Lance miró a su hermano pequeño, se sentó a su lado y de nuevo le dijo:
– ¿Seguro que no sabes dónde puede estar? ¿No te habrás olvidado de alguien?
Christy ni se molestó en responderle. Negó con la cabeza con desánimo y suspiró de nuevo.
El policía miraba con interés a Patrick Brodie y no porque estuviera denunciando a una persona desaparecida, sino porque había oído hablar mucho acerca de la familia y ésta era la primera vez que estaba delante de uno de ellos. Eran como una leyenda y este agente se sentía como si estuviera en presencia de algún miembro de la realeza. Seguro que de ese encuentro hablaría durante mucho tiempo.
– ¿Eres un poco lento o qué te pasa? -le dijo Pat-. Ve y llama al detective Broomfield ahora mismo.
El joven no le respondió. La forma en que le miraba Pat lo tenía aterrorizado y se dio cuenta de que debería haber prestado más atención a lo que le decía.
– ¿Estás sordo o es que eres gilipollas del culo?
Patrick le estaba chillando. La rabia le salía por las orejas y apenas podía contenerse al ver que ese memo no le prestaba la debida atención.
El joven reaccionó y, apartándose de la mampara que se suponía debía protegerle de los miembros más violentos de la sociedad, dijo:
– Llamaré a un detective de inmediato, señor.
Pat permanecía de pie en el vestíbulo de la comisaría, tratando de controlar su carácter como podía. A su alrededor había muchas fotografías de ladrones y pillos que no valían un pimiento, y, para colmo, se veía obligado a hablar con un memo al que no le hubiera confiado ni para que fuese al supermercado, mucho menos para encontrar a una persona desaparecida. El lugar olía a pasma; es decir a tabaco y mentiras. Los odiaba a todos, odiaba lo que representaban y lo que otras personas pensaban de ellos. Él conocía un aspecto muy distinto de la policía y eso no lo convertía en un ser entrañable para ellos.
Era casi medianoche y Colleen aún no había aparecido. Él, como todos, estaba preocupado, pues no era la clase de chica que fuese a ningún sitio sin decírselo a ellos primero. Colleen era una niña en muchos aspectos y jamás había pasado una noche en casa de una amiga.
Oyó que una voz familiar le llamaba y vio que la puerta que daba acceso a la comisaría estaba abierta. Teddy Broomfield, un viejo colega de su padre, le hacía señales para que pasase.
– Pasa, muchacho. Tomemos un té y veamos qué podemos hacer.
Pat cruzó la puerta, sintiéndose mejor ahora que empezaba a hacerse algo constructivo. El, por su parte, tenía a todos sus hombres buscándola y nadie había visto ni oído nada. Era como si se la hubiese tragado la tierra. Además, era impensable que no hubiera esperado en casa el regreso de su madre. Le explicó todo eso a Teddy, quien, además de estar de acuerdo con él, se lo estaba tomando más seriamente que el mierda con el que se había topado en la recepción.
Eso le preocupó aún más. Era como si ahora que hubiese denunciado su desaparición se diera verdadera cuenta de que su hermana había desaparecido, que había que buscarla hasta encontrarla. Repentinamente se dio cuenta de lo seria que era la situación.
Lil, a las veinticuatro horas, supo que su hija jamás regresaría a casa. No sabía cómo había llegado a esa conclusión, y ni tan siquiera se lo mencionó a nadie, pero lo sabía, sabía a ciencia cierta que ya jamás vería más sonreír, ni hablar a su hija Colleen, que ya no la oiría más cantar, ni practicar con su flauta.
Se dio cuenta de que, para bien, se había ido.
Sabía que si la volvería a ver, sería para identificar su cuerpo. La policía estaba convencida de que se había escapado de casa, pero eso resultaba inimaginable. Ella jamás hubiera hecho una cosa así.
Lil había visto cómo Eileen se culpaba a sí misma, cómo sus hijos hacían otro tanto, y cómo los vecinos se quedaban sin palabras de aliento.
Estaba tendida en la cama, con el bebé en brazos, preguntándose por qué Dios la castigaba de esa forma después de lo que había tenido que soportar durante aquellos años. Se negó a ver al sacerdote y juró que jamás volvería a comulgar.
La vida sigue. Eso era un dicho que se había repetido infinidad de veces durante todo ese tiempo, pero ahora se daba cuenta de que eso no era nada más que una puñetera mentira. La vida no seguía. Vivía día a día, tratando de esconder su desconsuelo, su rabia y su miedo de no saber qué le podría haber sucedido a su encantadora hija.
Sin embargo, por las noches le acuciaban todas las pesadillas que sólo una madre puede imaginar. Todas las cosas que había leído en los periódicos o que había oído en la televisión se habían convertido en reales y posibles, habían dejado de ser un sueño y se habían convertido en realidad.
Se preguntaba si su hija tuvo miedo, si le hicieron daño, si abusaron de ella. ¿Había gritado pidiendo su ayuda? ¿La habría llamado y ella no acudió a su respuesta?
Lo peor de todo es que no se sabía nada al respecto; era como si se hubiese esfumado. Nadie sabía dónde podría haber ido, ni dónde estaría. Era como si no hubiera existido, aunque ellos sabían que sí. Su ropa estaba aún en la cómoda y sus zapatos seguían guardados en el armario que había debajo de las escaleras. Todo demostraba que había existido, que había vivido en aquella casa, con ellos. Era como si se hubiese marchado y pronto volvería a aparecer de nuevo, lo que pasa es que cada uno lo sentía a su forma. Se daba cuenta de cómo sus hijos trataban de asimilar lo sucedido.
Ninguno de ellos volvería a ser el mismo, eso era lo que más le dolía a Lil. La destrucción de su familia, a pesar de ser tan gradual, era tan completa que ya resultaba irremediable. Empezó a imaginar que sucedería un milagro, que algún día su hija Colleen entraría por la puerta y les haría darse cuenta de que estaban en un error. Luego, esa esperanza desapareció y lo único que ya esperaba encontrar es un cuerpo que poder enterrar, algo que pusiera fin a esas especulaciones que le atormentaban cada noche.
Si al menos tuvieran su cuerpo para poder enterrarlo, podrían llorarla, sabrían lo que le sucedió y comprender por qué se había marchado. Cada Navidad, cada cumpleaños, les recordaba su pérdida. Sin embargo, lo peor de todo era la espera, la espera de saber algo que terminara por romperles el corazón del todo.
Non Omnis Moriar. Yo nunca moriré.
Horacio (65-8 a.C.)
Lucharé hasta la muerte por lo que creo,
Y eso os mantendrá a todos vosotros vivos.
Barbara Castle (1910-2002)
– Dentro de unas semanas cumplirás cuarenta.
Pat se rió. Aún era un hombre apuesto, a pesar de tener las mismas facciones duras que su padre. Lil tenía que admitir que, aunque era su hijo, era un tipo atractivo de cojones, y él lo sabía.
– Bueno, mamá. De todas formas no pienso hacer ninguna fiesta. Ya sabemos lo que sucedió en la última.
Lil no se rió. Habían pasado muchos años, pero el recuerdo aún estaba vivo, no lo había superado. Patrick lo notó, se acercó hasta ella y la abrazó:
– Lo siento, mamá. Ha sido una broma de mal gusto.
Ella se encogió de hombros, como si no le afectase, pero él sabía que no era cierto.
– Fue hace mucho tiempo. Ya está todo pasado.
Siguió anotando en los libros que tenía apilados delante de ella. Pat la observó durante un rato. Era una mujer aventurera y enérgica, quizá algo salvaje, y por todo ello la quería.
Era una leyenda en el Soho y hacía alarde de su reputación. El había tenido momentos mejores a lo largo de esos años, pero su madre, la vieja Lil Brodie, había dirigido los clubes y los había convertido en verdaderas minas de oro.
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