Sam Bourne - El Testamento Final

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Un trasdental hallazgo arqueológico podría cambiar radicalmente el destino de Israel y Palestina.
El profesor Guttman, un arqueólogo fundamentalista israelí, ha hallado, proveniente del saqueo del Museo Arqueológico de Irak, la tablilla que contiene el testamento de Abraham, donde se indica cómo deberán repartirse las tierras palestinos e israelíes. Tal descubrimiento le cuesta la vida a él y a su esposa, pero pone sobre la pista de la tablilla a Uri, hijo del malogrado matrimonio, y a Maggi, una mediadora política norteamericana. Ambos vivirán una apasionante aventura, perseguidos por los servicios secretos de sus respectivos países.

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Instintivamente, Salam se dobló sobre la tablilla de arcilla como si lo estuvieran azotando. Pero no iba a servirle de nada: su hermana de nueve años la había visto.

– ¿Qué es qué?

– Esa cosa. En tu regazo.

– Ah, esto. Nada. Lo he cogido hoy en el colegio.

– Pero si dijiste que no había clase…

– y no había. Esto lo encontré fuera.

Leila ya había salido del cuarto y corría por el pasillo hacia la cocina.

– ¡Papá, papá! ¡Salam tiene algo que no debería tener! ¡Salam tiene algo que no debería tener!

Salam alzó los ojos al techo. Estaba acabado. Iba a ganarse una paliza por nada, por un trozo de barro sin valor. Cogió la tablilla, se encaramó a la silla que había junto a la cama e intentó abrir la ventana. Tiraría aquel pedazo de barro seco y al cuerno con él.

– ¡Salam!

Se giró y vio a su padre en la puerta. Una mano estaba desabrochando ya la hebilla del cinturón. Salam volvió de nuevo hacia la ventana e intentó abrirla con dedos temblorosos. Pero estaba atascada. Por mucho que empujó solo se abrió unos pocos centímetros. De repente una mano le sujetó la muñeca y le retorció el brazo. Notó el aliento de su padre. Forcejearon. Salam estaba decidido a abrir la ventana y lanzar tijera aquel maldito pedazo de arcilla.

La silla que lo sostenía se tambaleó. Su padre lo empujó con fuerza, y Salam notó que caía hacia atrás.

Aterrizó violentamente sobre el costado y dejó escapar un grito de dolor. Comprendió entonces que ese había sido el único sonido. No había oído ningún ruido que delatara que algo se había hecho añicos contra el suelo. Sin embargo, la tablilla ya estaba en sus manos. Alzó la vista y vio que su padre la cogía con calma de la cama, donde había caído.

– Padre, es…

– ¡Silencio!

– La conseguí en…

– ¡Que te calles!

Todo aquello había sido un error de principio a fin. ¡Cómo deseaba no haber puesto los pies en el museo! Empezó a explicarse: cómo el fervor de la pasada noche lo había arrastrado, cómo la multitud lo había empujado hasta allí, cómo había tropezado con la tablilla… Todo el mundo se había llevado cosas. ¿Por qué no él?

Pero su padre no le escuchaba. Estaba examinando el objeto, sus manos no paraban de darle vueltas. Fijó su atención en la funda de barro que protegía a la tablilla propiamente dicha. -¿Qué es, padre?

El hombre levantó los ojos y fulminó a su hijo con la mirada. -No hables.

Luego, salió de la habitación de Salam y avanzó despacio y con mucho cuidado por el pasillo, sin apartar la vista del objeto. Poco después, Salam oyó que su padre hablaba en susurros por teléfono.

Sin atreverse a salir del dormitorio, y menos aún a provocar de nuevo la ira de su padre, Salam se sentó en el borde de la cama y dio gracias a Alá por haberle ahorrado una paliza, al menos por el momento. Permaneció así, sin moverse, hasta que unos minutos después oyó que su padre abría la puerta del piso y salía a la noche. Salam pensó en la tablilla que había sido suya durante menos de un día y comprendió que nunca más volvería a verla.

Capitulo 13

Jerusalén, martes, 20.45 h

Amir Tal llamó a la puerta con dos rápidos golpes de los nudillos y, sin esperar respuesta, entró en el despacho del primer ministro. El sillón de Yaakov Yariv estaba vuelto de espaldas a la puerta, y Tal solo pudo ver la coronilla rodeada de blancos cabellos. Como en otras ocasiones, se preguntó si el anciano estaría echando una cabezada.

– Rosh Ha'memshalah?

El sillón giró al instante: el primer ministro estaba despierto y alerta. Aun así, Tal se fijó en que no tenía la pluma en la mano y que en la mesa no había ningún documento a medio terminar. De hecho, nada evidenciaba que no hubiera estado dormido. Sin duda un truco que había aprendido en el ejército.

– Señor, tengo noticias importantes. Los técnicos dicen que han conseguido recuperar el texto de la nota que dejó Guttman. La han limpiado de sangre y restos de tejidos hasta conseguir que sea legible. El laboratorio enviará el resultado dentro de unos minutos.

– ¿Quién más sabe algo de esto?

– Nadie más, señor.

Volvieron a llamar a la puerta. El viceprimer ministro. -He oído que tenemos noticias. ¿Del laboratorio?

Yariv lanzó a Tal una mirada fatigada.

– Convoca una reunión aquí para dentro de quince minutos. Ah, y será mejor que venga también Ben Ari.

El primer ministro sacó del cajón de su mesa el texto en el que había estado trabajando las últimas veinticuatro horas. Era un borrador preparado en la Casa Blanca y llevaba anotaciones de puño y letra del presidente. Llevaban tanto tiempo trabajando en aquello que Yariv podía reconocer al instante aquella pequeña y retorcida caligrafía. El presidente había resumido los puntos en los que estaban de acuerdo y las diferencias que subsistían. Yariv no tenía más remedio que admitir que era un trabajo brillante; había enfatizado hábilmente las primeras y resumido tan concisamente las segundas que apenas ocupaban unas pocas palabras. Yariv suspiró al pensar que seguramente, a ojos de la mayoría de los extranjeros, aquellas breves frases -algunas de las cuales se referían a franjas de terreno de no más de dos metros de ancho y que ambos bandos se disputaban con encono- parecían simples cuestiones de detalle, asuntos técnicos que podían resolverse con dos equipos de abogados. Sin embargo, Yariv sabía que cada una de ellas podía representar para su pueblo la diferencia entre la tan anhelada serenidad y una nueva generación sumida en la sangre y el llanto.

Cuando oyó que Tal y los demás regresaban, guardó el documento en el cajón y sacó una bolsa de garinim, las pipas saladas que se habían convertido en su sello personal. Ninguno de los miembros de su gabinete había visto el documento presidencial. Y no lo harían hasta que él y su equivalente palestino hubieran manifestado su conformidad en cuanto al texto. No tenía sentido enfrentarse a una revuelta en el seno de su gabinete por un acuerdo de paz que estaba por definir. Más valía reservarse para el texto definitivo. Hizo un gesto a Tal para que diera comienzo la reunión.

– Caballeros, nuestros científicos de Mazap, el departamento de Identificación Criminal, han trabajado sin descanso para poder desentrañar a través de las manchas de sangre y tejido, el mensaje que Guttman deseaba hacer llegar al primer ministro. Nos advierten de que esta versión es provisional, y sujeta a las pruebas finales que…

El ministro de Defensa, Yossi Ben-Ari, carraspeó y empezó a juguetear con la kipá que llevaba en la cabeza. Estaba hecha de croché, señal de que Ari además de ser un hombre religioso provenía de una de las tribus específicas de Israel: un sionista religioso. Nada que ver con él los trajes negros y las camisas blancas que constituían el uniforme de los ultraortodoxos, la mayoría de ellos indiferentes, cuando no declaradamente hostiles, a la idea de un Estado laico. Al contrario, Ben-Ari era un israelí moderno y un nacionalista furibundo, el líder de un partido convencido de que Israel debía tener necesariamente las fronteras más amplias posibles. Guttman lo había acusado de traición solo por formar parte del gabinete de Yariv, y lo mismo habían hecho los que representaban al sector duro de la política de asentamientos. Sin embargo, Ben-Ari estaba convencido de que realizaba una labor patriótica y vital al actuar como el freno que evitaría que Yariv, según sus palabras, «vendiera los derechos de nacimiento del pueblo judío a cambio de un plato de lentejas». Él impediría que el primer ministro cediera tierras demasiado importantes históricamente para ser entregadas; o al menos conseguiría que fueran las mínimas posibles. Y si finalmente Yariv iba demasiado lejos, Ben-Ari retiraría su apoyo al gobierno y desmontaría la débil coalición que popularmente se conocía como el «gobierno de desunión nacional». Eso le concedía un gran poder de veto, aunque dicho poder tenía un precio: el día que lo ejerciera, Ben-Ari sería considerado dentro y fuera de Israel, entonces y siempre, la persona que había hecho imposible la paz.

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