía de un modo que Maggie no recordaba haber visto antes, como si todo su cuerpo llorara.

– No hace ni tres minutos que la he encontrado, se lo juro. Maggie confió en que él la reconociera tan deprisa como ella lo había reconocido a él.

Pero él no dijo nada, siguió encorvado sobre el cuerpo de su madre. Maggie se levantó, pasó de puntillas por su lado y se dirigió hacia la puerta.

El rostro del hombre seguía oculto; su cabeza se estremecía en un llanto sin lágrimas sobre el cuerpo de su madre. Pero su mano se movió y cogió sin verlo el revólver que había dejado caer. Maggie se puso rígida: el hombre había levantado el brazo en un arco casi mecánico y, aun sin mirar, la pistola le apuntaba a la cara.

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